El caminante mantiene la teoría de que la vida
ciudadana nos vuelve hoscos, huraños, huidizos y hurones. Y sostiene, además,
que todas esas imperfecciones se enmiendan con el simple hecho de pisar una
senda montañera. Somos incapaces de intercambiar un simple saludo con personas
con las que, con frecuencia, coincidimos en nuestro entorno diario y, por el
contrario, saludamos, sin ningún tipo de problema, a cualquiera con el que nos
encontramos a dos mil metros de altitud, aun sabiendo que, con toda seguridad,
no lo volveremos a ver en lo que nos queda de existencia. Durante los escasos
tres quilómetros del inicio de la ruta del día, en lo que es la parte más
asequible del trazado, confirma su tesis intercambiando saludos con ciclistas,
corredores y paseantes de corto recorrido.
Han pasado dos días desde el inicio del último
mes del año y, aunque solo hace algo más de una semana de la última salida, el
caminante necesita escapar del entorno contaminado en que se encuentra la
Corte. Vuelve a dar descanso a la máquina infernal y, con un desplazamiento de
apenas sesenta minutos de autobús, llega a Guadarrama en un día que más parece
de mayo que de diciembre.
La civilización termina en el entorno de la
rústica Fuente Corneja, en la que el agua mana por la metálica boca de un dragón
mitológico. La asfaltada carretera pasa por debajo del viaducto de la N-6,
hasta llegar hasta una depuradora del Canal que, para seguridad sanitaria, pone
a punto para el consumo el agua que baja por la ladera oriental de la sierra.
El caminante, que para asfalto ya tiene el de la Corte, en el lugar donde
termina el cerramiento metálico de la depuradora, cambia la carreterilla por
una senda que se adentra en la vegetación y que, tras unos centenares de metros,
lo lleva hasta una de las paredes de la presa. Deja a la siniestra el vial que
bordea el embalse y, hacia el norte, toma el camino terrizo que sube por la
ladera del Cerro de la Viña. En un confuso cruce de caminos, coge la senda que
avanza a contracorriente del Arroyo de la Jarosa. Es la llamada Senda del Agua,
donde los restos de los viejos atanores dejan constancia de las antiguas
conducciones de agua hasta la población de Guadarrama. Entre el pinar, llega a
la pista asfaltada que baja de Tablada en el sitio de la Fuente del Horcajo.
Abandonado el lugar, comienza una agobiante subida entre pinos y jaras. El
caminante, que aprueba que la belleza tenga un precio, da por bien empleado el
esfuerzo. En la ladera, a un kilómetro escaso de la cima de Cabeza Líjar, se
encuentra la Pradera de La Pinosilla.
Entre verdes praderas, junto a una fuente -ahora
seca a causa de la escasez de lluvias-, un grupo de colosales pinos albares se
eleva hacia el cielo. De entre ellos, dos destacan por sus formidables
dimensiones: veinticuatro metros de altura, entre tres y cuatro metros de
perímetro y, como colofón a los impresionantes datos, cerca de doscientos
cuarenta años de vida. Junto a la fuente, una senda comienza la subida hasta la
siguiente curiosidad botánica de la jornada.
Escoltado por centenarios pinos, el caminante
llega a los restos de un conjunto de posiciones defensivas de la guerra civil.
Nidos de ametralladora, parapetos y otras construcciones militares disputan el
lugar a un grupo de unos ciento cincuenta álamos temblones que,
inexplicablemente, crecen en aquel entorno de pinos, y que dan nombre al risco:
Cerro de los Álamos Blancos. Entre los álamos, ahora desnudos, el caminante
recorre lo que queda de aquellas posiciones del ejército republicano. Tras la
minuciosa inspección del lugar, entre bolos graníticos, sin camino definido, el
caminante comienza el descenso por la ladera meridional, con dirección a una
pista que se dibuja en el fondo del barranco. Sobre una mullida alfombra de
pinocha, sorteando los troncos del sombrío pinar, llega a la cerrada curva en
la que un puentecillo salva el arroyo que baja del Collado de la Mina. Desde
allí, en un entorno donde la humedad de los barrancos facilita el crecimiento
de vistosos acebos, cualquiera de las variadas opciones, que se orientan hacia
el saliente, es válida para llegar hasta la cola del embalse.
El de La Jarosa, es un pequeño embalse, con
apariencia de lago entre montañas, que tiene la peculiaridad de que sus aguas
son retenidas por dos presas diferentes. Bajo sus aguas quedaron los restos de
la Herrería del Berrueco, una antigua aldea, abandonada dos siglos antes de la
construcción del embalse, y de la que todavía queda a la vista la espadaña de
la ermita de San Macario. Por uno de los incontables portillos para pescadores
que jalonan la cerca metálica, entra en los arenosos ribazos que rodean la
lámina del agua. Cormoranes, garzas reales, gaviotas, patos y otras especies
acuáticas, que el caminante lamenta no conocer, ante la presencia del intruso,
levantan el vuelo desde la orilla buscando la protección de la parte central
del embalse. Es la hora de comer y, en tan mirífico entorno, sobre un grupo de
rocas junto a la orilla, el caminante termina con las provisiones. Tras el
descanso, bajo el gigantesco viaducto de la A-6, de nuevo la carreterilla
asfaltada que lleva hasta las primeras urbanizaciones.
Con la puntualidad de un reloj suizo, y la
eficacia de una maquinaria alemana (antes de que les diera por el trucaje
informático de los motores diesel), el autobús sale de Guadarrama con dirección
a la Corte. Con el horizonte oscurecido por la amenazante mancha negra que,
para desgracia de los madrileños, lleva demasiadas semanas sobre la línea de
edificios, el caminante, que con nostalgia evoca los pinos centenarios, los
álamos temblones y el colorido contraste entre hojas y drupas de los acebos, tentado
está de pedir al conductor la vuelta hacia las verdes praderas de La Pinosilla.
DOR
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