A comienzos de los años cuarenta del siglo
pasado, el gobernador civil de Madrid, Carlos Ruiz García, cambió –imagino que con
la anuencia de la vecindad- el topónimo
de Puebla de la Mujer Muerta, que ya aparecía en el Libro de la Montería
(S.XIV), por el menos fúnebre, pero más trivial, de Puebla de la Sierra. Lo que
no pudo mudar el gobernador fue el
paisaje que dio origen al antiguo nombre de la población. Desde los verdes
pastos del Collado de la Tiesa, cuando el caminante orienta su mirada hacia el Levante,
se vislumbra la clara figura de una mujer yacente, formada por el Alto del
Porrejón, y los picos de La Tornera y La Centenera.
El sábado 22 de diciembre, con el amanecer
madrileño silenciado bajo la espesa niebla, me puse en camino hacia la
injustamente ignorada Sierra del Rincón. Las emisoras de radio, que se afanaban
en el comienzo de la retrasmisión del sorteo de la lotería, fueron la monótona
compaña en el inicial trayecto por una M-40 oscurecida por los recortes presupuestarios.
La insistente niebla me acompañó hasta La Cabrera. Al pasar por Buitrago del
Lozoya, ya con la perspectiva de un día luminoso, la humedad del río puso la
temperatura en negativo. A causa de lo que los técnicos llaman inversión
térmica, la temperatura iba subiendo según aumentaba la altitud; cuando,
pasadas las nueve, llegué al Puerto de la Puebla, el termómetro marcaba cinco
grados.
La ruta programada era hacia el este, pero decidí
acercarme, con dirección hacia el mediodía, hasta las faldas de la Peña de la
Cabra. El objeto no era otro que el de admirar el níveo mar de nubes que
sepultaba la llanura madrileña. De aquel piélago nuboso emergía, con inusitada
fuerza, la línea montañosa formada por La Najarra, Cabezas de Hierro,
Valdemartín, y la uniforme cuerda de los Montes Carpetanos. Y sobre todos ellos
la blanca mole de Peñalara. Sin duda mereció la pena perder una hora.
De vuelta, antes de llegar al punto de inicio de
la ruta marcada, crucé saludos con dos senderistas. Fue la única representación
racional de todo el recorrido. Por una marcada senda, comencé una suave subida
que, de forma muelle, me puso, en un santiamén, en el Alto del Porrejón. Sobre
la plataforma del vértice geodésico, intenté poner nombre a todo lo que el
horizonte me ofrecía. Girando alrededor del cipo en el sentido de las agujas de
reloj, llené mis sentidos de magnificas sensaciones: al Oeste la majestuosa
línea montañosa de la Sierra de Guadarrama; al Norte, separados por el valle
del impúber Jarama, las poblaciones de La Hiruela (Madrid) y El Cardoso de la
Sierra (Guadalajara); más allá, arrancando del Puerto de Somosierra, la Sierra
de Ayllón; hacia el Noreste la inconfundible silueta del Ocejón; en dirección
este las ya mencionadas cumbres de La Tornera y La Centenera, por cuyas cimas
discurre la raya entre Madrid y Guadalajara. Y hacia el Sur el cerrado valle de
La Puebla, con las humeantes chimeneas de su caserío, y con la única puerta abierta del río del mismo nombre el cual, dos
leguas más abajo, confunde sus aguas con las del Riato, antes de llegar hasta
el Lozoya.
Según los geólogos, los riscos sobre los que me
encontraba se formaron en el período Silúrico de la era Paleozoica, hace la
friolera de 440 millones de años. La aproximación de los continentes europeo y
americano originó un plegamiento del fondo marino, que causó un fuerte
levantamiento vertical. Luego aquellos inmensos verdugones de lajas verticales,
que se perdían en el horizonte, tenían su origen en aquella lejana época. En
Peña Hierro, aquellas formaciones rocosas resultaban tan armoniosas, que parecían haber sido colocadas por algún antediluviano
jayán.
DOR
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