martes, 21 de octubre de 2014

LAS SIERRAS DE LA CENTENERA Y DEL ARTUÑERO

El caminante, cuando se cumplen algo más de dos años desde que conoció el lugar, cumple la promesa que se hizo en aquel momento: volver para perderse en la agreste soledad de aquellos paisajes. Fue en junio de 2012 cuando, en compañía de otros catorce orates, hizo una primera aproximación desde Mijares. Si en aquella ocasión la ruta nunca rebasó la cota 1400, ahora se trataba de trataba de caminar sobre los cordales de las sierras de la Centenera y del Artuñero. Los insensatos de entonces, ahora con un criterio más prosaico y quizá más acertado, han recuperado la cordura y prefieren darse un chute proteínico -chuletillas, panceta y patatas al calderillo- bajo las frescas sombras del área recreativa del Horcajo. Tras algunas jornadas de duda sobre la decisión a tomar, el caminante, que siempre ha entendido que hay que comer para vivir y no lo contrario, se decide por aceptar el reto que en su momento le propusieron aquellos altivos picos, y se lanza a la aventura.

Llega al área recreativa a primera hora de la mañana. Antes ha recorrido una estrecha y sinuosa carretera, con las cunetas recamadas de alcornoques, cuyos rojizos troncos recién pelados refulgen bajo los primeros rayos del sol, haciendo un extraño contraste con los verdes erizos de los castaños. Nadie ha llegado todavía. Mientras prepara la impedimenta solamente escucha el sordo susurro del arroyo que se descuelga desde las faldas del Artuñero.  

De la cuarta curva del camino de tierra que se inicia junto al área recreativa, sale una desdibujada senda que, con dirección hacia poniente, inicia un recorrido ascendente. Con la cuerda de la sierra siempre a manderecha, la vereda se abre camino entre las sombras del pinar, hasta que, después de una media hora, abandona la vegetación de porte alto para salir a la luminosa claridad de canchales, escobas y piornos. Bajo los amenazantes 2051 metros de La Peluca, el caminante sigue tomando altura hasta llegar a las praderas de La Centenera.


A pesar del agostador verano, las praderas -praeras, dicen por aquí- mantienen el verdor de los pastos, donde tranquilamente sestean los animales. El caminante, agobiado por la subida y por la soleada mañana, va encontrando consuelo y refresco en cada uno de los manaderos que encuentra a su paso. Se sitúa sobre unas rocas y, en aquel privilegiado mirador, se detiene durante unos minutos para intentar, si ello es posible, retener y no olvidar aquel paisaje.


Ahora, sin camino definido, el caminante se orienta hasta el rústico muro de piedra que separa los términos de Mijares y Gavilanes. La cerrada vegetación hace tan dificultosa la ascensión que, como un aprendiz de funámbulo, utiliza el inestable muro para progresar hasta el cordal. Cuando llega a terreno abierto, ya sin dificultad, se dirige hasta la cima del techo de la ruta: El Cabezo.




En lugar del vértice geodésico -destrozado por el vandalismo-, los visitantes han ido construyendo el gigantesco hito de piedras que corona la cima. Desde allí, a 2187 metros de altitud, en una visión cuasi cenital, el caminante domina los valles del Alberche, al norte, y del Tietar, al sur. Es entonces cuando debe orientarse hacia el saliente, para regresar al punto de inicio. La marcada senda recorre la línea divisoria de aguas, que coincide con la linde de los municipios de Serranillos y Navarrevisca.




Tras media hora de ondulado camino, llega a la cima de Cabeza Santa donde encuentra varios hitos de piedra, colocados de tal forma que parece que alguien, con un poder privilegiado, estuviese jugando una gigantesca e intemporal partida de ajedrez. En mitad del imaginario tablero, hace un alto para cotejar el camino recorrido desde El Cabezo, y el que todavía le queda por delante. Distingue claramente el vértice geodésico sobre La Peluca, y la sucesión de picos y collados que se alinean hasta el Puerto de Mijares. Parece un camino dificultoso, pero la realidad es que solamente hay que seguir el muro de piedra que sirve de separación entre los términos municipales. La senda continúa dejando el Risco del Artuñero a la derecha y la Peña de la Bandera a la izquierda. En este punto, en una pradera colgada sobre el balcón del Tietar, hace un nuevo alto y trata de acercarse, sin resultado, a una manada de asustadizos caballos. En la lejanía, por el camino que el caminante debe seguir, una pareja de andariegos avanza hacia el puerto.









El caminante, que ha tenido que conformarse con fotografiar a los caballos desde la distancia, comienza la bajada. Han desaparecido las escobas, y ahora son los lacerantes piornos los que dificultan la progresión por la estrecha senda. Llega al puerto casi a la par que la pareja que iba por delante y, como es de ley entre senderistas, pega la hebra para comentar la jornada. Ellos ya han llegado a su destino, pues tienen una maquina infernal en el lugar. En el maletero una nevera con varias botellas de agua fresca que comparten con el caminante.




El mapa del IGN señala una antigua fuente en la bajada del puerto, en sentido contrario al camino marcado en la ruta. Aunque ahora no necesita agua, siempre resulta interesante conocer los recursos del entorno. Orillada a la carretera que baja a Villanueva de Ávila y Navarrevisca, la fuente parece haber conocido tiempos mejores. Bajo la verde ladera que sube hasta la cima del Púlpito, con el manadero prácticamente perdido entre pisadas de ganado, el exiguo caño no merece la confianza del caminante para beber. Se refresca y vuelve al puerto donde debe encontrar el camino de bajada.

Tras una cancela metálica, sin esperarlo, la agradable sorpresa de la jornada. Un joven lugareño se ha propuesto la restauración de otra fuente de abundante y fresco caño. Para la reconstrucción ha movido piedras de más de setenta kilos, las ha canteado y, lo que es más importante, las ha colocado sin más ayuda que el ingenio y el esfuerzo. Aprovechando el desnivel del terreno ha hecho rodar una roca de grandes dimensiones, con la que piensa construir el pilón para la fuente. El mijariego, además de buen cantero, resulta un excelente conocedor de los caminos de la zona. Durante un buen rato hablan sobre ellos, y sobre la posibilidad de bajar por el marcado vallejo que baja en dirección a Mijares por debajo de la carretera.

El caminante deja al cantero con su entretenida faena y comienza el descenso. Sin camino definido, siguiendo el reguero de agua que baja de la fuente, llega hasta una de las cerradas curvas de la carretera. Allí, ahora más marcado, encuentra el viejo camino del puerto que, como una serpiente, se va adaptando al desnivel del terreno y cruza el arroyo -cada vez con más caudal- en un par de ocasiones. El caminante, que de seguir por el camino llegaría al pueblo, en uno de esos cruces, abandona la compañía del agua y, ahora sin camino, se orienta hacia poniente con la intención de llegar al Horcajo. La cerrada vegetación le obliga a avanzar lentamente por la ladera. Al llegar al punto que estima conveniente, inicia la subida hasta la carretera, la cruza y, orientado por la brújula, se interna en un cerrado pinar, por el que camina sobre una mullida alfombra de pinocha hasta llegar al área recreativa. Cuando llega son más de las siete de la tarde, y los comensales, ahora en la merienda, apuran las últimas provisiones.

Más tarde, cuando la luz comienza perderse, de nuevo la sinuosa carretera, los castaños, los alcornoques y el agradable recuerdo de diez horas de caminos, trochas y veredas.



Algunos días después, cuando ya tenía prácticamente cerrada la crónica, la serendipia pone en conocimiento del caminante un curioso suceso acaecido hace casi ocho décadas. El ocho de diciembre de 1936, el Junkers JU-52 del teniente Werner Hornschuch, de la Legión Cóndor, fue derribado sobre la ladera del Cabezo que baja hasta Serranillos, y que en la zona se conoce como La Picota. El informador del caminante, a la sazón nieto del alcalde de la población en el año del suceso, asegura que todavía quedan restos del avión. Habrá que volver para constatarlo.

DOR

lunes, 6 de octubre de 2014

LA SENDA DE LA SOTELA Y EL CAMINO VIEJO DEL PAULAR

Cuando, en los albores del siglo XX, el noruego Birger Sörensen se deslizaba por la nevada pendiente, desde el Alto de Las Guarramillas hasta el Puerto del Paular, nunca hubiera imaginado que su solitaria distracción iba a rebautizar aquella despoblada loma. Lo que en los antiguos mapas solamente figuraba como Peña del Águila, pasó a conocerse como Loma del Noruego. El personaje, obligado por el negocio familiar de la calle Argumosa, visitaba con frecuencia el aserradero de la Sociedad Belga de los Pinares del Paular, cerca de Rascafría. Por una de esas paradojas que tiene la vida él, que era tan aficionado a los deportes relacionados con las bajas temperaturas, murió de fiebres tifoideas a la los treinta y tres años de edad. Está considerado como el introductor de un nuevo deporte desconocido en España: el esquí.

El caminante, aprovechando que las temperaturas remiten un tanto, lía el petate y, cuando el mes de agosto va a consumir dos tercios de su sofocante vida, se dirige hasta el Puerto del Paular. Y nada mejor, y más tranquilo, que hacerlo en el tren de montaña que inicia su recorrido en Cercedilla. A pesar de ser miércoles la afluencia de senderistas es considerable, aunque muchos de ellos optan por apearse en la estación del Puerto de Navacerrada. 
   
Han pasado más de tres horas desde que el sol se desperezó por encima de La Cuerda Larga, cuando el caminante inicia el ascenso con dirección al tinglado de antenas y remontes de La Bola del Mundo. Durante la subida hace un alto sobre los 2004 metros de la Peña del Águila. En aquel privilegiado mirador, se imagina a aquel pionero del esquí bajando a toda velocidad, guardando el equilibrio con los brazos extendidos. Y también se lo imagina, con las tablas al hombro, volviendo a subir, una y otra vez, hasta Las Guarramillas. De improviso, el ciclo imparable de la vida. Tumbada en el suelo, al resguardo de los enebros rastreros, una vaca que acaba de parir, protege al desvalido ternero que rila a causa del frío relente de la mañana.




Antes de bajar al Puerto de Navacerrada se asoma al muro de piedras del Ventisquero de la Condesa, en cuyas verdes praderas toma vida el río Manzanares. Regresa a la cima, desde donde observa el trazado de las encementadas zetas que descienden hiriendo la ladera. Para evitarlas, desde el lugar donde una imagen de una Virgen esquiadora mira hacia Siete Picos, hace un vertiginoso descenso por una de las pistas de la estación invernal. Ya en el puerto, el caminante se orilla a la cuneta de la carretera que baja a San Ildefonso, y cuando ésta entra en la provincia de Segovia salta el quitamiedos metálico y se deja caer por la pendiente, en busca de la senda de La Sotela. Bajo la sombra inmensa del Pinar de Valsaín, entre helechos reverdecidos por la humedad, el camino desciende hasta un claro en el que se acumulan varios troncos recién talados, y donde el característico olor a resina se adueña del ambiente. Dos centenares de metros más adelante, tras cruzar un arroyo escaso de caudal, el camino carretero se convierte en pista asfaltada. El caminante, que para asfalto ya tiene el de Madrid, se orilla al arroyo de Las Pintadas. Por su verde ribera, pasando de una orilla a otra cuando así le conviene, va descendiendo sin otro acompañamiento que el murmullo de la corriente. Las cristalinas pozas, donde las lancurdias van y vienen con rapidez, le incitan a quedarse como un hereje adamita y darse un baño; pero la fresca brisa y la baja temperatura del agua aconsejan dejarlo para mejor ocasión.










Tras un cuarto de legua de disfrute por la orilla, el arroyo entrega sus aguas al del Paular cerca del lugar donde éste último, ya con una considerable corriente, pasa a ser el río Eresma. Es en ese momento donde al caminante abandona el rumbo norte que ha traído desde el Puerto de Navacerrada y, ahora con dirección al saliente, inicia la subida por el Camino Viejo del Paular. El camino, que todavía conserva algún tramo con el antiguo empedrado, va tomando altura culebreando entre centenarios albares. Con su destino casi a tiro de honda, el caminante para a comer en un idílico lugar. Resulta un contrasentido, pero las límpidas aguas del arroyo del Infierno resultan una beatífica bendición para sus ardorosos pies. Al terminar la bucólica, repasa el horario de trenes y autobuses; si se apresura puede tomar el autobús de las 16:35.


Durante el trayecto hacia Madrid, momentos antes de perder la consciencia y quedarse azorrado, se imagina una montaña sin remontes, y se pregunta cuantos conservarían la afición si tuvieran que subir, con las tablas al hombro, como hacía el noruego Birger Sörensen. Cuando al fin despierta del letargo vespertino, y se localiza a la entrada de la Corte rodeado por la ¿civilización?, no le queda otro consuelo que recordar la gloria infinita del arroyo del Infierno y de sus redores.

DOR