viernes, 10 de julio de 2015

EN EL REINO DE EOLO: URRACA-MIGUEL Y OJOS-ALBOS

A principios de los sesenta del siglo pasado, los cronistas de las Cortes recogieron una sabrosa anécdota parlamentaria. El cordobés José Solís Ruiz, entonces Ministro Secretario General del Movimiento, defendía la ampliación de horas dedicadas al deporte en detrimento de otras disciplinas que, según el ministro, eran poco provechosas. “Más deporte y menos latín”, era el remoquete varias veces utilizado durante sus intervenciones. Concluyó sus argumentos con una pregunta que consideró sería el broche irrebatible de su intervención: “… ¿pues, en definitiva, para qué sirve hoy el latín? La llamada sonrisa del régimen quedó petrificada cuando, sin esperarlo, Adolfo Muñoz Alonso, vallisoletano de Peñafiel, que llegó a ser rector de la Complutense y que atesoraba más conocimiento que la media del resto de procuradores, contestó: “Por de pronto, señor ministro, sirve para que a ustedes, los de Cabra, les llamen egabrenses y no otra cosa”

Con la evocación de este recuerdo, el caminante intenta argumentar las diferentes maneras de construir los topónimos de las poblaciones de nuestra geografía. Unos, atendiendo al origen de su fundación, evolucionan desde el fenicio, el latín, el árabe…; otros, tomando para sí el nombre de un río o de cualquier otro accidente geográfico: picos, collados, navas, etc. Pero existen algunos a los que resulta difícil encontrar un origen claro de su nombre. Tal es el caso de las dos poblaciones que el caminante va ha visitar tres días antes de las amenazadoras elecciones municipales y autonómicas: Urraca-Miguel y Ojos-albos. De ninguna de las dos ha logrado encontrar explicación fiable para tan curiosos nombres.

Llega a Urraca-Miguel cuando el escaso vecindario comienza a salir a sus quehaceres. En el transcurso de los preparativos para el comienzo de la ruta, un lugareño entrado en años, utilizando el plural sociativo, como si estuviese preparado para hacer la ruta,  se interesa por el forastero y su impedimenta:
-          ¿Adónde vamos?

El caminante, que gusta de esos encuentros, levantando la voz, pues ha observado que el buen hombre gasta sonotone, le explica, sobre los mapas, el recorrido del día. El paisano, gran conocedor de los lugares y caminos, sentencia:
-          Pues sí que nos vamos a dar un buen tute.

Tras más de un cuarto de hora de amena conversación, el interlocutor, de parcos estudios pero eximio conocimiento, cuando ya parece que está en la despedida pregunta:
-          ¿Va usted a votar?

El caminante que, en el transcurso de la conversación, viene notando un cierto resquemor contra la clase política, e intuyendo que se trata de uno de los prosélitos del partido más multitudinario, o sea, la abstención, responde a la gallega:
-          ¿Y usted?

Es entonces cuando arde Troya. Sus cuitas arrancan cuando el pueblo perdió su condición de municipio para, por decisión administrativa, convertirse en pedanía de Ávila capital. Para colmo de desgracias, más tarde, la Junta les adjudicó la instalación de un vertedero mancomunado, que recoge la basura de unos sesenta municipios, incluida la capital.
-          Nunca nos tocó la lotería, pero sí un vertedero.

El caminante, que ya tiene seguro que aquel buen hombre no va a perder el tiempo en buscar su mesa electoral, se despide de él y comienza la tarea.

Sale del caserío con rumbo NE, por un camino que va tomando altura sobre la población. Media hora después, el camino pierde la traza en los verdes herbazales de un pequeño collado, donde un bóreas helador obliga al caminante a sacar guantes y cortavientos. Eludiendo los tramos alagados por los manaderos, baja por la ladera en busca del camino carretero que, a contracorriente, acompaña al río Voltoya. En el horizonte, sobre la cuerda de la sierra, docenas de aerogeneradores que, quizá por la distancia, giran en silencio.



Sin camino, atraído por el cerrado soto y el rumor de la corriente, el caminante baja hasta la orilla del río, la cual, para desgracia de los visitantes, está custodiada por una valla de alambre que recorre las dos orillas. Varias son las veces que se arrastra bajo la alambrada para entrar y salir del coto, hasta que llega a un punto donde las rocas impiden el paso. Busca, entonces, la segura compañía del camino, que ya no abandonará hasta el lugar donde aquél y el río se encuentran en un vado. Es entonces cuando debe decidir si seguir la traza que se marca al otro lado de la corriente, o continuar, como hasta entonces, por su margen izquierda. Es el aspecto lodoso del vado, pisoteado por el ganado, lo que decide al caminante a no vadear el río y seguir, sin camino definido, avanzando a media ladera.








Tras el último meandro, con el soto rodeado de negras vacas, el caminante se encuentra con la pared de la presa de Serones. Por una deteriorada escalera de cemento, sube hasta la altura del agua. Ahora, por una estrecha pasarela metálica, pasa al otro lado del embalse. Desde allí, dejando la lámina del embalse en el fondo del valle, la ruta prosigue por la parte septentrional de la cuenca del Voltoya, sobre los caminos utilizados para una reciente repoblación forestal. Hace un alto en la marcha para intentar contar los molinillos que festonean la línea de cerros y que, ahora sí, bufan como bestias heridas. El poder hipnótico del giro constante de las aspas le hace perder la cuenta en dos ocasiones, y es entonces cuando entiende el lance de Alonso Quijano con aquellos otros molinos, menos sofisticados, que él veía como gigantes.





Es la hora de la comida. Al amparo generoso de la Peña de la Mora, entre tomillos, cantuesos y peonías, monta el real y descansa durante media hora. Antes de reanudar la marcha, revisa los mapas para localizar el siguiente hito de la jornada. En la ladera, en la base de un resalte de cuarcitas llamado Peña Mingovela, se encuentra un abrigo rocoso utilizado por el hombre desde hace unos siete mil años, aunque las pinturas más antiguas están datadas en el final de la Edad del Bronce. En el vallejo del arroyo del Corral Hondo, a escasos novecientos metros de su encuentro con el Voltoya, el caminante distingue con claridad la situación del yacimiento. Una empinada senda se marca en la base del farallón rocoso.




Su orientación noroeste impide la entrada de los rayos de sol dentro del abrigo rocoso, y quizá esta situación haya permitido que las pinturas hayan llegado hasta nuestros días. Resulta dificultoso, a la vez que estimulante, localizar, sobre los paños de las rojizas cuarcitas, las figuras zoomorfas y antropomorfas pintadas con pigmentos rojizos, anaranjados y ocres. Un cartelón apoyado en la roca explica sucintamente las características esenciales de las pinturas. Al caminante, tras el paseo por la prehistoria, le resulta triste abandonar el lugar, pero aún le queda media legua para llegar a Ojos-Albos, y una más para llegar al final del recorrido.






En la plaza de Ojos-Albos, bajo la sombra nueva de un pequeño jardín, incrustado en los sillares graníticos de una recia fuente, la cabeza de un león de bronce calma la sed del caminante. Antes ha tenido que retirar una cántara llena de leche, que algún ojoalbino, que no apareció, tiene bajo las fauces del león para refrigerar el contenido. Tras ruar por las solitarias calles, toca ahora, en dirección al meridión, bajar en busca del Voltoya.


Por las herbosas parameras progresa el caminante hasta el verde soto del río. Tras el paso por un vulgar puente de viguetas, una pista derecha como el cordón de una lámpara lleva al caminante hasta la curiosa excentricidad de la espadaña de la iglesia de San Miguel Arcángel, ya en Urraca-Miguel. Entretanto Eolo, recalcitrante, sigue soplando sobre los cerros, para que los roncos bufidos de los aerogeneradores se conviertan en energía eléctrica.   





DOR.