miércoles, 17 de febrero de 2016

FRESNOS, ENCINAS Y QUEJIGOS

Diciembre, con sus días breves, obliga al caminante a recurrir a trayectos que, por su cercanía a la Corte, quepan dentro de las escasas horas de luz. El martes de la tercera semana de diciembre, justo en el ecuador del mes, toma un tren de cercanías que, tras numerosas paradas, lo deja en el apeadero de San Yago, dentro del término municipal de Galapagar. El caminante, que es el único viajero que se apea, queda en el solitario andén mientras el tren se aleja con dirección a El Escorial. La salida natural del apeadero, coincidente con la que tiene marcada en el mapa, supone cruzar las vías y sufrir medio quilómetro de asfalto y civilización, hasta llegar al camino terrizo que corre sobre la Cañada Real Segoviana. Pero el caminante, que quiere dedicar el día no a sufrir sino a solazarse, dese el mismo andén, da un pequeño salto para entrar en una vasta dehesa.


 No sabe si el lugar que se abre ante sus ojos es una finca cerrada; desconoce si encontrará un infranqueable muro de piedra o una cancela candada, pero la insolente audacia que le presta el desconocimiento lo anima a continuar. Si no hubo complicaciones para entrar, espera, si las encuentra, solventarlas para salir. Entre añosos fresnos y algún ganado disperso, siempre sobre una verde pradera, se encamina hacia la cañada. Junto a la esperada cancela, una brecha en el muro de piedra, señal inequívoca de que no es el primero que hace el mismo recorrido, le permite la salida a la generosa amplitud de la cañada real.


Antes comenzar el suave descenso hasta el embalse de Valmayor, la recia Ermita del Cerrillo, antigua de San Bartolomé, hoy dedicada a Nuestra Señora de los Desamparados, se upa sobre un suave otero. Dejando atrás la ermita, siempre hacia el meridión, el caminante elige uno de los varios caminos que ocupan las noventa varas de la cañada. Tras cruzar la carretera que va hasta las nuevas urbanizaciones, que hoy se arriman al despoblado de Navalquejigo, el caminante llega al embalse de Valmayor.


La escasez de lluvias otoñales tiene al embalse a la mitad de su capacidad. Tan es así que, junto al moderno viaducto que, en la actualidad, cruza la lámina de agua, comienza a asomar la antigua carretera que salvaba la corriente de un Aulencia cantarín, en los tiempos en que, antes de la construcción del embalse, corría sin trabas a encontrarse con el Guadarrama. En ese punto el rumbo gira 180º, en dirección al embalse de Los Arroyos. Antes de llegar a la pared de la presa, en lo que, si hubiera agua, sería la otra orilla de la cola de Valmayor, el dorado follaje de un quejigo llama la atención del caminante. El bajo nivel del agua deja a la descubierta viejos caminos y rústicos puentes. Por uno de ellos llega el caminante, tras saltar un muro de piedra, hasta el quejigo que, encendido de colores otoñales, destaca entre el verde encinar.




Tras la visita, vuelve al camino inicial para cruzar sobre la pared de la presa. Una bandada de azulones levanta el vuelo ante la presencia del intruso. Entre la orilla del embalse y el musgoso muro que anteriormente saltó para acercarse al quejigo, el caminante progresa por un delicioso camino jalonado de verdes praderas, que no parecen acusar la falta de lluvias. Así, sin perder la traza del muro y la del arroyo Ladrón, tras el paso por una represa, hoy colmatada y sin uso aparente, la senda llega un pequeño embalse, partido en dos, cuyas negras aguas, como si de un lustroso espejo se tratase, reflejan el mirífico entorno. Tras recorrer las orillas, vuelve al camino que, en otro brusco giro, ahora se dirige hacia la línea férrea que el caminante abandonó a primera hora de la mañana.








Monumentales encinas, pajizos quejigos y verdes dehesas, adornan el camino carretero que discurre paralelo a la vía del tren. Tras pasar aquél por un paso elevado, y superado un campo de tiro con arco, la duda por traspasar una cancela metálica atenaza al caminante. Docenas de vacas, algunas más negras que la brocha de un peguero, miran al caminante con sospechoso interés. Sabedor que de encogidos se han escrito pocas cosas en la historia, el caminante se decide por pasar al otro lado de la cancela. Ahora, sin descuidar la atención de los movimientos de la vacada, el caminante avanza hacia poniente bajo la majestuosa vigilancia del Pico de Abantos.





Entre bolos graníticos y viejos fresnos, el camino serpea por varios de los descansaderos que jalonan la colada ganadera de Navalquejigo. Tras el de Puerta Hernando, cruza, de nuevo, la línea del ferrocarril y es entonces, aunque, por la cercanía de la civilización, parezca un contrasentido, cuando aparece la parte más bucólica de la jornada. El camino, que, en unos centenares de metros, había quedado constreñido entre endebles cercas de zarzo o recios muros de piedra, se abre sobre la inmensa dehesa que forman dos nuevos descansaderos: el del Cerro y el de las Navazuelas. A través de la fresneda, con la sola compañía del ganado que carea tranquilo sobre el extenso sestil, el caminante apura el último aliento de la gratificante jornada. A manderecha, amenazada por negras nubes, queda la redondeada y quieta silueta de Abantos. Al frente, con el caserío de El Escorial a tiro de piedra, siempre hacia el contraluz de poniente, aparece el inconfundible perfil de Las Machotas.














Contristado por tener que renunciar a las bondades del lugar, entra el caminante en la civilizada colonización a través de calles y avenidas de nuevo trazado, en las que se van orillando clónicas construcciones cuya impostada isometría contrasta, afortunadamente, con la variedad de formas que la naturaleza le ha ofrecido durante la jornada.

Cuando pasan once minutos de las cinco de la tarde, arranca un tren que, sin trasbordo alguno, llega hasta Aranjuez. No será por ganas de llegar hasta el final, pero el caminante, que considera que, con lo de hoy, ya ha cumplido, debe apearse a mitad de camino. Allí, en la Corte, las mismas escenas y tramoyas que dejó a primera hora de la mañana.

DOR


martes, 2 de febrero de 2016

LA PINOSILLA

El caminante mantiene la teoría de que la vida ciudadana nos vuelve hoscos, huraños, huidizos y hurones. Y sostiene, además, que todas esas imperfecciones se enmiendan con el simple hecho de pisar una senda montañera. Somos incapaces de intercambiar un simple saludo con personas con las que, con frecuencia, coincidimos en nuestro entorno diario y, por el contrario, saludamos, sin ningún tipo de problema, a cualquiera con el que nos encontramos a dos mil metros de altitud, aun sabiendo que, con toda seguridad, no lo volveremos a ver en lo que nos queda de existencia. Durante los escasos tres quilómetros del inicio de la ruta del día, en lo que es la parte más asequible del trazado, confirma su tesis intercambiando saludos con ciclistas, corredores y paseantes de corto recorrido. 

Han pasado dos días desde el inicio del último mes del año y, aunque solo hace algo más de una semana de la última salida, el caminante necesita escapar del entorno contaminado en que se encuentra la Corte. Vuelve a dar descanso a la máquina infernal y, con un desplazamiento de apenas sesenta minutos de autobús, llega a Guadarrama en un día que más parece de mayo que de diciembre.       
     
La civilización termina en el entorno de la rústica Fuente Corneja, en la que el agua mana por la metálica boca de un dragón mitológico. La asfaltada carretera pasa por debajo del viaducto de la N-6, hasta llegar hasta una depuradora del Canal que, para seguridad sanitaria, pone a punto para el consumo el agua que baja por la ladera oriental de la sierra. El caminante, que para asfalto ya tiene el de la Corte, en el lugar donde termina el cerramiento metálico de la depuradora, cambia la carreterilla por una senda que se adentra en la vegetación y que, tras unos centenares de metros, lo lleva hasta una de las paredes de la presa. Deja a la siniestra el vial que bordea el embalse y, hacia el norte, toma el camino terrizo que sube por la ladera del Cerro de la Viña. En un confuso cruce de caminos, coge la senda que avanza a contracorriente del Arroyo de la Jarosa. Es la llamada Senda del Agua, donde los restos de los viejos atanores dejan constancia de las antiguas conducciones de agua hasta la población de Guadarrama. Entre el pinar, llega a la pista asfaltada que baja de Tablada en el sitio de la Fuente del Horcajo. Abandonado el lugar, comienza una agobiante subida entre pinos y jaras. El caminante, que aprueba que la belleza tenga un precio, da por bien empleado el esfuerzo. En la ladera, a un kilómetro escaso de la cima de Cabeza Líjar, se encuentra la Pradera de La Pinosilla.







Entre verdes praderas, junto a una fuente -ahora seca a causa de la escasez de lluvias-, un grupo de colosales pinos albares se eleva hacia el cielo. De entre ellos, dos destacan por sus formidables dimensiones: veinticuatro metros de altura, entre tres y cuatro metros de perímetro y, como colofón a los impresionantes datos, cerca de doscientos cuarenta años de vida. Junto a la fuente, una senda comienza la subida hasta la siguiente curiosidad botánica de la jornada.




Escoltado por centenarios pinos, el caminante llega a los restos de un conjunto de posiciones defensivas de la guerra civil. Nidos de ametralladora, parapetos y otras construcciones militares disputan el lugar a un grupo de unos ciento cincuenta álamos temblones que, inexplicablemente, crecen en aquel entorno de pinos, y que dan nombre al risco: Cerro de los Álamos Blancos. Entre los álamos, ahora desnudos, el caminante recorre lo que queda de aquellas posiciones del ejército republicano. Tras la minuciosa inspección del lugar, entre bolos graníticos, sin camino definido, el caminante comienza el descenso por la ladera meridional, con dirección a una pista que se dibuja en el fondo del barranco. Sobre una mullida alfombra de pinocha, sorteando los troncos del sombrío pinar, llega a la cerrada curva en la que un puentecillo salva el arroyo que baja del Collado de la Mina. Desde allí, en un entorno donde la humedad de los barrancos facilita el crecimiento de vistosos acebos, cualquiera de las variadas opciones, que se orientan hacia el saliente, es válida para llegar hasta la cola del embalse.








El de La Jarosa, es un pequeño embalse, con apariencia de lago entre montañas, que tiene la peculiaridad de que sus aguas son retenidas por dos presas diferentes. Bajo sus aguas quedaron los restos de la Herrería del Berrueco, una antigua aldea, abandonada dos siglos antes de la construcción del embalse, y de la que todavía queda a la vista la espadaña de la ermita de San Macario. Por uno de los incontables portillos para pescadores que jalonan la cerca metálica, entra en los arenosos ribazos que rodean la lámina del agua. Cormoranes, garzas reales, gaviotas, patos y otras especies acuáticas, que el caminante lamenta no conocer, ante la presencia del intruso, levantan el vuelo desde la orilla buscando la protección de la parte central del embalse. Es la hora de comer y, en tan mirífico entorno, sobre un grupo de rocas junto a la orilla, el caminante termina con las provisiones. Tras el descanso, bajo el gigantesco viaducto de la A-6, de nuevo la carreterilla asfaltada que lleva hasta las primeras urbanizaciones.







Con la puntualidad de un reloj suizo, y la eficacia de una maquinaria alemana (antes de que les diera por el trucaje informático de los motores diesel), el autobús sale de Guadarrama con dirección a la Corte. Con el horizonte oscurecido por la amenazante mancha negra que, para desgracia de los madrileños, lleva demasiadas semanas sobre la línea de edificios, el caminante, que con nostalgia evoca los pinos centenarios, los álamos temblones y el colorido contraste entre hojas y drupas de los acebos, tentado está de pedir al conductor la vuelta hacia las verdes praderas de La Pinosilla.        

DOR