martes, 28 de febrero de 2017

LA CUERDA DE CUELGAMUROS

“[…] Ya hablaremos de capitulación después de muertos”. Esa fue la respuesta de Francisco de Bobadilla, Maestre de Campo de los Tercios Españoles, a la rendición exigida por Holak, almirante de la escuadra holandesa. Irritado, el almirante ordenó la apertura de los diques para inundar el campamento del Tercio. Cinco mil soldados salvaron la vida upándose a la cima del Empel, una elevación de apenas un centenar de metros. Se encontraban a merced de un enemigo, al que solo le quedaba aguardar la llegada del frio clarear del día siguiente para acabar con su resistencia. En la anochecida, cuando algunos soldados cavaban una trinchera, uno de ellos encontró una tabla flamenca con la imagen de la Inmaculada. En la madrugada, un inesperado frío helador congeló las aguas del río Mosa, lo que propició el paso sobre el hielo de la hueste española, y el sorprendente, y fulminante, ataque de los sitiados a los sitiadores. Cuentan las crónicas que, ante tan imprevista y concluyente victoria, el vencido almirante holandés solo acertó a decir: “Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro” Corría el 8 de diciembre de 1.585 y, ese día, La Purísima fue nombrada patrona de los Tercios de Flandes e Italia. En 1.854, la bula papal Ineffabilis Deus define el dogma de la Inmaculada Concepción, y en 1892 es declarada oficialmente Patrona de la Infantería Española.

Cuatrocientos treinta y un años después, en el mismo día de aquel acontecimiento, con menos frío que en aquella ocasión, el regional 1723 se abre paso entre la boira. En Cercedilla, una legión de andariegos y ciclistas inunda el andén. Tras un par de minutos, el convoy continúa con su recorrido en dirección a Segovia. En una evidente paradoja, avanza por la Solana de la Molinera envuelto en la densa niebla. En el apeadero de Tablada cumple con la última parada madrileña, antes de perderse en la tenebrosa oscuridad del túnel que pasa bajo el Alto del León. Tras una media legua de absoluta oscuridad, durante la cual el caminante aprovecha para preparar los atalajes, ya en la parte segoviana, el día se abre limpio de nubes; tal parece que el cerro de La Sevillana tenga amarrada la densa bruma a la parte madrileña de la sierra.

En el apeadero de San Rafael, el caminante es el único viajero que se apea del tren. Antes de llegar al caserío de la población, dos realidades discordantes: bajo sus pies, el cantarín discurrir de la corriente del arroyo Gudillos y, sobre su cabeza, los latigazos sonoros de los vehículos que transitan por el viaducto de la A-6. Ya dentro del caserío de la población, cruza la antigua N-VI y, tras pasar unas instalaciones deportivas, da comienzo el inmenso pinar. Paralela a un muro de piedra, entre magníficos ejemplares de pino albar, corre una senda que sigue el trazado del GR-88. Unos centenares de metros después de la cerca de piedra, el camino llega al lugar donde el arroyo Secal entrega sus aguas a las del arroyo Mayor, cuya briosa corriente baja desde el Collado del Hornillo. Según los mapas, seguir el trazado del GR supone cruzar, en al menos tres ocasiones, la excesiva torrentera. Es cuando decide pegarse a la orilla siniestra de arroyo, en dirección contraria a la de la corriente. Progresa sobre el trazado de un estrecho sendero que, sin perder la referencia del agua, sube por la ladera. Tras algo más de media legua de selvática subida, llega el caminante a los pies de Cabeza del Buey, donde abandona la corriente del arroyo Mayor. Siguiendo el vallejo de un tributario de aquel, comienza una fatigante subida por la Umbría del Hornillo. El pedregoso camino remolonea ladera arriba, hasta llegar a la cota 1700, donde las vistas de Cueva Valiente y Cabeza Líjar resultan espléndidas. Desde allí, en un rápido descenso, llega el caminante al Collado del Hornillo, lugar de confluencia de varios caminos, además de la pista asfaltada que baja hasta Peguerinos. Hacia el saliente, nuevamente con la guía de las marcas del GR-88, un camino, abierto en varios ramales, trepa por la ladera hacia el cerro de La Salamanca. Son seiscientos metros de dura subida, cuyo premio es llegar al cordal por donde corre el GR-10. Hacia el NE, Cabeza Líjar y el Puerto del León; hacia el sur, en el horizonte inmediato, el Risco del Palanco y La Carrasqueta, y más allá, por el camino que seguirá el caminante, el cerro de San Juan y el Pico de Abantos.











A la altura del arruinado refugio de La Naranjera, una vez pasadas las vistas sobre el embalse de La Jarosa, el caminante quebranta la norma saltando el muro de piedra levantado por Patrimonio Nacional. El motivo no es otro que el de asomarse al balcón rocoso que domina el lugar donde, ordenados de saliente a poniente, se sitúan la basílica, la cruz y el monasterio del Valle de los Caídos. De vuelta al camino, siempre con la compañía del muro y del GR, llega el caminante al Pico de Abantos cuando, lentamente, una ligera niebla comienza a caer sobre el paisaje. Desde la cima, en el momento en que las últimas luces de la tarde se pierden sobre las Machotas, olvidado ya el GR, se descuelga una senda que, en una incontable sucesión de de zetas, baja hasta San Lorenzo de El Escorial. 














Tras una no menos trepidante bajada por las adoquinadas calles de la población, llega a la estación de autobuses, desde donde, a las seis en punto, tiene prevista la salida un servicio regular hacia La Corte. Dentro del autobús, mientras avanza por el estrecho pasillo en busca de acomodo y sus ojos se van acostumbrando a la tenue iluminación, al caminante, ante la abundancia de ojos rasgados, casi todos con un folleto del Real Sitio, le asalta la duda de si ha tomado la línea de ALSA, o la del trayecto Kioto-Hirosima.              
DOR

miércoles, 1 de febrero de 2017

LA MAJADA TERESA

Hoy, cuando se cumplen doscientos seis años desde que, el diez de noviembre de 1810, las Cortes de Cádiz aprobaron el Decreto IX de Libertad Política de la Imprenta, el caminante, a lomos de la máquina infernal, se dirige hacia la Sierra del Rincón. Entretiene el camino escuchando las reflexiones que, sobre las flamantes elecciones norteamericanas, aventuran los profesionales de la opinión. Contrariados por el tremendo fiasco de sus propias previsiones, y amparados por la libertad de prensa que se gestó con aquel añejo decreto, ahora resuelven que el  inesperado resultado se debe al voto palurdo. Es la reprobación de unos demócratas de treinta y ocho años, con ciento sesenta y nueve artículos y quince disposiciones en su constitución, a otros que, con solo siete artículos y veintisiete enmiendas en la suya, tienen conseguida una experiencia constitucional de doscientos veintinueve años. Tal es el énfasis que ponen en su argumentación, que cualquiera podría pensar que, para que las elecciones norteamericanas resulten inmaculadas, la solución pasa por que voten…¡¡los cultos europeos!!  

Con los ecos del matraqueo, llega el caminante a Prádena del Rincón cuando aún no han dado las nueve. Traba la máquina infernal al santo amparo de Domingo de Silos, a escasos metros del ábside de la iglesia, a la que, a su esbelta planta, un reciente hermoseo ha añadido algunos interesantes hallazgos. Por la calle del Carbón comienza su andadura y, antes de llegar a la depuradora municipal, toma lo que debería ser un camino vecinal. En escasos metros, en una imprevista encerrona, el zarzal se apodera del camino imposibilitando el paso. Como la renuncia significaría la derrota, se aventura abriendo una cancela metálica que, tras cruzar un pradal, lo lleva hasta un muro de piedra. Si antes fue la naturaleza la que cegó el camino, ahora es el hombre el enemigo del hombre. A duras penas logra salir de un laberinto de bardas construidas con ramas y zarzas secas, en las que se deja algunos jirones de la indumentaria, y no pierde el garguero de milagro. Por fin llega al viejo camino que, tallado sobre la rocosa ladera, baja hasta la orilla del arroyo de la Garita.




El camino termina en una pontana que posibilita el paso a la otra orilla. Se trata del viejo paso para llegar al molino de Prádena. Tras las sólidas ruinas, siguiendo la marcada traza del caz que llevaba el agua hasta el ingenio, llega el caminante al azud del arroyo. A partir de aquí ya no existe guión que seguir. Siempre por la margen derecha de la corriente, la minúscula senda aparece y desaparece, dejando a cada cual la solución para superar los pasos más dificultosos. Son apenas dos quilómetros donde cada rincón supera en hermosura al anterior. Un par de quilómetros en los que las rocas, las escombreras de viejas minas y el cerrado sotobosque, ponen a prueba el tesón del caminante.









En el lugar donde el arroyo de la Garita recibe las del arroyo Grande, el caminante debe decidir el camino a seguir, pues cualquiera de las corrientes lo guiará hasta su inmediato destino: Horcajuelo de la Sierra. Sabe, y así lo tiene comprobado, que cualquiera de las decisiones le dará problemas, pues acercarse a cualquier población es sinónimo de sufrimiento. Alambradas, muros, cancelas y somieres viejos cierran los antiguos caminos, sorprendiendo a cualquiera que se acerca a la civilización. Y esta vez no iba a ser diferente.


Horcajuelo extiende su caserío sobre el promontorio formado por el horcajo (de ahí el epónimo) de los dos arroyos. El caminante, parado sobre un soleado sestil, decide abandonar la de la Garita, y opta por compañía de la corriente del arroyo Grande. Deja atrás un hato de vacas que sosegadamente bocezan al paso del extraño y, tras apenas dos centenares de metros, comienza el calvario. Cuando tiene la depuradora de la población a tiro de piedra, una cerca de alambre de espino obliga al caminante a subir por la ladera. Tras el salto de un par de muros de piedra, entra en un cercado donde conviven varios cerezos, y un maíllo al que no le ha llegado la hora de la recolecta. Tras los esfuerzos de tanto salto, la serótina tentación resulta tan evidente que va a resultar difícil evitarla. El caminante, que no ignora que en el campo todo tiene dueño, conjetura que un par de pomas no mermarán la renta del propietario del manzano. Vivificado por tan placentero regusto, el caminante salta un último muro junto al que corre el carril que coincide con un cordel ganadero, y que a la tarde será el camino de regreso. Siempre hacia el septentrión, tras unos centenares de metros, llega el caminante al conjunto que forman el camposanto y la ermita de Nuestra Señora de los Dolores, desde donde una carreterilla cementada serpea por la ladera hasta llegar a la población.



Aventurado sería decir que en la Sierra del Rincón se ha detenido el tiempo, pero sí parece que el reloj corre más despacio. Y Horcajuelo no podía ser la excepción. El caminante que, para continuar con su afán, tiene que cruzar el caserío, recorre alguna de sus calles, deteniéndose ante el gótico tardío de la parroquial de San Nicolás de Bari, a la que pone cerco un sólido muro que parece más añoso que la propia iglesia. Entre el polideportivo y el helipuerto, el camino, ya en constante subida, va dejando atrás las últimas cercas. En un cruce de caminos balizado por el municipio, el caminante renuncia al que, por la derecha, vuelve a la orilla del arroyo, tomando el que sigue subiendo por la ladera y que tiene como referencia la cima de la Cebollera Nueva. A medida que asciende, el claro camino va abriendo nuevos paisajes en los que, en esta época del año, predomina el azafranado color del helechal. Junto a las verdes praderas donde se forma un arroyo, un pilón para el ganado ofrece al caminante la posibilidad de reponer agua. El momento de variar el rumbo llega cuando el carril alcanza la linde del pinar que tapiza la ladera meridional de la Cebollera. Un último esfuerzo hasta llegar al cordal por donde corre la valla que separa los términos de Horcajuelo y Horcajo de la Sierra.





Sin cruzar la linde, a unos metros del cordal, un nuevo camino desciende camino de Horcajuelo. Al llegar a la Majada Teresa, el caminante echa la vista atrás para observar como las nubes quedan retenidas en las alturas de Somosierra y Ayllón. Desde allí, en un vertiginoso descenso atenuado por unas zetas, el camino va recorriendo los vestigios abandonados de una antigua explotación minera. Tras los recios restos de las casas de los trabajadores y de la no menos sólida construcción del polvorín (ahora transformado en robusto refugio), llega el caminante a la bocamina. Un cartelón explicativo ofrece una somera información sobre la actividad, cuyo auge tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XIX, y que corresponde a la explotación de una banda de mineralización que va desde el Puerto de la Acebeda hasta la Sierra de la Bodera en Guadalajara. Se trata de una banda de unos setenta quilómetros de longitud, con yacimientos en: La Acebeda, Robregorgo, Prádena del Rincón, Montejo de la Sierra, Horcajuelo, La Nava de Jadraque, Hiendelaencina,... En el caso de Horcajuelo, en las épocas de mayor actividad, se llegaron a obtener casi cinco quilogramos de plata por cada tonelada de roca. En un diario minero de la época, llamado La Antorcha, en su edición del cuatro de febrero de 1857, se podía leer: “La mina San Francisco ha cortado un filón conteniendo plata agria, plata roja oscura y cloruros de plata, presentándose también la plata nativa”. Tras recorrer los restos de las viejas instalaciones, intenta el caminante entrar en la galería principal, pero las filtraciones causadas por los derrumbes de  las laderas la mantienen anegada.







Desde la mina, dos son las opciones para llegar a Horcajuelo: volver al cordel ganadero que baja de la majada, o seguir la vereda que el municipio tiene balizada para visitar el yacimiento. Y es por esta última por donde el caminante llega al arrabal de la población. Otra vez el camposanto y la ermita; otra vez el viejo muro y el maillo de dorados frutos. Dejada atrás la última imagen de Horcajuelo, sigue las claras marcas de un GR hasta llegar a la altura de Prádena, donde un acusado zopetero, encajonado entre dos muros, vuelve a poner al caminante en la orilla diestra del arroyo de la Garita. Una nueva pontana, calco exacto de la se sirvió a primera hora de la mañana, lo pasa al otro lado de la corriente donde, después de pasar la última cancela del día, un angosto caminillo entra en la localidad.





A los pies de la contundente robustez del campanario de la iglesia, la última rehabilitación ha puesto en valor una necrópolis de noventa y seis tumbas excavadas en la roca. Las inscripciones en lajas y estelas y, sobre todo, la vieja costumbre de poner una moneda junto al difunto, que le sirviese para pagar el tránsito entre la vida y la muerte, han servido para datar los enterramientos entre los siglos XII y XV. Ya del XVI, durante la misma rehabilitación, se hallaron los bien conservados restos de un horno y los moldes para la fabricación de campanas.



Resuelta la ruta…y la instructiva visita, vuelve el caminante al lugar donde la máquina infernal aguarda la hora del regreso. En las ondas, vuelven los mismos opinantes, ahora en emisoras diferentes, insistiendo en los mismos pareceres. Pero esta vez, seguramente gracias a la salvadora intercesión del santo de Silos, el caminante, ahíto de tanto ruidero, logra ahogar tanta [ir]reflexión bajo las pimpantes notas musicales de Radio Clásica.  

DOR