martes, 2 de febrero de 2016

LA PINOSILLA

El caminante mantiene la teoría de que la vida ciudadana nos vuelve hoscos, huraños, huidizos y hurones. Y sostiene, además, que todas esas imperfecciones se enmiendan con el simple hecho de pisar una senda montañera. Somos incapaces de intercambiar un simple saludo con personas con las que, con frecuencia, coincidimos en nuestro entorno diario y, por el contrario, saludamos, sin ningún tipo de problema, a cualquiera con el que nos encontramos a dos mil metros de altitud, aun sabiendo que, con toda seguridad, no lo volveremos a ver en lo que nos queda de existencia. Durante los escasos tres quilómetros del inicio de la ruta del día, en lo que es la parte más asequible del trazado, confirma su tesis intercambiando saludos con ciclistas, corredores y paseantes de corto recorrido. 

Han pasado dos días desde el inicio del último mes del año y, aunque solo hace algo más de una semana de la última salida, el caminante necesita escapar del entorno contaminado en que se encuentra la Corte. Vuelve a dar descanso a la máquina infernal y, con un desplazamiento de apenas sesenta minutos de autobús, llega a Guadarrama en un día que más parece de mayo que de diciembre.       
     
La civilización termina en el entorno de la rústica Fuente Corneja, en la que el agua mana por la metálica boca de un dragón mitológico. La asfaltada carretera pasa por debajo del viaducto de la N-6, hasta llegar hasta una depuradora del Canal que, para seguridad sanitaria, pone a punto para el consumo el agua que baja por la ladera oriental de la sierra. El caminante, que para asfalto ya tiene el de la Corte, en el lugar donde termina el cerramiento metálico de la depuradora, cambia la carreterilla por una senda que se adentra en la vegetación y que, tras unos centenares de metros, lo lleva hasta una de las paredes de la presa. Deja a la siniestra el vial que bordea el embalse y, hacia el norte, toma el camino terrizo que sube por la ladera del Cerro de la Viña. En un confuso cruce de caminos, coge la senda que avanza a contracorriente del Arroyo de la Jarosa. Es la llamada Senda del Agua, donde los restos de los viejos atanores dejan constancia de las antiguas conducciones de agua hasta la población de Guadarrama. Entre el pinar, llega a la pista asfaltada que baja de Tablada en el sitio de la Fuente del Horcajo. Abandonado el lugar, comienza una agobiante subida entre pinos y jaras. El caminante, que aprueba que la belleza tenga un precio, da por bien empleado el esfuerzo. En la ladera, a un kilómetro escaso de la cima de Cabeza Líjar, se encuentra la Pradera de La Pinosilla.







Entre verdes praderas, junto a una fuente -ahora seca a causa de la escasez de lluvias-, un grupo de colosales pinos albares se eleva hacia el cielo. De entre ellos, dos destacan por sus formidables dimensiones: veinticuatro metros de altura, entre tres y cuatro metros de perímetro y, como colofón a los impresionantes datos, cerca de doscientos cuarenta años de vida. Junto a la fuente, una senda comienza la subida hasta la siguiente curiosidad botánica de la jornada.




Escoltado por centenarios pinos, el caminante llega a los restos de un conjunto de posiciones defensivas de la guerra civil. Nidos de ametralladora, parapetos y otras construcciones militares disputan el lugar a un grupo de unos ciento cincuenta álamos temblones que, inexplicablemente, crecen en aquel entorno de pinos, y que dan nombre al risco: Cerro de los Álamos Blancos. Entre los álamos, ahora desnudos, el caminante recorre lo que queda de aquellas posiciones del ejército republicano. Tras la minuciosa inspección del lugar, entre bolos graníticos, sin camino definido, el caminante comienza el descenso por la ladera meridional, con dirección a una pista que se dibuja en el fondo del barranco. Sobre una mullida alfombra de pinocha, sorteando los troncos del sombrío pinar, llega a la cerrada curva en la que un puentecillo salva el arroyo que baja del Collado de la Mina. Desde allí, en un entorno donde la humedad de los barrancos facilita el crecimiento de vistosos acebos, cualquiera de las variadas opciones, que se orientan hacia el saliente, es válida para llegar hasta la cola del embalse.








El de La Jarosa, es un pequeño embalse, con apariencia de lago entre montañas, que tiene la peculiaridad de que sus aguas son retenidas por dos presas diferentes. Bajo sus aguas quedaron los restos de la Herrería del Berrueco, una antigua aldea, abandonada dos siglos antes de la construcción del embalse, y de la que todavía queda a la vista la espadaña de la ermita de San Macario. Por uno de los incontables portillos para pescadores que jalonan la cerca metálica, entra en los arenosos ribazos que rodean la lámina del agua. Cormoranes, garzas reales, gaviotas, patos y otras especies acuáticas, que el caminante lamenta no conocer, ante la presencia del intruso, levantan el vuelo desde la orilla buscando la protección de la parte central del embalse. Es la hora de comer y, en tan mirífico entorno, sobre un grupo de rocas junto a la orilla, el caminante termina con las provisiones. Tras el descanso, bajo el gigantesco viaducto de la A-6, de nuevo la carreterilla asfaltada que lleva hasta las primeras urbanizaciones.







Con la puntualidad de un reloj suizo, y la eficacia de una maquinaria alemana (antes de que les diera por el trucaje informático de los motores diesel), el autobús sale de Guadarrama con dirección a la Corte. Con el horizonte oscurecido por la amenazante mancha negra que, para desgracia de los madrileños, lleva demasiadas semanas sobre la línea de edificios, el caminante, que con nostalgia evoca los pinos centenarios, los álamos temblones y el colorido contraste entre hojas y drupas de los acebos, tentado está de pedir al conductor la vuelta hacia las verdes praderas de La Pinosilla.        

DOR

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