martes, 26 de abril de 2016

ÁNGELES EN EL PURGATORIO

Es el último domingo del mes de enero, día ciertamente desacostumbrado para las andanzas del caminante. Tan extravagante elección no tiene más misterio que el de disponer de más tiempo para realizar la travesía prevista. La diferencia horaria en la salida del autobús de Rascafría hacia La Corte, según sea laborable o festivo, es de hora y media. El día feriado hace más probable la realidad de encontrar masificados algunos de los puntos del recorrido; pero es esa hora y media la que proporciona el margen de tranquilidad que el caminante necesita para terminar la empresa sin apuros, teniendo en cuenta el largo y enmarañado camino que le espera y, sobre todo, conociendo que no existe otro servicio de transporte hasta el día siguiente.

A primera hora de la mañana, el intercambiador de Plaza de Castilla presenta una apariencia tranquila. Algunos mochileros y, sobre todo, grupos de jóvenes soñolientos que regresan a sus casas, aguardan pacientemente la salida escalonada de los autobuses. En un laberinto de niveles, islas y dársenas, el caminante localiza el que lo llevará hasta Miraflores de la Sierra, donde, tras algo menos de una hora de camino, se apea en la primera parada de la población.

El vial adoquinado culebrea entre los muros de piedra de una heterogénea urbanización que, a tan temprana hora, encierra el silencio de numerosas edificaciones. Al llegar a la vera de la rumorosa corriente del Guadalix, acabado el caserío, en el lugar nombrado Fuente del Cura, el camino, ahora terrizo, comienza una perseverante subida que ya no dará respiro al caminante hasta coronar el Puerto de la Morcuera. Encajonado entre el murmullo del río y la sombra del pinar que baja de las estribaciones de la Najarra, el carril llega hasta el embalse que abastece a la población. Desde allí, siguiendo las difusas marcas de un PR, el camino, ahora tenue senda, progresa sobre las verdes praderas a las que riegan los arroyos de la Vejiga y de la Media Luna. Tras un último esfuerzo por un terreno recientemente removido por las máquinas, llega el caminante al aparcamiento del puerto, donde un sinnúmero de niños y adultos libran sonoras disputas con los escasos restos de la última nevada.





Tras la batahola, después de sobrepasar el inicio del PR que recorre la divisoria de aguas de la Cuerda Larga, el caminante, arrimado al pinar, se deja llevar por el sendero que corre paralelo al recién formado arroyo de La Najarra, el cual, a pesar de su mocedad, presenta un considerable caudal por mor del deshielo de la ladera septentrional de la línea de cumbres. En no más de un cuarto de hora de camino, llega el caminante a la pista forestal que desciende del refugio de La Morcuera. Allí, en vista de la impetuosa crecida de la corriente y para evitar complicaciones posteriores, decide continuar por la margen derecha del arroyo. Con la gratificante compañía del agua, el caminante se deja llevar por la bondad de un terreno andadero como pocos. En un continuo muestrario de verdes praderas, saltos de agua, pozas cristalinas y blancas espumas, la corriente fluye ruidosa hasta su encuentro con el arroyo del Aguilón. Antes, en la trasera de las antiguas instalaciones de un vivero, en un bucólico entorno, dos pequeños refugios permiten la pernocta a los andariegos que así se lo propongan.







El Aguilón, que ya baja abundante de aguas desde su nacimiento en la ladera de la cumbre de Navahondilla, toma la apariencia de un río de montaña cuando recibe el saltarín caudal del arroyo de La Najarra, y de otros de menor entidad. Es en ese lugar cuando el terreno pierde la afabilidad mostrada hasta entonces. Las rocas y barranqueras se apoderan del paisaje, y la corriente brama en cada salto,… en cada recodo. Ha llegado a la apabullante fragosidad del Hueco de los Ángeles; y es entonces cuando el caminante se ve obligado a despedirse de la cercanía del agua. Orientado por el lejano coruscar de la corriente que discurre sobre el fondo del cañón, a través de un continuo tobogán de escarpes rocosos, con la intuición como única consejera, busca en cada risco la mejor opción para superarlo. Y como no hay esfuerzo sin premio, en el último recodo de la profunda barranquera, el estruendo del agua recompensa el tesón del caminante.









Empequeñecido por tan increíble entorno, el caminante no sabe adonde prestar atención. Hacia el norte, en el sentido de la corriente, colgado de la falda meridional de los Montes Carpetanos, el lejano caserío de Rascafría; a sensu contrario el valle por el que ha discurrido tan impagable recorrido; sobre su cabeza, sostenidos por las térmicas que se generan en el cañón, una docena de buitres muestran la serena majestuosidad de su vuelo; y abajo, en el fondo de la profunda garganta, quizá sustentada por una legión de ángeles a los que hace referencia el topónimo, la primera de las Cascadas del Purgatorio. Acezante, va y viene tratando de encontrar la forma de llegar al fondo de la falla donde rompe el chorro. Tras unos minutos de búsqueda localiza una trocha terriza que desciende ceñida entre las rocas. Con precaución el caminante se descuelga por la pendiente hasta llegar a la orilla del agua, donde, por desgracia, un saliente rocoso tapa la visión completa del chorro. A los pocos metros, en una segunda falla del terreno, la corriente vuelve a dar un salto al vacío. Es el rompiente de una segunda cascada, de menor altura, que es el destino final de todos los andariegos que llegan allí desde el Monasterio del Paular. La humedad de las rocas le hace desistir de intentar el paso directo entre los dos lugares. Para salvar el obstáculo, vuelve a servirse de la trocha por la que bajó. Superado el trance, otra vez sobre la atalaya rocosa, al caminante no le queda más solución que bajar al entablado instalado junto a la corriente para, a su pesar, sumarse a la legión de visitantes que se agolpan en el lugar. Es el peaje de un día festivo. Con denuedo, entre un sinfín de cabezas, logra el encuadre del chorro que, indiferente ante tanto admirador, rompe a escasos metros del miradero.





A la estimulante soledad de la mañana, se opone ahora la desabrida algarabía de todos los que van y vienen por el concurrido camino. De tal forma que, durante más de un cuarto de hora, podría haber hecho el camino con los ojos cerrados, guiado por la conversación del grupo que va delante. Harto de caminar como la procesionaria del pino, el caminante abandona el camino y la compañía, y vuelve a orillarse a la margen derecha de arroyo, donde retornan las praderas y las pozas cristalinas. Más allá del lugar donde el Aguilón entrega sus aguas al Lozoya, antes de llegar al Puente del Perdón, ataja entre el robledal con dirección a Rascafría, adonde llega con el suficiente tiempo de hacer una somera visita.





A la hora prevista, con casi lleno hasta la bandera -otro lógico y previsible inconveniente de un día festivo-, sale el autobús que, tras casi tres horas de viaje y de dar servicio a casi todas las poblaciones del Valle del Lozoya, y a muchas del corredor de la N-1, entra en La Corte bajo las amenazadoras siluetas de las cuatro torres del Paseo de la Castellana. Aunque, a esa última hora de la tarde, el ajetreo es claramente superior al del inicio de la jornada, el intercambiador no ofrece una sensación tan agobiante como la que el caminante sintió en el concurrido mirador del Purgatorio.          

DOR

lunes, 4 de abril de 2016

EL NACEDERO DEL AGUISEJO

Por los Reyes, lo notan los bueyes;…”. El viejo refrán, sentencioso como pocos, alerta del modo en que, según avanza el calendario, la luz va ganando minutos a la oscuridad. Desde el solsticio de invierno, la distancia temporal entre orto y ocaso ha ido aumentando a razón de más de un minuto por día. Son quince los días transcurridos entre el solsticio y la Epifanía, y el refranero concede a los animales la capacidad de advertir los casi veinte minutos ganados a las tinieblas. Al hombre, el más torpe de los animales en un escenario natural, le otorga dicha capacidad cuando han pasado treinta días desde el solsticio, dando remate al refrán: “… y por San Sebastián, el gañan.” El caminante, justo en el miércoles intermedio entre los de la Epifanía y San Sebastián, con la luz vespertina en inexorable progresión, se propone saldar una vieja deuda con el manadero del río Aguisejo.

La roncadera de la máquina infernal, con la que no contó en las últimas salidas, parece sonar de forma distinta. ¿De júbilo por la andanza? ¿De hastío por el madrugón? Dada su condición inanimada, es seguro que nunca se sabrá, pero… suena diferente. Antes de la amanecida, con una temperatura más consonante con el invierno que las sufridas hasta ahora, el caminante pone rumbo hacia la lejana Sierra de Pela, lugar donde convergen las provincias de Guadalajara, Segovia y Soria.

Tras más de dos horas de viaje, llega el caminante a Villacadima. Abandonado en 2003, su caserío, con excepción de su recia iglesia, es la viva estampa de la desolación. En la actualidad, algunos de los antiguos habitantes, o quizá sus descendientes, han emprendido un lento regreso al lugar y, en esta pedanía de Cantalojas, las remozadas edificaciones comienzan a elevarse sobre las rojizas ruinas. Sobre una solera de cemento, a la vera de un viejo caserón, construido, según atestigua una inscripción, en 1917, y que ha resistido con dignidad los embates del tiempo, manea la máquina infernal. En el exterior, tres grados negativos.

Hacia poniente, junto al conjunto que forman el camposanto y la ermita de San Roque, se inicia una descarnada barranquera que se encajona entre cerradas pinadas de albares y paredes calizas de curiosas formas. Tras casi una hora de andadura, el sendero abandona la provincia de Guadalajara para entrar en la de Segovia. A la altura de unas tinadas que cuelgan de la ladera, el vallejo se abre y el camino se confunde con el seco cauce de la arroyada. Al pie de los verticales farallones calizos, junto a una instalación hospedera, se encuentra en manadero. La sosegada quietud del nacimiento confunde al caminante. No parece mucho el caudal que brota de la pequeña oquedad del suelo, pero es solo eso,… una impresión equívoca. Pocos metros más adelante, como por ensalmo, la corriente se muestra rápida, y con el caudal suficiente para dar servicio a un antiguo molino y alagar la dehesa boyal de Grado del Pico, pedanía de Ayllón que asienta su caserío a los pies de una curiosa elevación que, quizá para evitar disquisiciones semánticas, recibe el redundante nombre de Pico de Grado.







Cerca de media legua podría haber acortado tomando el camino que pasa junto al molino,  pero el caminante no tiene intención de perder la oportunidad de visitar la iglesia de San Pedro. De evidente origen románico, las modificaciones realizadas en épocas posteriores no empañan la sencilla elegancia de sus formas. Su galería porticada, perfectamente orientada al mediodía, cegada con posterioridad a su construcción quizá por necesidades del común, presenta un interesante trabajo de labra en sus capiteles. En uno de ellos, en el que se muestra una austera representación de la Epifanía, el maestro cantero resume el momento con un extraordinario alarde de naturalidad y belleza. Y es en ese momento, sin saber el motivo, cuando su magín compara aquella sobria imagen, de nueve siglos atrás, con otra, más reciente, perpetrada por la municipalidad de la Corte, donde los Reyes Magos presentaron un aspecto…desemejante.



Tras ruar unos minutos por las calles de la pedanía, vuelve el caminante a cruzar el Aguisejo y, ahora por un camino de excelente traza, enfila hacia el meridión para, a la altura de una vieja tenada todavía en uso, tomar un carril que sube por la ladera. Antes de perderse entre el breñal, vuelve su mirada hacia el ya lejano caserío. Ahora sin camino, sorteando pinos y enebros, el caminante avanza por el cordal de la muela, entre viejas tainas y verdes praderas, hasta llegar a la raya que separa Segovia de Guadalajara, lugar en el que la vegetación de porte alto desaparece del paisaje. Camina sobre la paramera hasta llegar al borde de la inmensa meseta, desde donde se divisa la tercera población de la jornada: Cantalojas. Sin camino definido, inicia un sosegado descenso por la abancalada ladera hasta llegar a la sencilla ermita de San Pedro, que, de igual forma que en Villacadima, forma conjunto con el camposanto de la localidad. En el lugar, al resguardo de un sencillo habitáculo, una fría laja de pizarra sirve para dar el último envión a aquellos que, hastiados de las dificultades de ésta, se disponen a comprobar la pregonada bondad de la otra vida.    











Después de reponer agua, ahora con dirección al septentrión, retoma el camino, en lo que será la última parte de la jornada. El carril asciende por un vallejo que taja en dos la ladera de la muela que recorrió con anterioridad. Tras el paso junto a otro conjunto de tainas, el pinar vuelve a ser el dueño del terreno. Bajo las copas, en este inicio de atípico invierno, majuelos y enebros ofrecen a las aves los últimos frutos de la temporada. Ahora, finalizado el pinar, ya con Villacadima en el horizonte, vuelve la fría desnudez del páramo, en el que, con inusitada fuerza, solamente crecen los aerogeneradores. Entre un laberinto de muros calizos, claramente vencidos por el tiempo y la desidia, entra el caminante en la uniformidad cromática del caserío, del que descuella la sólida torre de la iglesia de San Pedro, a la que rinde obligada visita. Junto con las de San Bartolomé en Campisábalos y la de Santa Coloma en Albendiego, está considerada como el mejor exponente del románico de la Sierra de Pela. Ante la ruina de la mayor parte de las edificaciones de la población, resulta gratificante comprobar el buen estado de conservación del templo y de su entorno. Sin duda lo más interesante es su portada románica, de influencia mudéjar, con sencillas arquivoltas, unas lisas y otras decoradas con motivos vegetales, destacando, por su originalidad, la del arco de ingreso que, de manera primorosa, está compuesto de dovelas con dentellones.







 

Con el ánimo recompuesto por tan deleitosa jornada, cuando las últimas candelas del día se van apagando a través de la espadaña de San Roque, el caminante solicita de la máquina infernal un último esfuerzo,… aunque sea para abandonar tan excelentes pagos. 


DOR