lunes, 27 de abril de 2015

LA HOZ SOMERA

Ahora que investigadores y ediles se han puesto de acuerdo para ventear la osamenta de Miguel de Cervantes, el caminante, en su visita a Carrascosa de la Sierra, se encuentra con una tenue huella del autor de El Quijote. Una placa de piedra sobre la remozada fachada del antiguo pósito, informa a los visitantes de alguna relación esporádica de Cervantes en el municipio.


Antes, quizá influenciado por el rotundo topónimo del lugar, había llegado el caminante a Carrascosa en la creencia de encontrar un cerrado encinar rodeando el caserío. Pero la realidad es bien diferente: una solitaria encina, eso sí, de considerable tamaño, con su recio tronco aprisionado entre los mampuestos de un murete, lleva más de dos siglos en clara competencia, de garbo y apostura, con el campanario de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen. Al pie de la torre, un solitario tenderete oferta su variada mercancía en el día de mercadillo.


Sale el caminante por el antiguo camino de la Herrería de Santa Cristina -por el que más tarde regresará-, para, nada más pasar un curioso conjunto de fuente, lavadero y abrevadero, tomar una desdibujada senda que, en dirección al poniente, lo llevará hasta el Barranco de la Hoz Somera. Nada hace pensar, tras una tranquila media hora entre arcillosos herbazales y barbechos, que el paisaje pueda cambiar de un modo tan violento. Comienza el camino a enriscarse entre rocas calizas, como si quisiera advertir del espectáculo que se avecina. Culebreando entre pinos, poniendo mucha atención para no perder detalle del paisaje, llega el caminante al fondo del barranco. Allí, rendido ante la grandiosidad de los profundos cantiles, se detiene durante unos minutos. Aunque ya tiene localizada la estrecha senda que desciende por el cañón, la curiosidad lo arrastra a desviarse hasta subir al otro lado del barranco.







La vereda progresa cosida a los verticales farallones, donde los pinos, más que nacidos, parecen engastados en la roca. Con el pensamiento puesto en la necesidad de disponer del ovillo de hilo de Ariadna, entra el caminante en un intrincado laberinto de rocas tapizadas de hiedra, hasta llegar a un mirador natural, al que accede por una oquedad en la roca. Sobre aquel balcón vuelve a detenerse para tratar de retener aquella sinfonía de extrañas formas labradas por el agua y el viento. Poniendo toda la atención para no perder la senda, toca ahora deshacer el camino antes andado. Precedido por una cordera y su cría, seguramente extraviadas del rebaño, vuelve el caminante al fondo de la hoz. La estrecha senda desciende por la margen derecha del arroyo, cuyas aguas han aflorado tras el paso por una montonera de bloques de piedra. Avanza entre pinos, enebros, bojes, florecidos romeros y rosales silvestres, dejando a su paso viejas majadas ahora arruinadas. La vereda, en un continuado deleite senderista, hilvana tramos herbosos con otros tallados sobre las calizas y, en ocasiones, se acerca a la corriente para mostrar al caminante el reflejo esmeraldino de sus aguas. Tras el paso por una de esas majadas que, arrimada a una pared que va más allá de la verticalidad, se resguarda de aguas y vientos, el caminante, después de vadear el arroyo en tres ocasiones, llega a la excelente pista de la Herrería de Santa Cristina.


















La Herrería, pedanía de Carrascosa, se upa sobre un cerrado meandro del Guadiela, donde el río se abre a la luz después del tenebroso paso de la Hoz de Tragavivos. Por la única calle de la población, atraviesa el caserío y, desde el cerro, oteando el paisaje, se pregunta si aquel horizonte habrá sufrido modificación desde que los romanos, en el siglo II d.C., comenzaron explotar los yacimientos de mineral de hierro de la zona. Remata la visita bajando hasta la corriente, donde se encuentra la central eléctrica del Infiernillo. Una gruesa tubería metálica, recostada en una ladera, con una pendiente de casi un 30%, encañona el agua hasta las turbinas en un estruendoso ruido. Tras cumplir su función, las aguas, que fueron hurtadas al Guadiela en la Presa del Molino de Chincha, vuelven al río después de más de una legua de aventura por un canal artificial que, en un alarde de ingeniería, fue construido en los años cuarenta del siglo pasado. Vuelve a la soledad del casar y, junto a un curioso lavadero, construido a la vera de la cristalina corriente de un arroyo, hace un descanso antes de comenzar la subida a Carrascosa.



Antes de tomar la pista se asoma a los cortados de La Ceja, desde donde disfruta de una visión casi cenital del entorno. Ya en el camino, dos balcones naturales desde donde el caminante se solaza ante el magnífico escenario: el mirador de Rocines, desde el que se reconocen el Estrecho de Madereros, la Hoz de Tragavivos y la lejana presa del embalse y, tras media hora de prolongada subida, el de la Peña del Águila, colosal miradero sobre los cantiles de la Hoz Somera.




Tras la ahitera de esplendorosos paisajes, por el lugar en el que se desvió al inicio de la jornada, llega el caminante a Carrascosa entre cristalinas lagunillas y con los últimos rayos de sol iluminando la ladera donde dormita el pueblo. En el horizonte, con la única separación del camino que va hasta El Pozuelo, el extraño conjunto del camposanto, lugar donde reposan los que, contra su voluntad, ya perdieron el brío, y un huerto solar, epítome moderno de la creación del brío energético.



Durante el viaje de regreso, tras una revisión exhaustiva de la documentación del caballo y del caballero, realizada por una pareja de la Guardia Civil, el caminante, envuelto ya en las últimas luces de la tarde, vuelve a recordar la placa con la que los carrascoseños evocan el paso de Cervantes por el municipio. ¿Cuál fue esa relación? Acezante, al llegar a su lar inicia la pesquisa. La realidad es que no existe constancia escrita de visita alguna; sí existe documentación de que su hija Isabel casó, en segundas nupcias y llevando una hija del anterior matrimonio, con Luis de Molina arrendatario del ingenio herrero de Santa Cristina. ¿Resulta acertado suponer que el Príncipe de los Ingenios visitase a su hija y a su nieta Ana? Quizá no lo sabremos nunca, pero, al igual que en otras muchas ocasiones, la historia se sostiene de contextos difusos y leyendas como ésta; y no será el caminante el que reproche al municipio mantener la placa, haberle dedicado una calle y hospedar una asociación cultural que lleva, en memoria de su hija, el nombre de Isabel de Cervantes.

DOR

miércoles, 8 de abril de 2015

LA ENCINA DE ARRIBA

La naturaleza, esquiva en ocasiones, se manifiesta en todo su esplendor cuando muestra la vida animal que en ella se cobija. No siempre esa demostración resulta tan evidente como lo es una pareja de gamos en la lejanía, o el pausado planear de los buitres sobre los riscos. Resulta entretenido saber de su presencia observando las señales que la fauna deja junto a los caminos. Los troncos de los árboles del entorno dan la pista para distinguir un bañadero de jabalíes de un simple charco; los restos del plumaje de un ave muerta, nos dirán si su depredador ha sido una rapaz o un mamífero carnicero; las deposiciones sobre las limpias piedras del camino, nos harán saber de la presencia del zorro; las blancas manchas en las oquedades de los riscos, consecuencia de las deyecciones, dejan patente la existencia de buitreras;…Todos esos saberes, y alguna experiencia más, van ha hacer del último jueves del mes de febrero un día fascinante.

Llega el caminante al límite de la provincia de Madrid con la de Guadalajara, donde, para que los hombres eviten disputas sobre el amojonamiento, el río Lozoya sirve de raya natural. Cruza el puentecillo y, bajo la amenazadora figura del muro de la presa del Pontón de de la Oliva, deja la maquina infernal. Toma la descarnada carreterilla de servicio del Canal, que seguro habrá conocido un estado de conservación mejor que el actual y, en la primera curva cerrada, sigue las marcas del GR-10 que se internan en un olivar. Cien metros más adelante, toma una vereda que baja hasta una torrentera. Se trata de la salida natural de las cárcavas que comienzan a asomar en el horizonte.



Sobre un tapiz de olorosa ajedrea, el caminante ataca la corta y exigente subida. Sorteando retamas llega al voladero de las cárcavas. Abandona el camino principal para seguir una apenas marcada senda que bordea el precipicio. Con toda la precaución a la que el vértigo le obliga, camina sobre el deleznable filo en la seguridad de que los pasos que ahora da serán imposibles en el futuro, pues quizá la próxima tormenta de verano modifique las sendas y los paisajes. Atrapado por la imagen de aquel rimero de ciclópeos clítoris, como si de un templo a Venus se tratase, el caminante rodea las cárcavas hasta que un espeso jaral le cierra el camino. Tras el espectáculo, sigue la senda en dirección al saliente, hasta llegar a un camino carretero que, ahora en dirección Norte, lo llevará hasta Alpedrete de la Sierra.







En el trayecto, upado sobre los modestos 990 metros del cerro Guadarrama, el caminante divisa, recostada sobre la falda de una loma, la imagen de Valdepeñas de la Sierra, pero resulta imposible la vista de Alpedrete escondido al trascacho de las barranqueras. Durante un cuarto de legua avanza por la monótona pista que viene desde la presa, hasta que, harto de tanta lisura, se sube sobre el lomo terrizo de la conducción del canal del alto Jarama, y que, en un alarde de imaginación, recibe el sonoro nombre de Acueducto de El Partenón. Al final de los cuatrocientos metros de aquel espinazo, ya casi a la entrada de Alpedrete, dos rebollos, ahora desnudos, se enseñorean sobre los huertecillos. Para entrar en la pedanía, utiliza un viejo camino que zigzaguea por un zopetero minado de antiguas bodegas. Sobre ellas, como estandarte de cerrado encinar que fue, la única gran encina que los antiguos alpedreños dejaron en pie. Sobre un suelo alfombrado de cúpulas secas, el caminante echa los pasos para constatar un diámetro de veintidós metros de cerrada sombra, sostenidos por un recio tronco del que nacen varias ramas con la apariencia de un grandioso candelabro.








En la plaza, al tibio sol de la mañana, frente al modesto museo etnográfico compuesto de dos abrevaderos de granito y dos herrumbrosas bigornias, uno de los treinta y tres censados en 2013 trocea algunas támaras secas.

-          Son para encender la estufa; que, aunque la mañana esta buena, cuando el sol se esconde hay que calentar la casa.

Tras pegar la hebra durante unos minutos, el caminante continúa calle abajo en busca de su camino. Unos metros más adelante, antes de salir del caserío, una pareja se afana en la limpieza de una cacerola de aluminio de dimensiones colosales. Conjeturando que se trata de los últimos coletazos de la temporada relacionados con la muerte del cochino, pregunta:

-          ¿Se acabó la matanza por este año?

La mujer, más gárrula que su pareja aclara:

-          También se emplea en la matanza, pero el domingo sirvió para hacer judías para sesenta personas.

Ante la cara de asombro del caminante, la mujer puntualiza:

-          Nueve quilos de judías, más tocino, chorizo y demás sacramentos. A casi la mitad de los comensales, que tenían los coches en el Pontón de la Oliva, tuvimos que llevarlos porque eran incapaces de dar un paso.


El caminante, que tiene leído que el 18% de las emisiones de gases que producen el efecto invernadero, están originadas por las flatulencias del ganado herbívoro, echa cuentas, y no acierta a imaginar los efectos de los ciento cincuenta gramos de judías - más añadiduras-, que se calzaron cada uno de los sesenta comensales.

Sale de Alpedrete por el GR que, en busca del arroyo Reduvia, se encajona entre pequeños huertos y el conjunto compuesto por el camposanto y la iglesia de la Concepción. Junto al arroyo, el camino asciende hasta la imparable decadencia de una casa de labor. En ese punto abandona la compañía del agua para, por un serpenteante camino carretero, llegar a un múltiple cruce de caminos. En ese punto, por donde tiene que volver a pasar más adelante, debe decidir si continuar en sentido dextrógiro o levógiro. Quizá influenciado por el inmenso cortafuego por donde discurre el camino, se decide por la opción primera. Avanza hacia poniente, en dirección a la corriente del Lozoya, en el sitio de la Presa de la Parra. Antes de bajar por la empinada ladera, la blanca imagen del caserío del Poblado de El Atazar -no confundir con El Atazar-, colgada sobre los riscos de la presa. Antes de llegar al Lozoya, toma un camino de negra traza que sube paralelo al arroyo Robledillo. Desde la altura, junto al lecho del arroyo, como si Eolo estuviese jugando una intemporal partida de bolos, varios pinos dormitan tumbados con la misma orientación. Vuelve el caminante al cuadrivio donde decidió el sentido de su ruta, para regresar al encuentro del puentecillo sobre el Reduvia. Frente a la corriente, resguardado del frío aquilón, hace la parada de la comida.






Ahora, quizá en la parte más interesante de la ruta, vuelve a tomar el GR que dejó a la salida de Alpedrete. Por una zona de riscos calizos, el caminante avanza en silencio con la intención de avistar, si es posible, a los buitres posados en las oquedades de las paredes rocosas. Con un pesado alear, van saliendo de las buitreras en un espectáculo de difícil explicación. Allí, encajonado entre las rocas, se detiene durante más de media hora observando el ir y venir de las rapaces. Con el sol perdido tras los 1264 metros del Cancho de la Cabeza, al caminante no le queda más remedio que continuar. Vuelve a cruzar la carreterilla de servicio del Canal y, entre abandonados olivares recamados de florecidos almendros, regresa al muro de la presa donde inició la ruta. La corriente fluye por una gruta excavada en la roca y, bajo el puente que cruza a la provincia de Madrid, el río, herido de muerte, recorre el corto tramo que lo lleva hasta el Jarama.










A la vuelta, para evitar el sopor producido por la aburrida N-1, el caminante va haciendo cuentas de las presas y embalses con los que el hombre tiene domesticado al Lozoya desde que nace en el Circo de Las Guarramillas: El Pradillo, Pinilla, Casillas, Riosequillo, Puentes Viejas, El Villar, El Atazar, La Parra, Navarejos y la ya referida de El Pontón de la Oliva. Casi nada para unos escasos 91 quilómetros de curso. 

DOR