miércoles, 12 de abril de 2023

EL CERRO DE LA OLIVA


 Han pasado trescientos dieciséis días desde que, a su pesar, el caminante se vio obligado a interrumpir su relación con los caminos. Demasiado tiempo para el que ya va quedando en el horizonte. Casi un año de ajes, andancios y alifafes –propios y ajenos-, que ha resultado un largo periodo penitencial, que, confiemos, haya terminado.

Con las lógicas dudas, y con la intención de encontrar una que le permita salir airoso en el reinicio, rebusca en el ramillete de rutas pendientes. La decisión recae en el breñoso terreno que configura el término municipal de Patones, una localidad que fue única hasta los años cuarenta del siglo pasado, en que buena parte del censo se estableció en la ribera del río Jarama. Desde entonces el primigenio caserío es Patones de Arriba, siendo en Patones de Abajo -la nueva localidad-, donde se encuentra la organización administrativa.

Llega el caminante al Patones moderno tras un apacible viaje desde la Corte. Es miércoles santo y el tráfico ha dado el bajón propio de estas fechas. Es un día limpio de nubes, y la previsión es la de una gran diferencia entre la temperatura de la noche y el día. De hecho, a las 08:30, al paso por el desvío de Redueña, el termómetro de la máquina infernal ha marcado tres grados negativos. De otras ocasiones, recuerda el caminante la prohibición de acceder, con vehículo, a Patones de Arriba; también la existencia de un lugar de aparcamiento en la intersección de la carretera con un camino de servicio del Canal de Isabel II. Con la duda de un posible cambio en la normativa municipal, se arriesga en la subida por la estrecha carretera que comunica los dos Patones. Y la duda se hace realidad: unas vallas impiden el uso del lugar, pues está reservado a unos trabajadores, a los que no se ve por ningún sitio. Ante la incierta alternativa de estacionar en la cuneta de la vía de servicio del Canal, decide el regreso a Patones de Abajo. En la bajada por tan angosto vial, encaje de bolillos para salir con bien en el cruce con dos camiones de reparto que, diariamente, suben viandas a los restaurantes ubicados en el caserío.

Maneada la máquina infernal en un lugar de previsible sombra vespertina, el caminante toma el camino terrizo que sube por el umbroso barranco calizo, que acorta considerablemente la distancia entre los dos barrios. En el Patones histórico no existe vida hasta mediada la mañana. Sólo los repartidores, en un ir y venir de carretillas, se mueven con la premura de surtir de mercancía a las decenas de restaurantes que, desde hace algunos años, han colonizado el caserío. Rúa el caminante por las empinadas calles, en su afán de llegar hasta las eras, lugar desde donde comenzará su recorrido y donde, de manera repentina, las calizas y dolomías del barranco dejan paso libre a las oscuras pizarras. 

La vereda, siempre en ascenso, recorre una sucesión de barrancos, todos secos por la escasez de lluvias, con un único manto vegetal compuesto por las jaras y el romero. El paisaje ha cambiado poco, desde que lo definiera Pascual Madoz a mediados del XIX: “El terreno es de secano, de inferior calidad, y tan áspero y pedregoso que difícilmente se encontrará un llano de 20 varas”.  El camino, balizado con estaquillas de madera, no tiene pérdida. Es el recorrido del GR-300, del PR-M14 y de la segunda etapa de la senda del Genaro. Básicamente, se trata del antiguo camino que llegaba hasta la presa de Navarejos, en el curso del río Lozoya. Dejando El Cabezo a la siniestra, llega al Collado Rosado donde hace un breve descaso. Al hilo del último barranco, en la lejanía, como emergiendo de un pinar de repoblación, se divisa la peñascosa figura del Cancho de la Cabeza, que con sus 1263 metros es la mayor altura del término municipal. Antes de comenzar la subida, bajo la sombra de un solitario pino, hace la parada de las once. Atrás queda el valle del Jarama, donde verdean los labrantíos de Uceda y Torremocha.








Desde el vértice geodésico, la panorámica se muestra muy diferente a lo ya recorrido. En el horizonte lejano, la vista abarca desde los últimos neveros de Peñalara, hasta el puerto de Somosierra. Y por delante, la Sierra del Rincón y el valle del Lozoya. El caminante, asomado al voladero, trata de imaginar cómo sería el paisaje hasta 1965, comienzo de las obras de la presa de El Atazar, antes de que la lámina de agua cubriese el serpenteante curso del río. Vuelve al camino, hasta llegar a un espacioso cortafuego que baja en dirección al Poblado de El Atazar, sitio donde Elvira Lindo pasó parte de su niñez, pues su familia, junto a otras, vivió en el lugar, mientras su padre estuvo empleado en la construcción de la presa. Pero el rumbo del caminante es otro; tras recorrer un centenar de metros, abandona el cortafuego por la derecha. El día se ha dado la vuelta: al frío de la mañana le ha seguido una considerable subida de temperatura, por lo que el nuevo camino, bajo el pinar, será un bálsamo durante más de media legua. Existe la posibilidad de hacer el recorrido por una pista de macadán pizarroso, cuya traza corre a escasos metros de la carretera M-134; pero el caminante prefiere la senda que, entre los pinos, avanza en paralelo por encima de la pista.






Cuando parece que el encuentro entre la vereda y la pista es inevitable, aquella toma hacia el sur, en busca del cauce de un arroyo que aún conserva la humedad de la corriente recientemente perdida. El fresco camino termina en el robusto puente que salva el cauce y que pertenece a las instalaciones del Canal. Desde el tablero de la recia construcción, el caminante toma hacia el saliente, por un albo camino carretero que, antes de llegar a la carretera, pasa junto a la central eléctrica de Valdentales. Tras dejar atrás el incesante ruido del agua moviendo las turbinas, cruza el asfalto. Ahora, un camino que lleva a manderecha un farallón calizo,  se adentra el pinar. Tendrá que caminar unos trescientos metros, hasta llegar a una senda marcada en la ladera, que sube hasta la primera cornisa donde se encuentra una visera calcárea, de algo más de un centenar de metros de longitud. Es el primer encuentro con el yacimiento arqueológico del Cerro de la Oliva. El caminante, con la valiosa ayuda de los carteles explicativos, localiza las sietes basas calizas que soportaban otros tantos pies derechos de madera, que, a su vez, sostenían la estructura de una construcción que se adosaba a la pared rocosa. Sobre la plataforma superior, ya superada una segunda visera, el recorrido incluye un núcleo urbano, con un diseño de calles que, a la manera romana –cardo y decumano-, se cortan en ángulo recto y definen manzanas de planta rectangular. Sobre la parte más alta del cerro, se encuentran los restos de una necrópolis de época altomedieval, de la que se han estudiado unas treinta y tres tumbas de diversa tipología. El yacimiento se descubrió a mediados del siglo pasado, durante las obras de construcción del Canal del Alto Jarama.








Tras la interesante visita, por una pista de servicio del Canal, el caminante vuelve al pinar que tapiza la ladera, en cuya sombra hace el alto para la comida. Aligerada la mochila, vuelve al puente ya conocido, para seguir la traza del GR-10 que, con excepción de algún tramo alternativo, será el que lo lleve, de nuevo, al viejo Patones. Para llegar a su destino, tendrá que recorrer, hacia poniente, buena parte de la serrezuela de Las Calerizas, una banda de calizas cretácicas que va desde Torrelaguna hasta Valdepeñas de la Sierra; un camino de fuertes vaguadas, por donde corren las conducciones del agua que bebemos en la Corte. Tras casi una legua de subidas y bajadas, entra en Patones por el lugar donde se encuentra el depósito de aguas. Sólo queda volver a recorrer el camino que, por el barranco, llega al Patones moderno.






DOR