domingo, 30 de diciembre de 2012

CAMINANDO POR EL SILÚRICO


A comienzos de los años cuarenta del siglo pasado, el gobernador civil de Madrid, Carlos Ruiz García, cambió –imagino que con la anuencia de la vecindad-  el topónimo de Puebla de la Mujer Muerta, que ya aparecía en el Libro de la Montería (S.XIV), por el menos fúnebre, pero más trivial, de Puebla de la Sierra. Lo que no pudo mudar el gobernador  fue el paisaje que dio origen al antiguo nombre de la población. Desde los verdes pastos del Collado de la Tiesa, cuando el caminante orienta su mirada hacia el Levante, se vislumbra la clara figura de una mujer yacente, formada por el Alto del Porrejón, y los picos de La Tornera y La Centenera.

El sábado 22 de diciembre, con el amanecer madrileño silenciado bajo la espesa niebla, me puse en camino hacia la injustamente ignorada Sierra del Rincón. Las emisoras de radio, que se afanaban en el comienzo de la retrasmisión del sorteo de la lotería, fueron la monótona compaña en el inicial trayecto por una M-40 oscurecida por los recortes presupuestarios. La insistente niebla me acompañó hasta La Cabrera. Al pasar por Buitrago del Lozoya, ya con la perspectiva de un día luminoso, la humedad del río puso la temperatura en negativo. A causa de lo que los técnicos llaman inversión térmica, la temperatura iba subiendo según aumentaba la altitud; cuando, pasadas las nueve, llegué al Puerto de la Puebla, el termómetro marcaba cinco grados.

La ruta programada era hacia el este, pero decidí acercarme, con dirección hacia el mediodía, hasta las faldas de la Peña de la Cabra. El objeto no era otro que el de admirar el níveo mar de nubes que sepultaba la llanura madrileña. De aquel piélago nuboso emergía, con inusitada fuerza, la línea montañosa formada por La Najarra, Cabezas de Hierro, Valdemartín, y la uniforme cuerda de los Montes Carpetanos. Y sobre todos ellos la blanca mole de Peñalara. Sin duda mereció la pena perder una hora.

De vuelta, antes de llegar al punto de inicio de la ruta marcada, crucé saludos con dos senderistas. Fue la única representación racional de todo el recorrido. Por una marcada senda, comencé una suave subida que, de forma muelle, me puso, en un santiamén, en el Alto del Porrejón. Sobre la plataforma del vértice geodésico, intenté poner nombre a todo lo que el horizonte me ofrecía. Girando alrededor del cipo en el sentido de las agujas de reloj, llené mis sentidos de magnificas sensaciones: al Oeste la majestuosa línea montañosa de la Sierra de Guadarrama; al Norte, separados por el valle del impúber Jarama, las poblaciones de La Hiruela (Madrid) y El Cardoso de la Sierra (Guadalajara); más allá, arrancando del Puerto de Somosierra, la Sierra de Ayllón; hacia el Noreste la inconfundible silueta del Ocejón; en dirección este las ya mencionadas cumbres de La Tornera y La Centenera, por cuyas cimas discurre la raya entre Madrid y Guadalajara. Y hacia el Sur el cerrado valle de La Puebla, con las humeantes chimeneas de su caserío, y con la única puerta abierta del río del mismo nombre el cual, dos leguas más abajo, confunde sus aguas con las del Riato, antes de llegar hasta el Lozoya.

Según los geólogos, los riscos sobre los que me encontraba se formaron en el período Silúrico de la era Paleozoica, hace la friolera de 440 millones de años. La aproximación de los continentes europeo y americano originó un plegamiento del fondo marino, que causó un fuerte levantamiento vertical. Luego aquellos inmensos verdugones de lajas verticales, que se perdían en el horizonte, tenían su origen en aquella lejana época. En Peña Hierro, aquellas formaciones rocosas resultaban tan armoniosas, que  parecían haber sido colocadas por algún antediluviano jayán.

En el trivio del Collado de las Palomas, abandoné la senda y, girando 180 grados, seguí un cómodo camino carretero que, en algo más de una hora, me llevó hasta el Collado Salinero. Resguardado del viento, y con la vista en el mar de nubes que avanzaba hasta Montejo de la Sierra, dí buena cuenta de la comida. Al reanudar el camino, cuando llegué a la carretera, la eterna duda: caminar por el asfalto durante dos eternos kilómetros, o buscar la escondida senda que el mapa marcaba. Por supuesto, decidí no ir por la carretera. Por debajo de ésta, con dificultad, avancé entre la vegetación siguiendo las huellas del ganado. Al llegar a un regato, las zarzas me impidieron el paso; subí a la carretera, la crucé y, ya por el pinar, logré encontrar la senda que, casi olvidada por el poco uso, me llevó hasta el puerto. Cuando bajé a Prádena del Rincón, la niebla seguía siendo la dueña de todo, y con ella entré en Madrid.

DOR

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