domingo, 30 de diciembre de 2012

CAMINANDO POR EL SILÚRICO


A comienzos de los años cuarenta del siglo pasado, el gobernador civil de Madrid, Carlos Ruiz García, cambió –imagino que con la anuencia de la vecindad-  el topónimo de Puebla de la Mujer Muerta, que ya aparecía en el Libro de la Montería (S.XIV), por el menos fúnebre, pero más trivial, de Puebla de la Sierra. Lo que no pudo mudar el gobernador  fue el paisaje que dio origen al antiguo nombre de la población. Desde los verdes pastos del Collado de la Tiesa, cuando el caminante orienta su mirada hacia el Levante, se vislumbra la clara figura de una mujer yacente, formada por el Alto del Porrejón, y los picos de La Tornera y La Centenera.

El sábado 22 de diciembre, con el amanecer madrileño silenciado bajo la espesa niebla, me puse en camino hacia la injustamente ignorada Sierra del Rincón. Las emisoras de radio, que se afanaban en el comienzo de la retrasmisión del sorteo de la lotería, fueron la monótona compaña en el inicial trayecto por una M-40 oscurecida por los recortes presupuestarios. La insistente niebla me acompañó hasta La Cabrera. Al pasar por Buitrago del Lozoya, ya con la perspectiva de un día luminoso, la humedad del río puso la temperatura en negativo. A causa de lo que los técnicos llaman inversión térmica, la temperatura iba subiendo según aumentaba la altitud; cuando, pasadas las nueve, llegué al Puerto de la Puebla, el termómetro marcaba cinco grados.

La ruta programada era hacia el este, pero decidí acercarme, con dirección hacia el mediodía, hasta las faldas de la Peña de la Cabra. El objeto no era otro que el de admirar el níveo mar de nubes que sepultaba la llanura madrileña. De aquel piélago nuboso emergía, con inusitada fuerza, la línea montañosa formada por La Najarra, Cabezas de Hierro, Valdemartín, y la uniforme cuerda de los Montes Carpetanos. Y sobre todos ellos la blanca mole de Peñalara. Sin duda mereció la pena perder una hora.

De vuelta, antes de llegar al punto de inicio de la ruta marcada, crucé saludos con dos senderistas. Fue la única representación racional de todo el recorrido. Por una marcada senda, comencé una suave subida que, de forma muelle, me puso, en un santiamén, en el Alto del Porrejón. Sobre la plataforma del vértice geodésico, intenté poner nombre a todo lo que el horizonte me ofrecía. Girando alrededor del cipo en el sentido de las agujas de reloj, llené mis sentidos de magnificas sensaciones: al Oeste la majestuosa línea montañosa de la Sierra de Guadarrama; al Norte, separados por el valle del impúber Jarama, las poblaciones de La Hiruela (Madrid) y El Cardoso de la Sierra (Guadalajara); más allá, arrancando del Puerto de Somosierra, la Sierra de Ayllón; hacia el Noreste la inconfundible silueta del Ocejón; en dirección este las ya mencionadas cumbres de La Tornera y La Centenera, por cuyas cimas discurre la raya entre Madrid y Guadalajara. Y hacia el Sur el cerrado valle de La Puebla, con las humeantes chimeneas de su caserío, y con la única puerta abierta del río del mismo nombre el cual, dos leguas más abajo, confunde sus aguas con las del Riato, antes de llegar hasta el Lozoya.

Según los geólogos, los riscos sobre los que me encontraba se formaron en el período Silúrico de la era Paleozoica, hace la friolera de 440 millones de años. La aproximación de los continentes europeo y americano originó un plegamiento del fondo marino, que causó un fuerte levantamiento vertical. Luego aquellos inmensos verdugones de lajas verticales, que se perdían en el horizonte, tenían su origen en aquella lejana época. En Peña Hierro, aquellas formaciones rocosas resultaban tan armoniosas, que  parecían haber sido colocadas por algún antediluviano jayán.

En el trivio del Collado de las Palomas, abandoné la senda y, girando 180 grados, seguí un cómodo camino carretero que, en algo más de una hora, me llevó hasta el Collado Salinero. Resguardado del viento, y con la vista en el mar de nubes que avanzaba hasta Montejo de la Sierra, dí buena cuenta de la comida. Al reanudar el camino, cuando llegué a la carretera, la eterna duda: caminar por el asfalto durante dos eternos kilómetros, o buscar la escondida senda que el mapa marcaba. Por supuesto, decidí no ir por la carretera. Por debajo de ésta, con dificultad, avancé entre la vegetación siguiendo las huellas del ganado. Al llegar a un regato, las zarzas me impidieron el paso; subí a la carretera, la crucé y, ya por el pinar, logré encontrar la senda que, casi olvidada por el poco uso, me llevó hasta el puerto. Cuando bajé a Prádena del Rincón, la niebla seguía siendo la dueña de todo, y con ella entré en Madrid.

DOR

jueves, 27 de diciembre de 2012

CON EL BOLO COLGANDO


Después de más de treinta años de inmersión lingüística en la comarca de La Sagra toledana, he constatado que una sola palabra, dependiendo de su uso y entonación, puede tener, y de hecho así es, variopintos significados. El lector – habilidoso en la comprensión – ya habrá colegido que la palabra a la que me refiero es bolo. De origen incierto y significado amplio, este corto, sonoro y rotundo vocablo forma parte del sentir de los toledanos, y la medida y compás en su  utilización indicará el grado de serenidad o irritación del que lo utiliza. Decir que se utiliza como expresión coloquial, de igual forma que picha (Andalucía) o maño (Aragón).

Varias son las leyendas –y de tal forma debemos considerarlas- que se disputan el origen del vocablo. Por orden cronológico, las más conocidas son:

-          La abjuración del arrianismo por el rey visigodo Recaredo y su conversión al catolicismo, hacia el 589, en el III Concilio de Toledo. Durante el juramento, Leandro de Sevilla preguntó:"¿Queréis abrazar la verdadera fe católica?" El rey, durante su juramento, dijo: "Ergo, volo..." (Por tanto, quiero...) 
-          El arzobispo de Toledo, Egidio Álvarez de Albornoz y Luna, funda, en el año 1364, en la ciudad italiana de Bolonia, el  Colegio Mayor de San Clemente de los Españoles. Pasó a llamarse Real el seis de enero de 1530, cuando Carlos I de España - pocos días antes de ser coronado Emperador - le otorgó protección regia, para mayor garantía del cumplimiento de los fines fundacionales. Hoy, la fundación es el único de los colegios universitarios medievales que subsiste en la Europa continental. Desde su fundación, muchos fueron los españoles que, becados por el Colegio, se doctoraban en la Universidad de Bolonia, y una de sus señas de identidad era estar orgullosos del nombre por el que eran conocidos: los bolonios. A los toledanos que regresaban con el doctorado terminado, imagino que por aquello de la degeneración del lenguaje, les llamaban bolos.
-          Bien conocida es la fama del acero toledano; su excelente temple fue conocido en todo el mundo. Pero la industria armera de Toledo se surtía de aceros que suministraban las acerías vascas. El material en bruto consistía en unas bolas de acero al carbono que en la jerga siderúrgica se denominaban bolos. Tantos eran los envíos a la Fábrica de Armas, que los vascos se referían a Toledo como la provincia de los bolos. 

Los significados son diversos, dependiendo de la formalidad de la conversación y de su entonación. Aunque el DRAE, en su novena acepción, lo considera nombre común masculino, la realidad toledana nos dice que es un nombre ambiguo, o sea, se emplea de igual forma para el masculino que para el femenino. He aquí algunos de sus usos:

-          Para el DRAE es un hombre ignorante y de escasa habilidad, y con ese significado también se utiliza en Toledo. Además recoge un significado de origen filipino: Cuchillo grande, de hoja larga, empleado como arma, para cortar ramas o como instrumento de labranza. Este bolo filipino vendría a explicar uno de los significados del título de este escrito. Parece que, durante la guerra de Filipinas, las tropas españolas utilizaron este machete. Llevarlo al cinto sería “andar con el bolo colgando”. Pero para un toledano, la expresión: Tú ándate con el bolo colgando, significa no descuidarse para evitar posteriores problemas.
-          Cuando, en una conversación, tu escuchante te suelta: ¡Anda bolo! o ¡No jodas, bolo!, da por sentado que no da crédito a lo que estas diciendo.
-          Aunque parezca un contrasentido, si la tontuna de alguien es de categoría, sin remedio, dirán: Ésa - o ése- es medio bolo.
-           Si alguien dice: ¡Es mu bolo!, está significando un sentido de ingenuidad o candidez de la persona aludida.
-          En una conversación de dos personas amigas, si una de ellas quiere reprender cariñosamente a la otra, simplemente le dirá: ¡¡Bolito!!  Y ya, en el colmo de la rechifla, le espetará: ¡Anda, bolis…!
-      Cuando un toledano, en una tertulia, se quiere referir a la necedad supina de un ausente, sentenciará: ¿Quién?, ese es más bolo que tres pegaos.

No debemos olvidarnos de su connotación sexual. Es evidente que también se refiere al órgano sexual masculino. De hecho la expresión: ¡Tócate el bolo! tiene el mismo significado que ¡Tócate los cojones!  Y si alguien quiere dar a entender que con buenos medios se consiguen excelentes fines, un toledano, con rotundidad, dirá: ¡Con buen bolo, bien se jode!
     
DOR

jueves, 20 de diciembre de 2012

UN BARBA EN EL ESCENARIO


Los que gusten del teatro clásico, sabrán que un barba es ese personaje que permanece callado durante toda la función, embutido en su traje de época. No debemos confundirlo con el figurante o comparsa, pues éste, aunque no hable, puede moverse por el escenario. El barba no; permanece estático bajo la diabla, con la mirada fija en un punto inconcreto. No habla, pero oye. No tiene parlamento, pero, a fuerza de escucharlos, se sabe al dedillo el de todos los personajes de la obra. Después de varias representaciones, sabe cuando un actor ha equivocado su diálogo, o cuando ha metido una morcilla por causa de un olvido momentáneo en su monólogo. Pero no dice nada, sólo calla, otorga, sufre, y pide que, para el buen fin de la representación, aquellos errores no vuelvan a producirse.          

DOR.

jueves, 13 de diciembre de 2012

NEGRA JORNADA EN LA TEJERA NEGRA


Mi insistente obstinación en los asuntos montunos, me ha proporcionado grandes satisfacciones, pero también algunas situaciones que no me atrevería a considerar como peligrosas, sino… especiales. Son esas en las que, durante unos momentos, pierdes el control de las mismas. Son tantas las ideas que fluyen a tu mente, que tardas en ordenarlas y en elegir la más adecuada para la resolución del problema. Durante esos interminables minutos notas una intensa sacudida emocional, o sea, lo que los biólogos califican como una descarga de adrenalina. Solamente te haces con el control de la adversa situación, cuando realmente te das cuenta que nadie te puede ayudar, que estás solo ante la naturaleza y que no debes enfrentarte a ella, sino amoldarte a las circunstancias que, en aquel momento, te está presentando.

Fue el 11 de noviembre de 2010, cuando tuve que abortar mi primer intento de contemplar el Hayedo de la Tejera Negra, desde los 2045 metros de La Buitrera. Entones, cuando coroné el Collado de las Cabras, la nieve y, sobre todo, la cerrada niebla me hicieron desistir. La desilusión guió mis pasos por el mismo camino que utilicé en la subida; me conformé con hacer el familiar circuito del hayal, y regresé a Madrid. Desde el puente que salva el río Lillas, miré hacia occidente. Allí, con el cielo ya despejado, se encontraba mi frustración. En ese momento decidí que volvería. Justo dos años más tarde, el 12 de noviembre, después de comprobar la predicción meteorológica de la zona, decidí insistir en la porfía.


Era lunes, lo que me aseguraba evitar inconvenientes para llegar al pequeño aparcamiento del hayedo. Al pasar por la caseta del control de visitantes, justo donde arranca la pista terriza que va a Majaelrayo, aminoré la marcha, y observé que todo se encontraba cerrado. Allí realicé la última llamada a mi familia; sabía que después sería imposible. Cuando llegué al aparcamiento, un fotógrafo, que había sido más madrugador, dejaba su coche y se alejaba por la margen derecha del río Lillas.

Levanté la vista hasta el punto más alto; vi la cuerda despejada, pero noté que un fuerte viento movía en demasía las bermejas hojas de las hayas. Si era notorio en las vaguadas, en las alturas podía multiplicar su fuerza, lo que significaba que las circunstancias meteorológicas podían alterarse. Para evitar mojar las botas, busqué el lugar más manero para cruzar el pedregoso cauce del río, pero el caudal me obligó a improvisar un pasadero con algunas lajas de pizarra. Ya en el otro lado, descarté el camino que, por el Barranco de las Víboras, serpentea hasta el cordal, y que había utilizado en el intento anterior. Ahora, para ganar tiempo, opté por la pina senda que sube hasta el Collado Cimero. El abajadero me hizo parar en un par de ocasiones para sosegar el resuello. Cuando llegué a la divisoria un helador bóreas subía por la ladera segoviana. La cellisca había sido dueña de la noche, y los matojos y los escasos pinos silvestres presentaban, a la vez, un aspecto albo y sombrío. La sensación térmica, comparada con la de la orilla del río, al menos bajó una decena de grados. El frío y el viento me obligaron a utilizar las gafas de sol y toda la ropa de abrigo que llevaba. Cuando la senda superó la cota de los 1800 metros, el viento comenzó a concentrar una cenicienta y amenazadora masa de nubes. Estaba claro que se iba a repetir la situación del año anterior, pero yo, después de unos momentos confusos, ya tenía tomada la decisión de seguir adelante.

Durante el ascenso, las nubes se iban cerrando sobre mi cabeza. De entre ellas, como una aparición, surgió la figura de un caminante, que llevaba la dirección contraria a la mía. Parados sobre un mar de enebros rastreros, durante unos segundos tuvimos que ejercitar los músculos de la cara para poder hablar; era tal el frío que ninguno de los dos podíamos articular palabra. Superado el brete pudimos intercambiar información sobre el camino realizado. Quedó claro que él se dirigía hacia el resguardo de los barrancos, y yo hacia la exposición ventosa de las cumbres.

En algunos tramos de la evidente senda de esquistos, resbaladizos a causa de la escarcha, tuve que extremar la precaución. Cuando llegué al vértice geodésico de La Buitrera, la visión no alcanzaba más allá de una decena de metros. Otra vez me encontraba vencido por aquel ríspido entorno. Cuando llegué al lugar en el que tenía que desviarme hacia el oriente, la trocha desapareció sobre las rocas. Sin camino definido descendí un centenar de metros, pero fue imposible; en aquellas condiciones, bajar hacia lo desconocido era un peligro innegable. Remonté hasta el Collado del Cervunal y, con la ayuda del mapa, me replanteé la situación. Sin visión de conjunto era imposible tomar una decisión. Opté por continuar en la senda que hasta entonces traía, y que descendía por el cordal con dirección mediodía. Tras una hora de camino, salí del nivel de las nubes, y el perdido horizonte apareció ante mí. El conocido paisaje del Puerto de la Quesera y el hayedo de Riofrío de Riaza, aparecieron hacia el oeste. Unas lagunillas escasas de agua, y la consulta al mapa me ratificaron mi posición. Tenía que tomar la dirección contraria, pero no existía camino concreto. Había dejado muy atrás el sendero previsto en la ruta, lo que me obligaba, por medio de la brújula, a intentar una alternativa desconocida. Era la hora de comer, pero no quería perder tiempo; si perdía la luz, la situación podía ser ciertamente comprometida.


 Por la orilla de un arroyuelo, que según el mapa me llevaría hasta el arroyo de La Zarza, descendí entre un bosque de centenarias hayas. Sin camino definido, las hojas y las ramas caídas me hicieron extremar la precaución para evitar caer al agua. Los repentinos encajonamientos de la corriente, me obligaron a enriscarme en varias ocasiones, hasta llegar al primer destino de aquel imprevisto raid. Cuando llegaba al arroyo de La Zarza, me pareció distinguir un punto rojo en uno de los troncos de su orilla. Cuando me acerqué, comprobé que era cierto; siguiendo la corriente, alguien había marcado una ruta. Aunque me alejaba del lugar donde tenía el coche, aquellas señales marcaban un camino libre de vegetación, lo que me permitía avanzar sin contratiempos. La senda me obligó a vadear el arroyo en más de una decena de ocasiones, y en alguna de ellas las botas acabaron empapadas. Harto de cruzar la corriente, decidí atrochar entre las jaras, siguiendo las confusas querencias de los animales, hasta que la luz desapareció. En ese momento, aunque pueda parecer extraño, me encontraba más tranquilo que un par de horas antes. Saqué la linterna de la mochila y volví a mirar el mapa. Después de diez minutos me dí cuenta de que no llevaba el bastón; lo había dejado olvidado en el lugar donde saqué la linterna. En la oscuridad intenté encontrar el lugar del descuido, pero fue imposible; allí quedó, clavado en la tierra, como testigo de un día aciago. Por un momento pensé que tendría que dormir bajo el calor de una parva de hojas. En ese momento pensé en la preocupación de mi familia. Volví a consultar el mapa y la brújula. Frente a mí, a unos quinientos metros, en dirección norte, el mapa indicaba un camino carretero que, por el excesivo coste de dar un rodeo de doce kilómetros y tres horas de marcha, me podía llevar hasta el aparcamiento. Pospuse la decisión hasta que estuve en el carril. Tras la oscuridad del hayedo, cuando llegué al diáfano camino, y la menguante luna apareció entre las nubes, me pareció que era de día. Tras enfocar la linterna hacia la fragosidad de los costados, decidí que, aunque más largo, aquel camino era lo más seguro. En previsión de incidencias posteriores, y para evitar el gasto innecesario, apagué la linterna, y comencé a andar. En el silencio de la noche, escuchaba con claridad el rumor de la corriente del cercano río de La Hoz. Cuando el camino giró hacía el septentrión, perdí el contacto sonoro de la corriente; miré el mapa y encontré la explicación: el río, en ese punto, giraba hacia el sur en busca del Sorbe. A manderecha, sobre los cerros, la contaminación lumínica de Cantalojas me dio cierto ánimo; me detuve un momento para mirar las estrellas.

Cuando llegué al coche era las nueve de la noche. El teléfono seguía muerto, y el pensamiento volvió a llevarme a la preocupación de mi familia. Al igual que por la mañana, volví a mirar hacia la divisoria, ahora tenebrosa, y dos sensaciones opuestas me vinieron a las mientes. Por un lado la satisfacción de haber solventado, con bien, aquella inextricable situación; por otro la frustración de no haber completado el guión que me había propuesto. Cuando entré en el coche sentí frío; el termómetro del coche indicaba un grado bajo cero, y comencé a sentir la humedad en los pies. Puse la calefacción al máximo, y comencé la lenta subida a Cantalojas. Cuando llegué a la altura del control de visitantes, el teléfono cobró vida y, desde mi casa, entró una llamada tranquilizadora. Llevaba más de diez horas sin comer y, aunque llevaba toda la comida en la mochila, me apetecía tomar algo caliente. En el hostal El Hayedo, una pareja cenaba en una de las mesas, y otro parroquiano tecleaba un ordenador portátil junto a la estufa. Un abundante y exquisito plato de boletus edulis, un café, y un dulce de chocolate calmaron mi necesidad. Faltaban unos minutos para las diez de la noche, cuando puse rumbo a Madrid. Durante el trayecto de vuelta, al repasar mentalmente las vicisitudes de la jornada, la machacona idea de volver imperaba sobre todo lo demás.
                                                                                                                           
DOR
12.11.2012

SEGÓBRIGA PUEDE ESPERAR


CRÓNICA ATÍPICA DE UN PERIPLO VALENTINO

Aunque para algunos se asemejen a trastos viejos que conviene amontonar en los camaranchones del recuerdo, las leyendas y tradiciones, también, conforman el acervo cultural de los pueblos. Al no conservarlas, se corre el riesgo de que sea otro el que las reescriba, o te imponga otras que no tengan nada ver con tus raíces. En busca de algunas de ellas – algunas inesperadas-, y de varias cosas más, salimos, con la puntualidad de un reloj helvecio y la animadversión de las previsiones meteorológicas, hacia el antiguo reino de Valencia.

La inoportuna lluvia trastocó la primera parte del guión; el barro hizo imposible la visita a los restos de la ciudad romana de Segóbriga. Al pasar por Saelices, con su caserío recortado sobre la ladera, miré a manderecha, en dirección austral, con la ilusión de columbrar el lugar donde se encuentran las ruinas. Fue en vano, la persistente neblina, y la distancia ahogaron mi deseo. Otra vez será; si han aguantado allí dos mil años, espero que perseveren otros tantos,… por lo menos. Pero existía un plan B. La organización - ¡vaya pareja!-, haciendo caso de la antigua conseja: “Ratón que sólo conoce un agujero, se lo come el gato”, mudaron la prístina visita, por otra, no menos interesante, que homenajeaba a Baco, dios romano del vino y del banquete.

Hubo que llegar hasta Requena, para, en el paraje que llaman El Derramador, recibir la didáctica explicación del enólogo (sic) de la bodega Torre Oria. En un amplio salón del antiguo palacio atendimos a las explicaciones sobre la elaboración, posiciones de las botellas, degüelle tradicional, degüelle en frío, tiempos de fermentación, etc. Teniendo en cuenta los once kilos de presión que contienen cada una de aquellas botellas, y la advertencia del posible estallido de las mismas, los juegos malabares realizados para mostrarnos, a la luz de la lámpara, la turbidez o trasparencia de cada una de las fases de la fermentación, llegaron a poner jindama en mi ánimo. Empero todo terminó con buen fin,…y con una copa de cava.
 
Tras la contundente comida de Utiel, el autocar nos puso en un santiamén en el lugar de la siguiente visita, y punto donde pernoctaríamos las dos noches siguientes: El Puig de Santa María. En esta tranquila población encontraríamos las dos primeras leyendas de nuestro viaje: la del descubrimiento de la imagen de la virgen en el cerro donde se encuentra el monasterio, y la no menos curiosa del caballo zahorí de Jaime I en la montaña de La Patá. Como ambas fueron comprensiblemente descritas por Blanca Agut- guía del monasterio-, y por Lola Labrador-compañera de viaje-, procedo, para recordatorio del lector, a reseñarlas brevemente. La primera hace referencia al descubrimiento, un año antes de la conquista de Valencia, de una imagen de Santa María de los Ángeles tallada en piedra. El hallazgo se atribuye a Pedro Nolasco –mercedario, y por ende redimidor de cautivos-, que encontró la imagen bajo una campana, después de haber visto caer, sobre el mismo lugar, siete estrellas durante siete días seguidos. La segunda alude a la terquedad del caballo del rey, que, en uno de los cerros de El Puig, piafó con insistencia hasta que manó un hilo de agua. Estas leyendas de caballos intuitivos son frecuentes durante la Reconquista; el que haya visitado Toledo, recordará el albo adoquín, situado frente a la mezquita del Cristo de la Luz, donde, dicen, se arrodilló el caballo de Alfonso VI, después de la liberación de la ciudad.  Seguramente los hechos históricos son otros, pero eso no me interesa para el buen fin de esta crónica. Interesante, por chusco, fue lo que sucedió en la noche del sábado, día 10. Después de la cena, un animoso grupo se dispuso a subir hasta la montaña de Santa Bárbara. En un primer intento, nuestros pasos terminaron en la cerrada verja de un grupo escolar. Alguien del grupo preguntó a una joven pareja, que, con escaso ánimo y poco conocimiento, nos intentó embarcar en la dirección contraria. Hicimos poco caso a las erróneas indicaciones para, guiados por la tozudez senderista –casi todo el grupo tenía esa condición-, llegar, por un azagador y tenebroso camino, hasta la ermita erigida en la cima del cerro. De regreso al hotel, unas barras de hierro colocadas en las puertas de algunas casas, llamaron nuestra atención. Al momento se dispararon las conjeturas sobre su utilidad. Yo me decanté por su relación con las fiestas vinculadas a los toros en la calle. Ya en Madrid, tras las oportunas averiguaciones, constaté que, en la celebración de las fiestas de San Roque, durante los cuatro sábados del mes de agosto, sueltan varios toros embolados. Aquellos armazones metálicos sirven para montar las talanqueras que son resguardo y cobijo de los participantes. Sin pretenderlo nos habíamos encontrado con otra antigua tradición.








Pero antes de nuestra aventura nocturna, habíamos madrugado para estar a primera hora junto a las Torres de Serranos, uno de los pocos restos de la desaparecida muralla de Valencia. Nuestra guía, la masanasera Elvira Mocholí, propuso una apretada agenda, que iba a durar hasta la hora de la comida. La iglesia de Santa Catalina, edificada sobre una antigua mezquita; La Lonja de la Seda, que toma como modelo la de Palma de Mallorca; el Mercado Central, con cerca de cuatrocientos puestos de centelleante policromía; la Plaza Redonda, albergue de añejos comerciantes; la Real Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados, en cuya plaza la Fuente del Turia -con la representación estatuaria de las ocho acequias- no quiso ponerse en funcionamiento; la Catedral de Santa María, donde se veneran, a la par, la reliquia y la leyenda del Santo Cáliz, y donde, en la puerta gótica de Los Apóstoles, lo ancestral se da cita en las reuniones del Tribunal de las Aguas; el palacio del Marqués de dos Aguas, con su alabastrina portada, alegoría de los ríos Turia y Júcar, y continente de un bien estructurado museo de cerámica. La leyenda volvía a esperarnos en la planta baja del palacio. Allí, en buen estado de conservación, se encuentra la Carroza de las Ninfas, propiedad del marqués, y que, según la tradición, al haberla puesto a disposición de Alfonso XII, y, en otra ocasión, como trasporte de la custodia, dejó de utilizarla argumentando que ya había sido usada por sus señores en la tierra y en el cielo. Antes de la comida, en la Plaza del Ayuntamiento, la historia revestida de tradición: el protocolo ceremonial para la bandera autonómica, creado por Pedro IV de Aragón y II de Valencia (S. XIV). La esencia de aquel protocolo era que la bandera no hiciese reverencia ante nadie, y que su salida nunca fuese por la puerta, sino bajada verticalmente hasta la calle.

La tarde, más prosaica y científica, por libre y por el viejo método del tótum revolútum, transcurrió en el Museo Oceanográfico de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Rematamos con un paseo nocturno por la remozada playa de la Malvarrosa.

El último día se desperezó haciendo caso a las predicciones meteorológicas. Todo indicaba que nos mojaríamos. La mañana presentaba un heterogéneo programa, por lo que había que comenzar cuanto antes. En primer lugar teníamos una cita con el modernismo valentino. Eran poco más de la nueve cuando estábamos frente al extravagante conjunto que forman la modernista Estación del Norte y la neo neoclásica Plaza de Toros de Valencia. El vestíbulo de la estación presenta una más que interesante ornamentación, basada en la sabia conjunción de madera, vidrio, mármol y, sobre todo, el trencadís (mosaico troceado), claro consecuente de dos antiguas tradiciones constructivas: el opus tessellatum romano y la más próxima en el tiempo foceifiza musulmana. Nuestros pasos, siguiendo los de Elvira, continuaron por la avenida del Marqués del Turia. Con las obligadas paradas en las fachadas modernistas del barrio del Ensanche, llegamos al Mercado de Colón, joya de este movimiento artístico, situado en el lugar donde se ubicaba la antigua fábrica de gas. El tiempo se puso bronco, y el recorrido por la calle de la Paz se hizo bajo un mar de paraguas. La visita a Valencia terminó con la despedida de nuestra guiadora frente al convento de Santo Domingo. Nuestro destino vespertino era La Albufera.

El autocar parecía ir flotando sobre aquella inmensa llanada de arrozales. Cuando llegamos al lugar convenido en El Palmar, nuestro guiador / barquero esperaba bajo el resguardo de un astroso paraguas. Además de la visita a una típica barraca, el objetivo consistía en recorrer parte de la laguna a bordo de una barca de pescadores. La intermitente lluvia nos mantuvo vacilantes durante unos minutos. La decisión del embarque se tomó después de un par de chupitos de mistela. Acompañados de unos trozos de coca llanda, pusieron al personal en el punto necesario para la aventura. El grupo se dividió en dos barcas y, aunque en alguna ocasión hubo que abrir los paraguas, la experiencia resultó gratificante. Durante la travesía, cuando parecía que habíamos agotado el cupo de costumbres atávicas, el barquero, al tiempo que manejaba el timón para poner la embarcación proa al viento, nos espetó:

-          Hasta hace bien poco, esta barca tenía un nombre marinero. Pero, como homenaje a las historias que mis mayores contaban, la rebauticé con el nombre de El Pardal de Sant Joan.

La historia hacía referencia a la veleta de la iglesia de San Juan del Mercado, junto al Mercado Central y frente a la Lonja de la Seda, y que representa al águila de San Juan con el tintero y la pluma colgando del pico. Según la tradición, las familias pobres y cargadas de hijos, llevaban a alguno de ellos a la Plaza del Mercado. Allí le decían que estuviese atento porque el gorrión de San Juan saldría volando. En medio de la batahola de vendedores y mercancías, los padres huían con la esperanza de que algún mercader lo adoptara y le diera un futuro.

Ya en la comida, cuando sirvieron las cazuelitas de anguila al all i pebre, algunos espantaron los ojos recordando a alguno de estos peces arrastrándose por los acuarios gigantes del Oceanográfico, y apartaron las cazuelas como si contuviesen al mismísimo Belcebú; situación que otros aprovechamos para repetir de tan excelente plato. Me puedo imaginar las caras de esos mismos comensales si, en lugar de pollo y pato, la paella hubiera tenido rata de agua, como era costumbre en La Albufera.

En fin, un apretado viaje lleno de leyendas, costumbres, tradiciones, mitos, narraciones y añejos testimonios. Ahora que Benedicto XVI, de un librazo, ha echado al suelo los palos del sombrajo de mis recuerdos infantiles, eliminando del nacimiento las figuras de la mula y el buey, es cuando más quiero aferrarme a las tradiciones que aún quedan en mi horizonte. El disgusto ha sido grande, más peor será para los que, además de los animales, tengan que quitar el caganer.      

De regreso, con la incesante lluvia aporreando los cristales, intenté, al modo de los delfines, paralizar casi la totalidad de mi cerebro para evitar la dormición. Resultó imposible; la música de los hermanos Uranga, o El Consorcio, o todos a la vez, obraron como una nana e impidieron mi propósito. 

DOR
11.2012

miércoles, 12 de diciembre de 2012

A LA VERA DEL BADIEL



  A Julia Beltrán

A LA VERA DEL BADIEL

Almadrones, Argecilla y Valfermoso.
El quejigo, el pomar y la noguera;
cientos de colores sobre la ladera,
escoltando nuestro paso presuroso.

Bajo el rencor de un cielo caprichoso,
y el ínfimo Badiel a nuestra vera,
acabamos la aventura caminera,
en un lugar doliente y silencioso.

Antes de llegar a los yantares,
Utande nos mostró su caserío,
bajo el sutil llorar de sus alares.

Y aún tuvimos tesón y poderío,
para, por sendas de fragantes tomillares,
levitar en el cantil de Miralrío.

IV. XVI
11.2012