jueves, 30 de noviembre de 2017

EL VALLE DE SIETE PICOS

Siguiendo la tendencia habitual, y para no perder la costumbre patria, no existe un acuerdo concluyente sobre el topónimo Guadarrama. Unos consideran árabe la etimología del término, apuntando que fue el río el que dio nombre a todo lo demás, siendo el hidrónimo consecuencia de la voz wadi l-ramal, o río de las arenas. Otros, rebuscando en la procedencia latina, aseveran que primero fue la cadena montañosa, considerando el orónimo una resultante del neologismo aquae dīrāma, o separación de aguas, que utilizaban los romanos para nombrar los puntos de las divisorias de aguas; en este caso la de las cuencas del Duero y del Tajo.

En lo que sí están todos de acuerdo, quizá porque ahí están para atestiguarlo las corrientes que lo forman, es que el río Guadarrama, nombrado como tal entre el caserío de Cercedilla y el de Los Molinos, toma su caudal de tres vaguadas principales: al naciente, la que forman el regajo del Puerto y el arroyo de Matasalgado, cuya suma de caudales se remansan en el embalse de Navalmedio; a poniente, descendiendo del Puerto de La Fuenfría, la formada por el llamado río de La Venta y sus numerosos tributarios; y en el centro del tridente, con origen en el cóncavo de Siete Picos, el vallejo tallado por las claras aguas del río Pradillo. A este último, cuando faltan once días para que termine el mes de julio, se dirige el caminante.

Un contratiempo de última hora le hace modificar el plan del día. Perdida la opción del tren hasta Cercedilla, para enlazar con el eléctrico que sube al puerto de Navacerrada, no queda otra opción que solicitar el concurso de la máquina infernal, a la que deja apeada en un lugar sombreado de la avenida de la Estación. Unos metros más abajo, antes de llegar a los muelles del apeadero, al pie mismo de la herrumbrosa maquinaria de un remonte abandonado, unos carteles metálicos indican el inicio de la senda Arias. Pegada a un vallado metálico, la senda trepa por la ladera hasta llegar a una vieja edificación que no ha resistido el paso del tiempo, ni la acción de los vándalos. Un esfuerzo más para llegar a un cómodo carril que, a un centenar de metros, corre paralelo a la vía del ferrocarril eléctrico que hace el servicio Cercedilla-Cotos. El carril, que sigue el trazado de una línea eléctrica, pierde su condición tras un cuarto de hora de camino. Es ahora una senda tomada por la vegetación; en los solejares por la retama y el piorno serrano, y por el helechal en las zonas umbrosas.




Al llegar a Collado Albo, la vereda, que hasta entonces se orientaba al meridión, en un drástico cambio de rumbo, inicia una áspera bajada que tiene su fin en el abandonado apeadero de Siete Picos. El caminante, parado sobre las viejas traviesas, recuerda la parada que el eléctrico, a petición de los viajeros, realizaba en éste y en otros apeaderos del recorrido. Cuatrocientos metros vía abajo, el trazado, para salvar la corriente del Pradillo, se acomoda sobre la ladera realizando una cerrada curva. Es el lugar de comienzo, con un recorrido de casi un par de quilómetros, del ascenso por el Valle de Siete Picos.




El caminante, sin perder la compañía de la límpida corriente del Pradillo, comienza una subida en la que la naturaleza, en tan corto recorrido, muestra uno de los rincones más interesantes de la zona. Musgos, brezos y helechos pugnan en la batalla por tapizar las riberas. Y todo bajo la cerrada sombra de un viejo pinar, que apenas deja ver el quebrado cordal de las cimas de Siete Picos. El recorrido termina en la fuente de Los Acebos, manadero del río, en el lugar donde cruza la Senda Herreros, cuya traza seguirá el caminante hacia poniente. Tras el paso por una fuente de menguado caño, llega a un miradero natural donde una gran roca recoge, tallado en una de sus caras, parte de uno de los párrafos de la carta que, con motivo de la inauguración del mirador serrano dedicado a Luis Rosales, le escribió su amigo Pedro Laín Entralgo. Una carta admirativa y fraternal, de la que el caminante se atreve a entresacar un par de párrafos, señalando en negrita el texto grabado en la roca: “Tus amigos de Cercedilla han tenido la idea feliz de dar tu nombre a un mirador de la sierra madrileña; por tanto, a un lugar destinado a mirar lo que se ve. Todos cuantos en él se instalen verán lo mismo: cimas rocosas que se visten de nieve o que la añoran, laderas en que el verde grave del pino y el verde alegre de la grama se combinan, a ras de tierra, con el áspero ocre de la gleba castellana  y, si la estación es propicia, con el tímido morado del cantueso y el espliego. Todos verán lo mismo. Pero, viendo lo mismo, ¿qué mirarán y qué creerán -o querrán creer-cuando sus ojos busquen reposo en lo que están viendo?”
“Déjame, Luis, que responda a esa pregunta adivinando -tratando de adivinar- lo que tú mirarás y creerás cuando, sentándote bajo tu propio nombre, sientas que tu persona vive y se actualiza en el mirador que Cercedilla te ha dedicado.”  











De nuevo en el camino, siempre bajo el pinar, sigue el suave trazado que lo llevará hasta el cruce de caminos de la Pradera de Navarrulaque. Sólo uno de los caminos que forman el pical interesa al caminante: la Senda de los Alevines. De nuevo hacía el septentrión, con un primer tramo de fuerte subida y terreno descarnado, la senda va ganando altura en dirección al primero de los Siete Picos: el Majalasna. Terminado el ríspido rodadero, en el piedemonte del pico, una fresca fuente permite el caminante reponerse del esfuerzo realizado. Sigue la senda, en uno de los recorridos más divertidos de la sierra, abriéndose camino entre el Majalasna y el segundo de los picos del vistoso cordal que, en la Edad Media, a la vista de su quebrado cordal, era conocido como Sierra del Dragón. Llega el caminante al Collado Ventoso, donde una nueva fuente le permite reponer agua y fuerzas para acometer el último empeño del día. Sobre la raya que separa las provincias de Madrid y Segovia, sin camino definido, enfila la subida que lo llevará hasta el lomo del dragón.





Una vez en el cordal, nada hay escrito sobre el camino a seguir. Cada cual, siguiendo su criterio, avanzará, siempre hacía el orto, sorteando berruecos de equilibrios imposibles; enfilando, una tras otra, las cumbres cuya cadena termina sobre los 2138 metros de la más alta de todas ellas, y desde la que las vistas de Guarramillas y La Maliciosa dibujan el horizonte próximo. Comienza entonces una pronunciada bajada, cuyo final es el tinglado de instalaciones para el esquí que coronan el cerro del Telégrafo. De uno de sus laterales, sale un pedregoso camino que, en unos minutos, lleva al caminante hasta el viejo remonte donde, a primera hora de la mañana, dio comienzo la jornada.
















 De regreso, antes de perder el contacto con los añosos pinares, el último trago de agua serrana en la Fuente de los Geólogos. Luego, lo previsto: desencanto…y polución.  

DOR