lunes, 31 de enero de 2022

LA GARGANTA DE IRUELAS

En la ladera norte del Puerto de Casillas, limitado por la divisoria de aguas que forman el Cerro de la Escusa, el propio puerto y el Alto del Mirlo, un amplio valle desciende, en un recorrido de casi dos leguas, hasta el curso del río Alberche, cuyas aguas, desde 1913, se rebalsan en el embalse de El Burguillo.

Hace sesenta millones de años, no existía el Sistema Central, ni, por supuesto, el cordal que cierra el valle por su parte meridional. Las presiones de la placa euroasiática, por el norte, y africana, por el sur, produjeron una serie de plegamientos en la península ibérica. La colosal compresión, no sólo afectó a los bordes de la placa ibérica –Pirineos y cordilleras béticas-, sino que, en el centro de la península, el Sistema Central se elevó sobre la meseta castellana. En este proceso de elevación y hundimiento del terreno, se produjeron fallas y fracturas, por donde buscaron salida los cursos de agua. Por una de estas quiebras, la llamada falla de Herradón-Casillas, traza su curso la Garganta de Iruelas. Desde 2015, la garganta está declarada Reserva Natural Fluvial.

En el manto de roca ígnea, en el que la naturaleza asentó el valle, proliferan los berruecos graníticos, obligando a los cursos de agua a buscar salidas insólitas, que dan forma a un sinnúmero de saltos, pozas y rápidos, que hermosean el paisaje. Aunque podría decirse que, actualmente, el grado de naturalidad es alto, sobre todo desde que desaparecieron las tres piscifactorías que existían en el valle, aún quedan seis azudes –la mayoría sin uso actual- que son barreras inabordables para la fauna piscícola. Las reducidas dimensiones de la reserva -8828 Has-, y su complicada orografía, hacen posible diversos microclimas que alojan una variada vegetación. Alisos y fresnos se disputan las frescas riberas de los cursos de agua. Desde el Alberche, la brusca variación de alturas -1300 metros de desnivel-, irá modelando la vida del bosque, pasando de los enebros de las zonas bajas a los cambronales y piornales de las cotas altas. Entre unas y otras, en gozosa diversidad, medran las repoblaciones de pino resinero, algunas manchas de pino silvestre, así como contados ejemplares de cascalbos. Llamativos resultan los rodales de añosos robles, en los que, sin signos aparentes de podas, llaman la atención algunos ejemplares de gran porte.

Aunque más abajo seguirá recibiendo la aportación de numerosos tributarios, la garganta toma caudal en la cota 900, en lugar denominado Las Juntas. Por encima de esta cota, un entramado de barrancos, la mayoría de corriente estacional, nutren de caudal al curso principal. Desde el cerro de La Escusa, hasta el de La Encinilla, un abanico de arroyos se extienden por el cóncavo que forma el cordal. 

En el Valle de Iruelas, además del omnipresente granito, aparecen otras rocas metamórficas, sobre todo en las cotas más altas. El caminante, en la ladera de la Cabeza de la Parra, hallará varios peñascales de gneises de diferentes tonalidades, en los que sus componentes, a diferencia del granito, se presentan en forma de bandas con colores claramente diferenciados.

A principios del siglo pasado, como así lo atestiguan los viejos mapas de la época, la garganta era el paso más corto entre los valles del Tiétar y del Alberche, formando parte del itinerario local que unía la ciudad de Ávila con la localidad de Sotillo de la Adrada. En la actualidad, la carreterilla, de traza sinuosa y firme deficiente, llega hasta la cota 1000, en la nombrada curva de Candeleda. A partir de ahí, será una pista terriza la que llegue hasta el puerto. 

Falta un día para terminar este 2021,…que Dios confunda. La noche anterior, con la ilusión del primerizo y con el regomello de la incertidumbre, ha preparado los archiperres necesarios para la ocasión. La vacilación es la resultante de la información, quizá confusa y deficiente, relacionada con la prohibición de paso por determinadas zonas de la garganta, debido, entre otras causas, a su actual condición de zona ZEPA y albergar el área de nidificación de buitre negro más importante de Castilla y León. Dependiendo de las experiencias de cada cual, las opiniones son diversas, y el caminante las ha encontrado de todos los colores. Desde los que afirman haber sido reconvenidos por algún guarda forestal, teniendo que modificar parte de la ruta, hasta los que aportan fotografía de carteles, en los que la prohibición sólo se refiere a determinadas fecha del año (1 de febrero al 31 de mayo y del 1 de septiembre al 15 de octubre). Una reseña de un agente medioambiental – sin identificar - acaba con la porfía, aportando una información, que aparenta ser categórica, y cuyo literal es el que sigue: “Parte de esta ruta transcurre por zona de reserva y en cualquier época del año es necesario autorización de la Junta de Castilla y León. Realizarla sin autorización es considerado infracción y podrá ser sancionado según la normativa vigente. En el Centro de Interpretación la Casa del Parque disponen de información y planos detallados de las rutas que se pueden realizar. En su página web se encuentra los horarios de apertura y el teléfono de información”. Además, para aquél que, según un cartel, ponía fechas concretas para la prohibición, añade: La foto de es de un cartel antiguo que ya no existe y que difiere con la normativa actual”. Aun así, el caminante se aventura. Dios proveerá. 

El camino hasta el Valle de Iruelas resulta plácido. Abandonar La Corte, por la M-501, no tiene nada que ver con hacerlo por cualquiera de las radiales que parten de la capital. En un santiamén, con un esfuerzo mínimo, la máquina infernal ha llegado hasta el caserío de Navas del Rey, donde termina el trazado de la autovía. Como atraída por la estampa inconfundible de La Almenara, la carretera, ahora de dos direcciones, avanza media legua hacía el NO. Tras dejar el cruce de Robledo de Chavela a manderecha, la carretera, en un evidente descenso, varía el rumbo hacia el SO, en dirección hacia el embalse de San Juan. Las circunvalaciones facilitan el paso por las localidades de Pelayos de la Presa y San Martín de Valdeiglesias. A la altura de ésta última, caminante y máquina infernal toman la carretera nacional que une las ciudades de Toledo y Ávila. En el quilómetro 95, después de dejar atrás la variante de El Tiemblo, una desviación desciende hacia la presa de El Burguillo. Sobre el coronamiento de la presa, la carreterilla pasa al otro lado, para iniciar un recorrido por la orilla del embalse hasta el poblado de Las Cruceras. Desde allí, ya entre el pinar, recorrerá un par de quilómetros, hasta una encrucijada con abundante cartelería informativa y la rotunda presencia de un cipote granítico, en el que un rótulo cincelado anuncia el comienzo de la reserva natural. Es el momento de renunciar al vial que baja por la derecha, para tomar el que, por la izquierda y en suave ascenso, sigue junto a la garganta. Es el vial que, sin descanso, sube hasta el Puerto de Casillas.

Tras unos minutos de recorrido, siempre por la margen derecha de la garganta, el viaje motorizado termina junto al puente que salva la impetuosa corriente. Es el lugar donde se encuentra un portón de madera, uno de los muchos que, según las informaciones recabadas, cierran el paso a personas no autorizadas. Lo inesperado es que, debido a labores de tala, éste se encuentra abierto. En un embarrado calvero, los troncos recién cortados se apilan por cientos. Nadie en el lugar; solamente, en la lejanía de la pinosa ladera, el monótono sonsonete de las motosierras. Tras superar el atascadero, el caminante enfila un camino que serpea por la ladera.


 

La humedad de la garganta condiciona un entorno en el que el musgo verdea troncos y rocas. Así será el paisaje, hasta que el caminante cruce, por vez primera, los vallejos de los arroyos de Bernardillos y del Robledo. Rebasado éste último, el rumbo, que hasta allí fue claramente hacia el meridión, gira hacia el norte, para hacer, seiscientos metros más arriba, un recorrido paralelo. Sigue el indudable predominio del robledal, recamado con algunos ejemplares de cascalbo de notable presencia. Un recodo del camino saca al caminante de la umbría. Es el momento de echar las once.







 Tras el refrigerio todo pinta diferente. La pausa genera nuevos bríos para atacar las últimas rampas, antes de llegar a la parte más alta del recorrido. Las huellas de la maquinaria pesada están por todas partes, y los troncos desramados esperan junto al camino. Un penetrante olor a resina y madera recién cortada se apodera del entorno. Ha llegado al Portacho de los Bernardillos, mirador natural desde el que tendrá la única vista sobre el embalse. Desde el lugar, de nuevo hacia el meridión, una pista recorre el pinar sobre la cota 1300. Tras media hora de recorrido, el sonido de las motosierras y de la maquinaria ha cesado. Todo queda aclarado cuando, en la lejanía, un corrillo conversa en voz alta. Es el alto para la comida de la cuadrilla de aserradores, a los que se ha unido una pareja de agentes forestales. Tras la información y comentarios expuestos al comienzo de este escrito, el caminante se teme lo peor. Llega a la altura del grupo, da los buenos días, y sigue sin detenerse. Todo en orden.





 Sigue el caminante por la pista, volviendo a pasar por los vallejos de los arroyos que ya pasó en un par de ocasiones, hasta llegar a un refugio, decentemente adecuado, que dormita entre resineros, cascalbos y robles. Hacia poniente, una inmejorable vista de la divisoria de aguas que separa los valles del Alberche y del Tiétar. Tras el paso por la cabecera de un regato, los robles, todos de buen porte, vuelven a ocupar el solejar de la ladera. Es un placentero lugar donde, además, la fuente del Espino mana sin parar, para ventura de los andariegos.






 Vuelve el caminante a su afán, y atrás quedan la fuente y los robles que la rodean. Tras caminar seiscientos metros, deberá estar atento a un viejo camino carretero que, por la derecha, se separa de la pista, bajo la ilusoria portada formada por el ramaje de dos inmensos robles. El naciente camino apenas se marca sobre la hierba; dos tenues rodadas que señalan el descenso en busca del arroyo de La Encinilla. Como era de esperar, el camino desaparece bajo las hojas haciendo dificultoso su seguimiento. En un primer barranco, perdida la traza del camino, opta por dejarse llevar por el sentido de la corriente, en un entretenido descenso en el que deberá evitar enredarse en la vegetación. Por una de las incontables trochas marcadas sobre las márgenes del arroyo, sale del barranco. En una soleada ladera, vuelve a encontrase con los robles. No existe camino,…ni falta que hace. Ahora, el interés del caminante será recorrer el añoso robledal, buscando los ejemplares más interesantes, hasta que ladera y robles terminan junto a la cantarina corriente del arroyo, por cuya orilla corre un apacible camino carretero.







 Durante algo más de un quilómetro, en un entorno donde el agua es principal protagonista, el camino recorre la margen derecha del arroyo. Es el momento en que corriente y camino deciden cruzar su trazado, y lo hacen en un vado cuyo paso haría necesario descalzarse, si no fuera por la impagable ayuda de una atajea de madera que salva la corriente. Ya en la margen izquierda, el caminante se encuentra con la impensable sorpresa de la jornada: un corro de secuoyas, de impresionante aspecto, seguramente el centenario empeño personal de algún ingeniero de montes. Un interesante lugar, a la orilla del arroyo, que añade la presencia de un refugio abovedado tomado por el musgo. Llega el caminante a la zona de Las Juntas, horcajo donde el arroyo de La Encinilla une sus aguas al de La Balsaina, para formar la Garganta de Iruelas. Es, junto con el de la familia de secuoyas, el lugar más atrayente de la jornada, y el sitio indicado para terminar con las provisiones.










 Comienza a ocultarse el sol tras los cerros. Llegar hasta el lugar donde se encuentra la máquina infernal resulta fácil. No habrá más misterio que seguir por el asfalto de la carreterilla, o quizá, dependiendo de la voluntad de cada cual, arrimarse a la orilla para sentir la compañía de la briosa corriente. Cuando emprende el regreso, aún se oyen las motosierras en la ladera de la Cabeza de la Parra. Antes de entrar en el tráfico de la N-403, el caminante se detiene sobre la presa para apurar el último paisaje del embalse. 





DOR