martes, 31 de diciembre de 2013

VIEJOS OFICIOS, NUEVAS LABORES

El 21 de noviembre, cuando el autobús recorría el corto trayecto que hay entre Robledo de Chavela y Valdemaqueda, hice el intento sumergirme en el desquiciado razonamiento de un pirómano, pero la tarea me resultó imposible. Por más que lo intenté, no pude encontrar explicación a aquel sinsentido. Me resultó tan quimérico como arar en el mar.

Orillados en la carretera, miles de troncos aburados, antes disfrute de todos, ahora beneficio de unos pocos, aguardan a ser retirados. El 28 de agosto del pasado año, seis focos diferentes, e intencionados, dejaron sin vida a cerca de 1600 hectáreas de insólitos paisajes. El caminante, angustiado por la desolación, se apea del autobús en una plaza abierta, donde el edificio del ayuntamiento pone un horripilante contrapunto con el entorno. Valdemaqueda es la última población de la provincia de Madrid, y linda con El Hoyo de Pinares, ya en tierras de Ávila. La carretera, que discurre de saliente a poniente, parte en dos el término municipal. En su parte norte la supremacía corresponde al pino resinero, siendo la parte sur más proclive al piñonero.

En busca del camposanto, primera referencia de su camino, toma un quebrado carril que, entre una mixtura de pinos, discurre paralelo a la carretera. La línea del fuego llegó hasta allí, dejando el suelo calcinado y maldito. Oye voces y, con dificultad a causa del eco, se orienta hasta descubrir de donde provienen. Varios hombres, en una labor de equipo, se afanan en la recolección de piñas de los pinos a los que, a Dios gracias, el fuego no llegó. Interesado, se desvía de su ruta para acercarse hasta el lugar donde, a esa hora de la mañana, ya tienen varios sacos llenos.

-          Hace más de veinte años que no se recogían en esta zona libre; ahora, a causa de la situación en que se encuentra la construcción, llevamos un par de años en los que tenemos que agarrarnos a lo que salga.



La curiosidad le hace perder un buen rato observando la antigua liturgia de la recolección. Una vez seguro en una rama fuerte, con la ayuda de una larga pértiga, que termina en una afilada cuchilla, conocida como lata, el piñero echa al suelo las piñas que están a su alcance; luego cambia de rama y comienza el mismo proceso. Así un pino tras otro hasta terminar la jornada.


El caminante, que no ha hecho más que empezar su recorrido, se despide de los piñeros, y uno de ellos, experto conocedor de la zona, le advierte de la pedregosa subida que le espera. Pasado el camposanto toma orientación hacía el norte, siempre a la orilla de un arroyo seco, cuyo nombre resulta un tanto sarcástico para el lugar: arroyo de Valquemados. En su lenta progresión por el pedregoso camino, comprueba la veracidad de la advertencia que le hizo el piñero. Pero el esfuerzo queda justamente premiado con las vistas, que la limpia mañana ofrece desde lo alto de aquel balcón granítico. A sus pies el serpenteante valle del Cofio, y más allá, en el lejano horizonte, las nevadas cumbres de Gredos.



Tras el recreo visual, comienza el descenso hasta un bucólico calvero donde, orientadas a la solana, los maqueanos tienen erigidas dos ermitas. En los pinares que rodean el lugar, descubre otra ocupación abandonada en los años ochenta del pasado siglo, y que ahora, a causa de la crisis, vuelve a retomar actualidad: el oficio de resinero. Dispersados estratégicamente, los grandes bidones donde van depositando la pegajosa savia de cada uno de los pinos sangrados. Vuelven a ponerse de moda palabras y menesteres tan en desuso como: desroñar, pica, rayón, miera, pote, remasa,…Un lugareño le da una somera lección sobre los tiempos, usos y costumbres del renacido oficio. El ayuntamiento, en este año 2013, ha comenzado a conceder, por periodos quinquenales, la explotación de los pinares municipales.





Satisfecha su curiosidad, el caminante inicia la subida a la cota más alta de la ruta: el cerro de Santa Catalina. Desde las antenas de TV que rematan la cima, la ladera oriental del cerro es la viva imagen de la desolación. El voraz incendio acabó con todo lo que encontró a su paso. Ahora, varias cuadrillas de obreros, con la ayuda de maquinaria pesada, trazan nuevos accesos para llegar hasta las zonas de pinar que se salvaron del desastre.





 Con los últimos rayos de sol de la tarde, un viento helador, igual al que lo recibió por la mañana, despide al caminante antes de tomar el autobús de regreso a Madrid. En la orilla de la carretera, como tétrica visualización de la devastación, siguen amontonándose los ennegrecidos troncos.   

DOR

lunes, 9 de diciembre de 2013

EL PINAR DE SIGÜENZA

El caminante tiene comprobado que caminar en soledad predispone a la cogitación. Sobre todo si el camino es sencillo y andadero. En el día de la patrona de la ciudad de Madrid, esconde las llaves del coche, lía los bártulos y, de buena mañana, se dirige hacia la estación de Chamartín, donde le espera un tren que, camino a Soria, le ha de dejar en el municipio de Torralba del Moral. El fin del viaje tiene un argumento simple: recorrer las cuatro leguas que separan Torralba de la ciudad de Sigüenza.

Torralba aparece al hacerse la luz, después de un oscuro túnel de más de tres kilómetros, que el tren, por aquello de la seguridad, recorre con exasperante parsimonia. La vía férrea que, a contracorriente, ha seguido el curso del Henares hasta su nacimiento en Horna, antes de sumirse en la negritud del túnel, propone al viajero luminosos paisajes de dorados maizales y gualdas choperas. En la estación, de construcción excesiva para el tráfico que soporta, la línea se bifurca: hacia el NO continúa el trayecto hasta Zaragoza y Barcelona, y hacia el norte el ramal que llega hasta Soria.


El día está tan claro que hace daño a la vista; pero la baja temperatura obliga al caminante a tirar de toda la ropa de abrigo que lleva. El jefe de estación, a pesar de la expresa prohibición de la cartelería, lo anima para cruzar las vías, y ahorrarse un largo trayecto por la carretera. Orientado por la boca del antiguo túnel, que en la parte de Guadalajara, dicen, han dedicado al cultivo de endivias, comienza la suave ascensión al Cerro Santo, desde donde seguirá el difuso recorrido de la antigua Cañada Real de Merinas. Con el camino prácticamente perdido por el desuso, a menudo debe verificar el rumbo SO para no apartarse de la ruta. En el camino, cerca del límite provincial de Soria y Guadalajara, un refugio de pastores de sólida fábrica, techado con el antiguo sistema de aproximación de hiladas, ofrece abrigado refugio para los días de cellisca. Vuelve a mirar la brújula y, con alborozo, comprueba que sigue el mismo rumbo que las bandadas de grullas que, en su clásica formación en uve, avanzan hasta tierras más cálidas.



Tras cruzar la carretera que lleva a Cubillas del Pinar, abandona la cañada para visitar la profunda herida de una cantera de áridos, donde, impotente, cavila ante el poder destructor del hombre. Allí el camino se adentra en un frondoso pinar de pino resinero, de gruesos troncos y escasas alturas, y que ya no abandonará hasta su llegada a Sigüenza.



Justo en el punto en el que el camino coincide con la Cañada Real Soriana, junto a una torre de vigilancia contra incendios, el caminante apura el pábulo. Tras la comida, sube a la elevada construcción para sorprenderse ante las vistas. Alguien, con acertado criterio, ha escrito, en la endeble barandilla, los nombres de las poblaciones que desde allí se divisan. Hacia el oeste, en la lejanía, las altivas torres del castillo de Sigüenza.


A la vera de un profundo barranco, ahora sin agua, el camino entra en Sigüenza sobre la traza de tres rutas balizadas, que son una misma: el GR-160, el Camino del Cid y un ramal de la Ruta de Don Quijote. Entonces se encajona entre riscazos de arenisca y un área recreativa, a la que los seguntinos, atinadamente, llaman El Oasis. El caminante, poco amigo de caminar sobre el asfalto, se despide de la compañía de Rodrigo Díaz y Alonso Quijano y, siguiendo una disimulada trocha, sube al rodeno roquedo. El privilegiado balcón le permite admirar el contraste de colores que muestran las areniscas, el pinar, y la chopera. Con precaución, avanza por el cantil hasta que el recio muro de una finca particular le corta el paso. Rodearlo le supone un esfuerzo añadido, pero desde aquel intransitado lugar disfruta de unas vistas inéditas del castillo y de la catedral.








En un sencillo descenso entre los últimos pinos, llega hasta el paseo de ronda. Tras unos momentos de duda, en vez de entrar al caserío por la Puerta del Sol, decide subir hasta el castillo. Entre dos luces, sobre el geométrico empedrado de una antigua era, aguarda a que el ocaso le muestre el último espectáculo de la tarde.



El horario del tren le permite ruar por la ciudad mitrada. Al llegar a la Puerta del Hierro, antigua entrada principal a la ciudad medieval, da las buenas tardes a tres mujeres de avanzada edad, que caminan con precaución sobre el empedrado. Sorprendidas por el saludo, en una ciudad en la que el turismo ha transformado a todos en extraños, espontáneamente, premian al caminante con un dato desconocido para los cicerones:

-          ¿Te acuerdas, Rosa, de la fuente que aquí había?

Rosa, entornando los ojos y levantando las cejas, asiente con la cabeza:

-          ¡Y las colas que se formaban para llenar los cántaros!

Al pasar bajo el arco se santiguan, y una de ellas señala con el dedo hacia la hornacina donde se encuentra una pequeña imagen de la Inmaculada.


A las 18:50, el tren se sumerge en la inmensa negritud del túnel de la noche, y el caminante, satisfecho, comienza a ordenar las vivencias y paisajes del día.

DOR