viernes, 30 de abril de 2021

LOS ALTOS DEL HONTANAR

Mapa del recorrido.

 Si hubiera una clasificación de ríos peninsulares, con su orden fundamentado en el aprovechamiento de sus aguas, en una destacada posición se encontraría, sin lugar a dudas, el río Lozoya. Su curso, en sus escasos noventa y un quilómetros, muestra un rosario de presas y embalses en las que, según consideración general, se consigue la regulación una de las más finas aguas de Europa. Desde su nacimiento, allá por los circos de las Guarramillas y de las Cerradillas, hasta su muerte como tributario del Jarama, el inventario es considerable: Pradillo, siendo todavía río de la Angostura, Pinilla, Puentes Viejas, El Villar, El Atazar, La Parra y El Pontón de la Oliva (en desuso al poco de su inauguración). El curso cuenta, además, con dos azudes: el de El Tenebroso y el de Navarejos. Atendiendo a la cronología de su construcción, la relación quedaría como sigue: Pontón de la Oliva (1858), Navarejos (1860), El Villar (1862), La Parra (1904), Puentes Viejas (1939), Riosequillo (1958), Pinilla (1967), El Atazar (1972).

La preocupación por mantener un control sobre el agua del Lozoya es, según se colige de las fechas aportadas, relativamente reciente. Pero ya, mucho antes, el río era fuente de vida y, por ende, sus riberas fueron el lugar elegido para el asentamiento de humanos. En 1979, durante el rutinario mantenimiento de un camino vecinal en el margen derecho del embalse de Pinilla, en el entorno de unas cuevas de origen cárstico, afloró un primer yacimiento de unos 80000 años de antigüedad. Entonces, aunque se encontraron dos molares de Homo Neanderthalensis, se concluyó que se trataba de un cubil de hienas. En 2002, en un abrigo calizo, sí se encontraron vestigios de actividad humana: restos de elementos líticos, realizados básicamente con cuarzo, así como residuos óseos producto del consumo de los homínidos. Desde entonces, siempre en lucha con la falta de presupuesto, los trabajos han continuado. Siete son los yacimientos abiertos actualmente. Según los investigadores, las cronologías van desde el último tercio del Pleistoceno Medio hasta mediados del Superior, o sea, en una horquilla entre 300000 y 40000 años a. de C.

Seguimos confinados y a falta de vacunas. Estas circunstancias obligan al caminante a seguir centrado en terrenos de la Comunidad de Madrid. Hoy, 7 de abril, es el día en que se reúne el llamado Consejo Interterritorial para, con vergüenza para el legislador, modificar parte del texto de la ley 2/2021 publicada en el BOE el 29 de marzo y que se refería al uso de la mascarilla en un entorno abierto. La citada ley, en su farragoso artículo 6, obligaba al caminante a llevar puesta la mascarilla aunque, como es norma común, no se cruzase con persona alguna en todo el recorrido montañero. El Consejo, tan solo diez días después, no ha tenido más remedio que considerar: “Se equiparan al ejercicio de deporte individual las actividades que al realizarse supongan un esfuerzo físico de carácter no deportivo, al aire libre y de forma individual, manteniendo, en todo caso, la distancia mínima de 1,5 metros con otras personas que no sean convivientes”. Joder, que el caminante ya se imaginaba la escena ante un agente del SEPRONA: “Pues mire, que he subido aquí, a 1800 metros, para echar un cigarrito y, por eso, no llevo la mascarilla puesta…”

Por si el introito no lo ha dejado claro, decir que el caminante pasará la jornada oteando el valle del Lozoya desde las alturas. A los mandos de la máquina infernal, en un día que amanece con la temperatura relativamente baja, inicia el viaje hacia el valle. Opta por la opción, más lenta pero más gratificante, de entrar por los puertos de Navacerrada y de Los Cotos. Desde éste último, la carreterilla, en un entorno único, progresa por la margen izquierda del río de La Angostura, que así se conoce al Lozoya en el tramo que va desde su nacencia hasta el monasterio de El Paular. 

Llega a Alameda del Valle cuando son poco más de las nueve. En una de sus calles, donde todo es soledad y silencio, encuentra acomodo para la máquina infernal. Luego, bajo una chopera de notables ejemplares, junto a un cartelón informativo, un camino de macadán se abre al caminante. Es el llamado Camino Natural del Lozoya que, en un recorrido de casi cuarenta quilómetros, enhebra los sitios de El Paular, Rascafría, Oteruelo del Valle, Alameda del Valle, Pinilla del Valle, Lozoya, Garganta de los Montes, El Cuadrón y Buitrago del Lozoya, y del que el caminante recorrerá los dos quilómetros que separan las localidades de Alameda del Valle y Pinilla del Valle. Entre los desvencijados muros de piedra, que guardan herbosas dehesas, el camino, flanqueado por la cuerda del Hontanar a la diestra, y los Montes Carpetanos a la siniestra, avanza en dirección a Pinilla. Dos centenares de metros antes de llegar al caserío de ésta, una pista se separa en dirección al puente de hormigón que salva la corriente del río. Al otro lado, varios caminos se cruzan en el lugar. Paralelo a la lámina de agua del embalse, corre el que conduce al Calvero de la Higuera, lugar donde se encuentran los yacimientos arqueológicos. Pero el caminante centrará su atención en el que, sin más dilación, comienza la subida por la ladera y que, con deficiente señalización, sigue la traza del PR-M28. Desdeñando todos los caminos que salen del principal, el caminante sigue la impenitente subida que serpea entre el desnudo rebollar.



“Aunque el hombre sea de bronce, no le quites el trago de las once”. Haciendo buena la sentencia, el caminante hace un alto sobre un mogote rocoso que, a mitad de la ladera, resulta un inmejorable mirador sobre el ya lejano valle. Bajo la atenta vigilancia de los aún nevados Montes Carpetanos, Pinilla del Valle y la cola de poniente del embalse. Aligerada la troja, camino y caminante continúan en su afán de ascenso por la ladera. La traza del carril termina en un calvero abierto en el rebollar, del que se sale con la ayuda de una senda que insiste en la subida. Serán cuatrocientos metros de correosa pendiente hasta llegar al collado donde, entre pastos cervunos, compiten dos fuentes de fresco caño. Es la divisoria de aguas de los Altos del Hontanar, un cordal de andaderas cimas que van desde La Cachiporrilla hasta los Altos de la Morcuera, separando los cursos del Lozoya y del arroyo Canencia. Pegado a la cerca de alambre de espino que corre por el cordal, y que sirve de raya entre los municipios de Pinilla del Valle y Canencia, el caminante hará el último esfuerzo para llegar a la cima del Cerro del Águila.







La vieja cumbre muestra dos partes con diferencias evidentes. Hacia el saliente, la ladera que, en amable declive, desciende hasta la localidad de Canencia, cuyo caserío dormita junto al arroyo homónimo. Hacia poniente, más abrupta, la vertiente se cuelga sobre el valle del Lozoya en una sucesión de riscales a los que los lugareños, quizá por los excrementos dejados por las rapaces, nombran Canchos Cagaos. A ellos se asoma el caminante para, sobre un cielo arrumado, volver a encontrarse con los inconfundibles perfiles de Peñalara y Cabezas de Hierro, cimas que ya no perderá de vista en el resto de la jornada. Hacia el meridión, con una suave traza, el camino se dibuja en el horizonte, en dirección a la cota más alta del recorrido: El Espartal. Es un terreno tan andadero que resulta monótono ceñirse al camino. El caminante, en un incesante ir y venir por la ladera, se afana en ordenar el paisaje: Rascafría, Oteruelo, Alameda,…











Poco antes de llegar al geodésico de El Espartal, el camino, que ahora progresa sobre un amplio cortafuego, queda encajonado entre la espinosa cerca y un pinar de albares que tapiza la ladera de poniente. Tras la cima, en suave descenso, llega el caminante a un herboso sestil de donde sale un camino que baja hacia el valle del Lozoya. Es el momento de abandonar el cordal para, entre el pinar, llegar hasta el refugio de la Majada del Cojo. En el lugar se agrupan una fuente seca, una antigua edificación construida en piedra y un destartalado caserón, que dicen fue vivienda para los guardas forestales y que, a pesar de no estar en uso, en el semisótano mantiene abierto un amplio refugio con chimenea.






Dejado atrás el refugio, y tras recorrer unos doscientos metros, llega el caminante a un cruce de caminos que coincide con el fin del pinar y el comienzo del, aún desnudo, robledo. Cualquiera de las dos opciones que se presentan llevan hasta el fondo del valle, pero el caminante opta por el viejo camino carretero que recorre la ladera derecha del profundo barranco donde, de inmediato, se inicia a la vida el arroyo de La Hiruela. El camino, de perfecta traza y construcción, serpea barranco abajo, donde el color ceniciento domina el paisaje, con la curiosa excepción de un albar que, como un rutilante prasma, resiste el acoso del robledo.





Junto a la cantarina corriente de uno de los tributarios del principal, el caminante alivia el peso de la mochila. Repuestas las fuerzas, y siempre en descenso, abandona el camino para, entre el robledal, llegar a un abrevadero de doble caño. Tras el consuelo, y con el caserío de Alameda en el horizonte próximo, solamente queda el solaz de las verdes dehesas, los añosos fresnos y el brioso curso del Lozoya.






Para la vuelta, por aquello de no volver por el mismo camino, el caminante, a lomos de la máquina infernal, seguirá aguas abajo hasta llegar a El Cuadrón. Desde allí hasta la Corte, todo demasiado previsible y monótono.  

DOR