jueves, 24 de diciembre de 2020

VAL DE LA HORMA

Mapa del recorrido. En color carmesí, variante imprevista.


A principios del siglo pasado, sólo por caminos se llegaba a El Atazar. Unos eran carreteros, otros de herradura, pero todos cumplían la función de comunicarse con las localidades de su entorno. En la actualidad, habría que distinguir los que aún siguen cumpliendo su función de los que, a causa de la construcción de la presa, parte de su traza quedó sumergida bajo las aguas. Entre los primeros, con dirección al norte, el que comunica con La Puebla de la Mujer Muerta, hoy Puebla de la Sierra. Hacia poniente el de Robledillo de la Jara, en la actualidad una excelente pista terriza utilizada por vehículos y, hacia el saliente, el que lleva a Alpedrete de la Sierra, en la provincia de Guadalajara. Entre los segundos, en dirección sur, cruzando el Lozoya, el que comunicaba con Patones, y el que, orientado hacia poniente, cruzando el Riato, llegaba hasta Cervera de Buitrago. Éste último, que con el tiempo llegó a convertirse en un remedo de carretera, era la salida natural a lo que entonces era la carretera Madrid-Francia, hoy N-1.  

En 1965 el paisaje de la ribera del Lozoya comenzó a cambiar. La ciudad de Madrid había duplicado su población y las restricciones veraniegas eran frecuentes. En el mes de septiembre, por resolución del MOP, quedaron adjudicadas las obras de construcción de la presa. Las tres empresas constructoras más importantes del momento, se unieron en una UTE que se adjudicó la obra en cerca de 870 millones de pesetas. Cuando, en abril de 1972, quedó inaugurada, el valor de la obra se había multiplicado por seis. El proyecto volvió a incurrir en los mismos errores habidos en la construcción de la presa del Pontón de la Oliva: las características geológicas de las laderas que debían sujetar la presa, hicieron necesario realizar trabajos de consolidación no previstos. La presa, un hito de la ingeniería hidráulica española, necesitó para su construcción una gran cantidad de técnicos y de mano de obra. Muchos de ellos fueron alojados en un poblado construido para tal fin sobe la cima de un cabezo que se asoma al despeñadero. Una de aquellas familias de trabajadores fue la de la escritora Elvira Lindo, que, según tiene reconocido, pasó allí los mejores años de su infancia. Perdida ya su función inicial, las instalaciones están ocupadas por un centro diocesano de convivencias juveniles.

 En la actualidad, el único acceso a El Atazar por carretera, es el que discurre sobre los casi quinientos metros del coronamiento de la presa, y con una altura sobre cimientos de ciento treinta y cuatro metros. Una presa que, según un informe del Canal de Isabel II, cuenta con ocho kilómetros de galerías en su interior, y cuya estructura soporta el envite de 425 hectómetros cúbicos de agua de calidad contrastada.

Al norte de la población, tras la solemne cima de Cabeza Antón, se halla una escabrosa zona, abundante en pizarras, que, durante miles de años, ha sido tallada por la pertinaz constancia de los ríos Riato y de su afluente el río de la Puebla. A este último, por su orilla siniestra, le entran varios arroyos entre los cuales se encuentra el que dará sentido, y título, al recorrido de la jornada. Se trata de Val de la Horma, también Valdelahorma, o el más antiguo Val de la Forma que ya aparece en el Libro de la Montería: “Rio Casiellas, et Val de la Forma; et el Latazar es todo un monte et es bueno de oso, et de puerco en verano, et en el tiempo que yacen los osos en las oseras; et hay oseras ciertas”.

Y el caminante, al que, sin anestesia, hace una semana le colocaron un inquietante siete en las decenas, considera que recorrer el lugar será la experiencia perfecta, para que el acontecimiento quede debidamente glorificado. A tal fin, cuando se alza el décimo día de este mes de santos y difuntos, hace una primera parada cerca del poblado donde se alojaron obreros e ingenieros. Desde tan singular miradero, se compone un singular paisaje, donde lo único que se echa en falta es la vegetación de porte alto. En primera línea la presa, donde se aprecia la consolidación de la ladera del estribo norte; más allá, sobre un otero, el caserío de El Atazar; y en último lugar, dominándolo todo, la vieja cima de Cabeza Antón.


Tras pasar sobre el coronamiento de la presa, la máquina infernal resuella en el repecho que sube hasta la población. En el trayecto, se cruza con el microbús que da servicio hasta Torrelaguna, y del que el caminante se ha servido en alguna ocasión. Junto a las viejas eras, hoy un parco museo al aire libre, estaciona la máquina infernal. Para comenzar sólo tendrá que localizar la marca del GR-88.

Comienza el sendero en el vallejo de un arroyo, junto a la heterogeneidad variopinta de las cercas de unos huertecillos. Es estrecho pero, aunque las marcas necesitan alguna actualización, no tiene pérdida. A media ladera, siempre ganando altura, discurre, ora entre el jaral, ora bajo la sombra de los tímidos chaparros, hasta llegar a la cantarina corriente del arroyo de la Pasada – de la Pasá, apocopan los atazareños -. Cruzada la corriente, el sendero sube por la ladera hasta enlazar con un camino carretero, que termina en una cancela metálica pintada de verde. Tras dejarla cerrada, todavía sobre la traza del GR, llega el caminante hasta un collado por donde sube la pista que viene de El Atazar. Afortunadamente sólo es un quilómetro de monotonía, cuyo único solaz es contemplar, desde la distancia, la fingida quietud de plata del arroyo alejándose en busca del Lozoya.       


   
           
 
 
 

A la altura de un tinado que queda a la derecha de la pista, se suaviza la subida. Es el lugar desde donde, hacia poniente, sale el camino que, en progresiva subida, llega hasta la cima de Cabeza Antón. Pero no es ese el camino que seguirá el caminante. Pondrá toda su atención para localizar la senda que, entre el jaral, se adentra en la vaguada que forma la incipiente corriente del arroyo Val de la Horma. Y esa atención será esencial para vencer las dificultades que, en adelante, presentará el recorrido. Anticipar que el caminante, dominado por un claro exceso de suficiencia, sufrió dos despistes: el primero estuvo en un tris de hacerle volver; por el segundo, con el tiempo de luz demasiado justo, tuvo que modificar el recorrido.       

Sigue la senda a la vera de la corriente; tanto que habrá que cruzarla en varias ocasiones. Durante el recorrido, en un entorno de silencio casi absoluto, se alternan las manchas de pinar con los yermos riscales. La vaguada comienza a hacerse intransitable, por lo que la senda tiene que alejarse de la corriente en busca de un cordal de ásperos riscos. Es aquí donde la senda puede llegar a confundirse con las trochas abiertas por los animales. Así sucedió, y la errónea decisión de tomar una de ellas, termina en un voladero, de paso imposible, que obliga al caminante a retroceder para tomar otra opción más hacedera. Tras varios intentos, entre las jaras, localiza la traza perdida. Poniendo toda la atención en no repetir el desliz, sigue por la senda hasta llegar a las profundas barranqueras, por donde se dibujan los meandros del río de La Puebla.





  

 





 

Al borde del despeñadero, camino y caminante giran en busca de la manera más conveniente para bajar hasta la vaguada del arroyo Val de la Horma. La corriente, a causa de las últimas lluvias, baja crecida y el caminante, si quiere evitar descalzarse, deberá ejercer de pontonero. En tal entorno, no le resulta difícil encontrar la pasadera adecuada, la cual, debido a su peso, tendrá que transportar rodando ladera abajo hasta asentarla en el centro de la corriente. Solventado el problema, al otro lado, la senda sube pesadamente entre los pinos de la riba. Antes de entrar en el siguiente barranco, el camino vuelve a asomarse al arriscado cauce del río de La Puebla. Otra vez una pina bajada hasta llegar a la corriente del arroyo de la Fuente del Perro, que parece un calco de la anterior, aunque esta vez han sido otros los que han puesto los medios para vadearla.









Tras dejar atrás la corriente, la senda inicia una llevadera subida por una enriscada loma que lleva hasta el siguiente valle: el del arroyo del Águila. Y es aquí donde el caminante volverá a elegir erradamente. Pasado un viejo tinado, llega al lugar donde la senda se bifurca en dos. Todo está previsto para seguir, loma arriba, en busca de la cima de Cabeza Antón. Pero el caminante, en desacertada elección se deja llevar por la bondad de la senda que discurre a media ladera. Cuando la traza comienza a descender lentamente, se da cuenta del error. Poco a poco se dirige hacia el fondo del vallejo, cuando cruzar el arroyo no entraba en lo dispuesto en el recorrido trazado. El yerro queda certificado unos centenares de metros más adelante. La tarde avanza, y la opción de regresar al tinado puede resultar aventurada, por lo que decide vadear el arroyo y seguir la imprevista senda. Con el tinado casi perdido en la lejanía, una última visual muestra la loma por donde, el caminante, debería hallarse subiendo hacia Cabeza Antón. La alternativa, que en sentido levógiro va recorriendo el piedemonte del somo, aún cruzará dos barrancos más: el de Los Arredondos y el del arroyo Culicalla. Éste último rompiendo en dos el inmenso jaral de la ladera de poniente, desde donde se da vista al embalse y, de seguido, al caserío de El Atazar.









Se acaba la tarde y el sosiego en las calles es el mismo que el de la mañana. Al pie de la espadaña de la iglesia, dos personas de avanzada edad apuran los últimos rayos de sol. El caminante, a lomos de la máquina infernal, deshace el camino que lo llevó hasta El Atazar. Al otro lado de la presa, hace un alto en el mirador que, colgado sobre el vacío, permite ver el entramado de viales que, sobre los cantiles del valle del Lozoya, dan servicio a la presa. Desde tan privilegiado miradero, entre dos luces y como última recompensa, el postrer paisaje del día.



  

Durante el regreso, como si no hubiera otra cosa en la que cavilar, el caminante sigue dándole al magín. Regresa, una y otra vez, al lugar donde perdió el camino dispuesto en la ruta; dislate que le impidió coronar Cabeza Antón por su ladera norte, malogrando la oportunidad de ver una de los ocasos más interesantes de la Comunidad de Madrid. No existirá consuelo hasta que vuelva a intentarlo. Entretanto habrá de resignarse con una imagen del lugar,…de hace diez años.



DOR     

viernes, 20 de noviembre de 2020

LA GARGANTA MAJALOBOS

Mapa del recorrido.

Durante mucho tiempo, quizá demasiado, se había mantenido como verdad incontestable que los romanos, durante la ocupación de la península, habían sido los introductores del castaño. Hace unos años, una investigación de la Universidad de Oviedo echó por tierra dicha creencia. El estudio, basado en registros fósiles y estudios polínicos, sostiene que, durante el Último Máximo Glacial –hace aproximadamente veinte mil años-, algunas especies, entonces predominantes en los bosques centroeuropeos, buscaron acomodo en zonas más templadas del sur de Europa. Según el trabajo, los refugios elegidos fueron el norte de las penínsulas ibérica, italiana y balcánica. Concretando aún más, existen pruebas de que, en Asturias y León, hace más de ocho mil años que las castañas ya eran uno de los alimentos primordiales. Lo que sí hicieron los romanos, pues era un importante alimento para sus tropas, fue estimular su cultivo y desarrollar innovadoras técnicas de poda e injerto.      


Nunca es necesario buscar justificaciones para salir al campo, pero esta vez, acuciado por el vaivén de cierres, aperturas y confinamientos, el caminante, a tres días de despachar el mes de octubre, monta un tinglado de última hora que le permite llegar hasta alguno de los castañares que medran, Dios sabe desde cuándo, en el cercano Valle del Tiétar. A tal fin, en el día de San Judas Tadeo, patrón de las causas imposibles, el caminante madruga pues los días, desde el último fin de semana, perdieron una hora de luz vespertina.
 

Entra en la provincia de Ávila por la localidad de Santa María del Tiétar –antes Escarabajosa-, para llegar al cercano municipio de Sotillo de la Adrada. En mitad del caserío, una carreterilla se separa por la derecha en dirección a Casillas. Quinientos metros más arriba, ya en el arrabal de Sotillo, renuncia a la máquina infernal, y tras abandonar el asfalto en una espaciosa rotonda, toma un camino terrizo. Pasadas las últimas edificaciones, un estrecho camino se aparta del principal para seguir la margen derecha de la briosa corriente que corre por la Garganta Majalobos.  



En seguida el camino abandona la compañía de una valla de alambre, para llegar a los musgosos restos de un molino harinero de pasado y propiedad poco definidos. A mediados del siglo XIX, Pascual Madoz, en su Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico, glosaba: La Garganta de Maja del Covo da impulso a dos molinos harineros. Un siglo antes, el marqués de la Ensenada confeccionó un completo censo de cada una de las poblaciones del reino. En el apartado Respuestas Generales, cada una de las unidades catastrales, representadas por regidores, alcaldes honorarios, capitulares, síndicos, escribanos y párrocos, respondían a cuarenta preguntas relacionadas con los municipios. En el caso de Sotillo, en la pregunta diecisiete, la referida con los molinos, se anota: “En el término de esta villa hay zinco molinos arineros de agua propios, uno de Blas Peynado sito en la garganta de Maxa el Covo que muele ocho meses del año en los que le consideran de útil veynte y zinco fanegas de trigo y cincuenta de zenteno. Otro propio de Jossepha Sierra y Rufina González su hija, sito en la misma garganta y consideran su producto en sesenta fanegas, las veynte de trigo y quarenta de zenteno…”. El perspicaz lector, a la vista de los testimonios de Madoz y del ilustrado marqués, ya habrá sacado alguna conclusión. De entrada, advertir que en nombre de la garganta ha ido alterándose con el paso del tiempo. Del Maxa el Covo del siglo XVIII al  Maja del Covo del XIX; de ahí al Majalcobo que recogen otros cronistas, para llegar al Majalobos que figura en la toponimia actual. En cuanto a los molinos, con los datos encontrados, se hace aventurado identificar los restos en los que se encuentra el caminante, con algunos de los dos molinos que aparecen en las reseñas históricas. Parece que a los sotillanos les sucede lo mismo y, ante la evidencia de su estado, aligeran el trance y simplemente le dicen Molino Roto. 


A través de un bucólico paisaje, el  caminante sigue la traza de la acequia hasta llegar hasta el lugar donde, otrora, se encontraba el azud que suministraba el agua al ingenio. El sitio se encuentra encerrado por unas rocas que impiden el paso y que lo obligan a retroceder un tanto para buscar un paso que le permita volver a la corriente. Aunque cincuenta metros por encima de la orilla corre una pista, nada hay más interesante que tratar de seguir junto al agua. Serán unos minutos de un continuo ir y venir en busca de los mejores pasos, hasta llegar a la primera de las presas de la garganta. Junto al estribo derecho coinciden el GR-180 y la Ruta de los Caminos y las Posadas, en su etapa Sotillo-Casillas-El Tiemblo. 





Pero el caminante que, en el día de hoy, no quiere tutelas, porfía por la orilla diestra de la presa, hasta llegar a una segunda presa, idéntica a la anterior. Ahora, sabedor de que la pista que recorre la ladera puede ser el escape en caso de apuro, insiste por lo más profundo de la vaguada hasta llegar a los esperados castaños. Y el catálogo comienza con un veterano ejemplar, cuyas raíces llevan más de doscientos años bebiendo de las frescas aguas de la garganta. Desde allí, comienza un gratificante recorrido rebosante de saltos de agua, pinos y castaños, hasta llegar al puente que permite que la pista salve la corriente, y cuyo quitamiedos servirá al caminante para reponer fuerzas. Al poco de pasar a la otra orilla, una nueva pista se separa de la principal subiendo por la ladera donde sotillanos o casillanos, pues el sitio es la raya de los dos municipios, se afanan en la recogida de las castañas. Más arriba, por un nuevo camino que se dirige hacia poniente, llega el caminante hasta las inmediaciones de un hotel rural, desde donde se divisan, parcialmente cubiertos por las nubes, el Puerto de Casillas y el Alto del Mirlo.















Entre castaños y robles, un camino carretero, en un principio encerrado entre musgosos muros de piedra, llevará al caminante a encontrarse, de nuevo, con la corriente de la garganta. El carril, cuya traza sigue la curva de nivel, se aleja del profundo hondón por donde el agua sigue su curso. Tras media hora de recorrido, el afán del caminante será encontrar la forma más manera de llegar hasta la charca artificial, excavada unos doscientos metros ladera arriba. No hay camino definido, pero no tiene pérdida. La charca, a medio nivel, no tendría mayor interés si no fuera porque en las inmediaciones se encuentra un castañar de vistosos ejemplares. Sale del lugar siguiendo un camino que enlaza con otro de mayor entidad, donde coincide con primer bípedo de los dos con los que hablará durante la jornada. Es la hora de la comida y el hombre, sentado en el maletero de un vehículo con portón trasero, y armado con una cachicuerna, está a punto de rematar un trozo de longaniza. A prudencial distancia, pegan la hebra. Es sotillano y está a setas. Durante la plática, entre otras cosas, informa al caminante que el reservorio, aunque el nombre no figura en los mapas, es conocido como la charca Rubiño. 









Terminada la charla, retoma el camino hacia poniente. La niebla, que hasta entonces se había mantenido en las alturas, comienza a descolgarse desde las cimas de los cerros. Antes de que la pista comience el descenso hacia el Arroyo del Franquillo, un sendero, marcado con un hito, se descuelga por la ladera. El caminante, al que el recuerdo del paisano dando viajes a la tripa de embuchado le ha despertado el apetito, aprovecha el tronco de un roble vencido por el viento para asentar los reales. Terminada la bucólica, reanuda el descenso por el pinar. No hay cuidado en que la pinocha oculte la traza del sendero; resulta simple trazar el rumbo para llegar a una nueva pista que corre quinientos metros más abajo. Y después de ésta una segunda, que resulta un inmejorable miradero sobre la verde dehesa, y que será la que tomará el caminante para regresar a Sotillo. Unos centenares de metros más adelante, el caminante abandona la pista para llegar, tras el paso por una charca similar a la visitada en la mañana, a una urbanización de calles asfaltadas y traza desordenada. Superado el embrollo de calles, se upa sobre el abandonado trazado de lo que fue el proyecto de construcción del ferrocarril Madrid-Plasencia, por San Martín de Valdeiglesias, y que la guerra civil terminó por abortar definitivamente, quedando parados los trabajos en la localidad de Casavieja. 








Llega al lugar donde espera la máquina infernal. En el murete de una casa aparentemente cerrada, pone orden en la mochila. Durante el trayecto ha recogido algunas castañas, no demasiadas, pues no resultaba conveniente aumentar el peso del petate. Esto le hace pensar que quizá, en el pueblo, algún comercio pudiera venderlas. La duda bien pudiera resolverse preguntando a una mujer que, enmascarada como manda la norma, se acerca por la acera. 

“Ahí, un poco más abajo, en la tienda del morito, las hay de por aquí; pero no son buenas. En casa, mi marido las asó anoche,… y no son finas. Si lo que quiere es comprar un buen género, en la salida del pueblo, en dirección a La Adrada, hay un centro comercial donde las tienen gallegas, que son mucho mejores.” 

Tan vehemente defensa de las castañas gallegas, ponen al caminante al filo de la sospecha. Y el barrunto solo tendrá confirmación después de una simple pregunta. 

“¿Es usted gallega?”

Al tiempo que se aleja, la mujer se vuelve y, con decisión, resuelve el asunto. 

“Cierto. Lo mejor de España,… ¡y con las mejores castañas!”

Toma ídem.

DOR