sábado, 28 de diciembre de 2019

LAS CÁRCAVAS DEL RÍO PERALES


Que nuestra relación con la naturaleza ha evolucionado con el paso del tiempo, resulta evidente. En la actualidad, sobre todo en los grandes núcleos urbanos, un alto porcentaje de la población ha perdido el contacto con algunos sabores que antaño fueron cotidianos. El sabor de bellotas, algarrobas o majuelas hace tiempo que perdieron actualidad. Hasta mediados de los sesenta, los puestos callejeros de Madrid ofrecían la venta a granel de muchos de estos frutos silvestres.

La majuela, o majoleta, el rojo fruto del espino albar, con estimables cantidades de vitamina C, llegó a utilizarse con asiduidad en la elaboración de mermeladas. La pulpa, de textura farinácea, tiene un ligero sabor dulzón, sobre todo si el fruto está maduro; de su escasa calidad alimentaria da explícita y jocosa descripción el acervo popular del pueblo segoviano de Navalmanzano: "Majoletas, por el culo te las metas”; definitoria sentencia, recogida por Emilio Blanco Castro en su Diccionario de Etnobotánica Segoviana. La baya contiene una única semilla que, hasta mediados del siglo pasado, en un remedo de guerra incruenta, se lanzaba al exterior, a modo de cerbatana carpetovetónica, mediante un canuto de caña.

El consumo de frutos secos está datado en más de 900.000 años. 40.000 años tienen las pinturas rupestres de la cueva de La Sarga, en Alcoy. En una de ellas, donde aparecen unos arqueros y unos árboles con frutos en sus copas y en el suelo, los entendidos han interpretado el uso de útiles en la recolección de bellotas por vareo. La abundancia de encinas en el bosque mediterráneo y el contenido calórico de su fruto, resultaron un alimento imprescindible desde el Pleistoceno. Más tarde, cuando los romanos realizaron plantaciones extensivas de castaños, la bellota pasó a un segundo plano en la alimentación humana, no así en la animal.

Pero, todo muda con el tiempo y las bellotas vuelven a nuestras vidas. En Corea del Sur se han puesto tan de moda que, según el diario The Wall Street Journal, grupos de activistas pro derechos de los animales, patrullan en los bosques impidiendo la recolección masiva de bellotas, evitando, si ello es posible, dejar a los animales sin una parte importante de sus sustento. Y es que los coreanos están en lo cierto. Abundantes ácidos grasos insaturados, hidratos de carbono, antioxidantes asociados a los taninos, proteínas, vitaminas y minerales, además de la ausencia de gluten, son las gracias que adornan a la bellota. Algunos expertos proponen que la longevidad de algunas tribus de indios americanos, se explica por el consumo masivo de bellotas.    

El caminante, cuando han pasado quince jornadas del mes de octubre, lía el petate y se va en busca de alguno de esos frutos de temporada. Y aprovechando el lance rendirá visita a las cárcavas del río Perales, en una ruta en la que caminará por los términos de Villamantilla, Aldea del Fresno y Chapinería, en un trayecto lineal que hace necesario el concurso del transporte público. Llegar a Villamantilla no resulta complicado, pero sí un tanto latoso pues no existe conexión directa con la Corte. El interurbano que da servicio a la población sale de la localidad de Móstoles, lo que obliga al caminante a realizar un mixto tren/autobús para llegar al inicio de la ruta. Una vez en la localidad, pasadas las instalaciones deportivas, en una urbanización de aseadas calles, el caminante se apea en la última parada del recorrido. Hacia el poniente, una amplia avenida llega hasta la carretera que llega desde de la vecina localidad de Villamanta. A la izquierda, a un centenar y medio de metros, se desvía el Camino del Río.

La jornada, que va a ser un estimulante ejercicio de vivificación de los sentidos, comienza con el de la vista cuando, desde un altozano, el caminante distingue la inconfundible silueta de La Almenara, considerada como el inicio occidental de la Sierra de Guadarrama. Al del tacto le llega el turno cuando, antes de cruzar el río, el caminante acaricia el rugoso tan de una añosa encina. Y el gusto quedará cumplido con el amargoso dulzor de las bellotas y el inclasificable sabor de las majoletas.       





Entre ganaderías de bravo, el camino, de forma sosegada, se dirige hacia la ribera del Perales. A ambos lados, entre barbechos, retamas y baldíos, comienzan a aparecer viejas encinas y adehesados horizontes. Llega el caminante al río Perales en el lugar donde los mapas localizan los restos del molino de Villamantilla; ningún vestigio de la conducción que, a cielo abierto, llevaba el agua desde el azud sito varios centenares de metros río arriba. La época del año hace que, desde el puente que salva el cauce, el panorama resulta un tanto deprimente. La escasa corriente serpea de un lado a otro del cauce, para mantener las riberas con la humedad suficiente para que aparezcan con un aspecto primaveral, situación que cambiará una legua más abajo, donde el agua desparecerá definitivamente.  






Sigue el caminante, sin impedimento alguno, por la orilla diestra del río. Un río que, como quedo dicho, se manifiesta verde y vital mientras resiste la menguada corriente. Es un tramo donde encinas y fresnos pugnan por la supremacía en ambas orillas. En el sitio de la junta del río con el arroyo de La Oncalada, justo en el lugar donde una tajea salva el cauce, acaba la posibilidad de tomar, con dirección NO, el camino hacia Chapinería. El motivo no es otro que la inmensa valla metálica que rodea la finca Dehesa de las Hoyas, cuya traza está tan próxima al cauce que, en primavera, con el caudal habitual, la progresión, si la intención es llegar hasta las cárcavas, resulta harto dificultosa; tanto que en varios puntos se hace necesario vadear la corriente.





El caminante, con la ventaja de poder echarse al seco cauce, cuando la marañosa vegetación impide el paso por la orilla, sigue hasta el inmenso meandro, donde se encuentran las cárcavas, donde, de forma clara, se muestra la superposición de estratos realizada, durante miles de años, por el río. En el lugar, el cercado de la finca, de un plumazo administrativo, ha engullido los restos de un molino harinero, y del camino que los chapineros utilizaban para llegar hasta él. Harto de luchar, ora contra la valla metálica, ora contra los jodíos zarzales, determina avanzar sobre el arenal del cauce. De esta forma, sin haberlo previsto, se ve obligado a llegar  hasta el arrabal de la localidad de Aldea del Fresno, en el lugar donde el Perales recibe, por la siniestra, el cauce –ahora también seco- del arroyo Grande o de Villamanta. Un acicalado parque encierra, a los pies de la iglesia de San Pedro, los restos de una antigua noria que los entendidos datan del siglo XII. Junto a al muro de mampuestos, un abundoso caño fluye sin freno. El caminante, que ha caminado más de una legua por un cauce más seco que una bacalada, a la vista de tan copioso caño, toma sus precauciones. Al otro lado de la carretera que sube hasta el pueblo, un paisano riega una pradera de recortado césped.









-          Buen día. ¿El agua del caño se puede beber?            
El hombre, sin dejar el riego, al tiempo que da respuesta al caminante, le arrima un tantarantán al consistorio.
-          Llevo cuarenta viviendo aquí; y siempre he bebido del Caño de la Noria. Con esa agua se han criado mis hijos, y ahora van estos listos y dicen que no es potable.
En vista de que parece que no está la masa para buñuelos, agradece la información, cruza la carretera, y vuelve al sitio del manadero. La realidad es que no existe ningún cartel que avise de la no potabilidad del agua, pero, a pesar de la buena embajada del paisano, el caminante desconfía. En un banco solitario del solitario parque, asienta el real para dar buena cuenta de las provisiones. Todavía lleva agua suficiente, por lo que solamente hace uso del caño para el oportuno lavatorio de manos.

Tras el lance, vuelve el caminante a su afán, que no es otro que el de llegar a Chapinería. Obligado por el cierre de caminos por parte de las fincas privadas, revisa los mapas para encontrar alguna alternativa, que no sea la del asfalto. Y la solución se hace realidad a quinientos metros del puente que salva el río. Tras el breve trecho, a manderecha, una vía pecuaria asciende por la ladera, eso sí, llevando, siempre a la diestra, la valla metálica de la Dehesa de las Hoyas. Entre las coscojas, el camino, siempre el ligero ascenso, va recorriendo el cordel ganadero. Tras una hora de sosegado caminar, en un marcado cuadrivio, el caminante toma una vereda que se orienta hacia el saliente, y que lo llevará hasta el vallejo del arroyo de La Oncalada. Cruza la corriente y, abandonando el camino, progresa por la orilla izquierda de la corriente, donde no será difícil encontrase con algún gamo en búsqueda del agua. Con el caserío de Chapinería a tiro de honda, en el lugar donde se encuentra la estación de tratamiento de aguas de la localidad, el terreno, al contrario de lo visto durante la jornada, se muestra quebrado y rocoso.




Solo queda ruar por las calles vacías, hasta llegar a la rotonda donde tiene la parada el autobús que hace el recorrido Cebreros-Madrid. Lo demás, por previsible y sabido, tiene poca trascendencia.  

Días más tarde, durante el proceso necesario para hacer realidad esta crónica, cuando se hace imprescindible la revisión de fotografías y recopilación de datos, localiza el acta de la sesión extraordinaria del municipio, celebrada el veintitrés de septiembre de 2016. Según dicho documento, en respuesta a una pregunta de la oposición, el Concejal de Sanidad reconoce que del caño se ha bebido siempre; sin embargo la última analítica encargada da unos valores de nitratos superiores a los permitidos, o sea, no apta para el consumo humano.

DOR


lunes, 4 de noviembre de 2019

EL RÍO ILUSTRADO


En el 2003, el Real Madrid fichó a David Robert Joseph Beckham. Estuvo en el club hasta julio de 2007, año en que fue contratado por el equipo norteamericano Los Ángeles Galaxy. Nada fuera de la clásica normalidad en el mercadeo futbolístico, si no fuera porque junto al jugador, cómo era de esperar, llegó su familia. A su esposa, Victoria Caroline Adams, conocida como la pija (posh) de las Spice Girls, pronto le colgaron un sambenito, del que no pudo desprenderse en los cinco años que estuvieron en Madrid. Según los cronistas de la cosa, la señora Beckham, de forma desdeñosa, había notado que España olía a ajo. Quizá el lance no sea cierto, pero si lo es, se equivocó en su apreciación, pues hoy, además de a ajo, España huele a pizza margarita, a kebab, a ceviche, a arepa, a ciorbä y a otros muchos aromas forasteros. Ha pasado mucho tiempo para que, después de algunos siglos, se siga insistiendo con un sonsonete que, para el que esto escribe, le entra por una oreja y, al punto, le sale por la otra. Reivindicar, por tanto, el ajo y las viandas y aromas de siempre. Tan de siempre, que ya en El Quijote se hace referencia al ajo y sus efluvios. Recordemos al Ingenioso Hidalgo, cuando dice a su escudero ser malquisto de unos encantadores: “…que no se contentaron estos traidores de haber vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y justamente le quitaron lo que es tan suyo y de las principales señoras, que es el buen olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor a ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma”.       

Durante los siglos XVII y XVIII, se generalizó la costumbre de que los jóvenes aristócratas ingleses, y más tarde franceses y alemanes, viajasen por Europa en un viaje de diversión y conocimiento. Los  destinos primordiales de aquel viaje iniciático, conocido como Grand Tour, eran la Costa Azul francesa y, sobre todo, Italia. Más tarde, en lo que el alemán Christian August Fischer llegó a considerar “un viaje al fin del mundo”, algunos de aquellos viajeros se aventuraron en territorio español, quizá llamados por el deseo de indagar en lo desconocido. De las crónicas de aquellos viajeros, salvo excepciones, no resultamos muy bien parados, pues mostraban una España tópica de bárbaros ignorantes y pícaros expertos en trapazas. En lo relativo a la gastronomía, los viajeros extranjeros, seguramente habituados a sabores más refinados, torcían el gesto ante los condimentos esenciales de la cocina popular española, como eran el ajo o el azafrán. Argumentaban aquellos melindrosos tourist que, con el exceso de ajo y otros aderezos, se enmascaraba la calidad del producto y se alteraba el resultado. Entre las excepciones, cabe destacar a Jean-François Bourgoing, diplomático francés que tuvo la meritoria habilidad de, siendo barón, ser embajador de la Francia revolucionaria en España, lo que le permitió viajar por el país y conocerlo a fondo. Siguiendo la pauta europea, aborrecía el ajo, pero gustaba de los vinos españoles. Y entre otras valoraciones, consideraba que la herencia musulmana era la rémora que frenaba la incorporación de España a la Europa Ilustrada. Mantuvo una comprensiva postura, en clara oposición a la opinión mantenida por otros cronistas europeos, que quizá estuvo influenciada por el hecho de que la dinastía reinante fuese francesa, lo que le llevaba a criticar la desproporción y deficiencias estéticas de los edificios levantados en épocas anteriores y, como era de esperar, alabar las perfectas y armoniosas formas de otras construcciones, entre las que citaba el palacio que, al estilo francés, había construido Felipe V en La Granja de San Ildefonso. Este Bourgoing es el signatario de una cita, cuya reseña aparece en un cartelón situado en la orilla del río Eresma – el río ilustrado al que hace referencia el título de esta crónica -, y que, si la memoria no me deja en mal lugar, dice así: “… si alguna vez usted va a pasar algún tiempo en San Ildefonso[…] vaya a soñar a las orillas del Eresma, donde encontrará uno de los más hermosos jardines ingleses que la naturaleza haya trazado…". Antes de seguir, dejar claro que para los antiguos cronistas el Eresma comenzaba en el sitio donde recibe las aguas del río Cambrones, lugar que ahora ocupa la presa del Pontón Alto. Las casi tres leguas anteriores recibían el nombre de río Valsaín.

Ha comenzado el mes de julio y las previsiones anuncian un verano de temperaturas excesivas. Han pasado ocho días y el caminante, en vista de los augurios, presiente que ésta puede ser la última oportunidad de salir al campo, antes de la inclemente canícula. Además, jugará con ventaja eligiendo uno de los lugares más refrescantes de la ladera septentrional de la Sierra de Guadarrama: el curso del río Eresma. Por supuesto que el caminante ya tiene recorridas, en alguna otra ocasión, las orillas del río; esa es la razón por la que hará una variación en la parte inicial de la ruta. Obviará el manido inicio en el Puente de la Cantina, para hacerlo en el Puerto de Navacerrada. Luego el caminante aguantará junto al río, hasta que éste pierda su rumorosa corriente en el embalse de Pontón Alto, a la vera del mayestático caserío de San Ildefonso.

Las actuales obras de rehabilitación del túnel de la risa, obligan al caminante a desplazarse hasta la estación de Chamartín, lugar donde se inician los recorridos que llegan a Segovia, pasando por Cercedilla. Una vez en la localidad serrana, el caminante toma el tren eléctrico que sube al Puerto de Los Cotos, con parada intermedia en el de Navacerrada, que será su destino. Desde la estación, un camino, que se inicia junto a los herrumbrosos restos de un remonte, sube por la ladera. En el puerto, sigue la carreterilla asfaltada que, tras dejar a la siniestra el inicio del Camino Schmidt, lleva a la residencia militar de Los Cogorros. Junto al recinto de la residencia, el viejo Camino del Enmaderado podría ser una opción para bajar por la ladera, pero el caminante alarga su camino por el cordal, para llegar hasta los dos miradores que se cuelgan sobre los pinares de Valsaín. En primer lugar el de Gallarza, mirador que muestra, en espera de la nieve, el artificioso esqueleto de las pistas de esquí del Telegrafo y las de la ladera de Valdemartín. Ochocientos metros más adelante, el de Las Maravillas, donde el artificio se convierte en verde pinar.







Desde el mirador, el caminante toma una senda que, orientada al NO, baja por la ladera hasta llegar a la Pradera de la Machorra, soleada nava donde hace un alto para reponer fuerzas. Desde allí, ahora hacia poniente, el camino baja en busca del Arroyo del Telégrafo. Tras cruzar una pista maderera, un pedregoso camino se pega a la margen derecha de la corriente. Un camino que, siempre bajo los albares, llevará al caminante hasta el lugar donde el arroyo entrega su caudal a un joven Eresma, que, según los mapas actuales, ha tomado nombre y entidad en el Puente de la Cantina, unos cientos de metros más arriba. Unas viejas pasaderas, desgastadas por el paciente fluir de la corriente, llevan al caminante a la orilla izquierda del Eresma, donde comienza un cumplido catálogo de intervenciones realizadas durante el reinado de Carlos III, finalizadas en 1768, y que, a pesar de la evidente desidia de los actuales jerarcas, aún permanecen en aceptable estado. El barón de Burgoing, en el último cuarto del siglo XVIII, hace la oportuna reseña de los cambios realizados: “A un cuarto de legua del real sitio tiene su cauce un modesto río, el Eresma, que proporcionaba a Carlos III uno de sus placeres favoritos, la pesca. El monarca hizo allanar en forma de aceras las tortuosas y quebradas orillas, con escalones de piedra y de césped cuando el terreno lo exigía”.       







Poco hay que hacer, sino abandonarse en tan singular paisaje. El caminante se deja llevar por el vivificante rumor de la corriente, avanzando sobre la traza perfecta de la orilla. Repone agua en el freso caño de la fuente de Los Vadillos, en el lugar donde un pontón de madera permite, desde antiguo, pasar al otro lado de la corriente. Un cuarto de legua más adelante, el río, que hasta entonces corría sosegado, se enrisca entre los berruecos de la Boca del Asno, donde algunos excursionistas, desconocedores de la actual normativa, chapotean en las pozas. El 23 de mayo pasado, se aprobó el Plan Rector de Uso y Disfrute del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, en el ámbito territorial de la Comunidad de Castilla y León. En él se advierte a los visitantes de la prohibición de bañarse o transitar por el cauce del río Eresma. Advertencia que se ampara en el artículo 41 del Decreto 16/2019.












De forma continuada, va apareciendo la intervención del hombre sobre el río. El puente de Navalacarreta, de sólida construcción, y que los cronistas reputan como parte del antiguo Camino de Madrid, antes de que se trazara la actual carretera al Puerto de Navacerrada. Poco antes de llegar a la inmensa pradera de Valsaín, el puente de Los Canales, construido en el siglo XVI, y que sustenta el acueducto que llevaba el agua, desde el arroyo Peñalara hasta el, hoy ruinoso, palacio de Valsaín. El caminante, al igual que hizo hace nueve años, se sienta a comer bajo el mismo roble, con la rumorosa corriente a su espalda. Tras la bucólica, vuelve a su afán y, antes de volver a la orilla del Eresma, rúa por las contadas calles de Valsaín. Un incendio en 1686 arruinó la totalidad de estancias del palacio. El elevado coste de su reparación, y la construcción del palacio de La Granja, sumieron al antiguo palacio en el olvido. Hoy, el patio de armas, sus arcos y demás dependencias, sirven para almacenar leña y aperos agrícolas.





AÑO 2010




De nuevo junto al río, el caminante hace un alto en el Salto del Olvido, presa construida a principios del siglo XX. La función principal de su construcción, fue la de producir electricidad para Valsaín y San Ildefonso, aunque, aprovechando las especiales características del lugar, también se destinó al baño y recreo. Mención especial para la salmonera, ubicada junto al estribo izquierdo de la presa, que permite a las truchas ascender por el ingenio para desovar aguas arriba. Vuelve la cuidada adecuación de la orilla hasta llegar al puente del Anzolero, topónimo condicionado por el lugar, y que se refiere al oficio artesano que se dedicaba a la confección de anzuelos y señuelos para la pesca. En el entorno del puente, grabado en una roca, el indeleble testimonio del año de terminación de las obras.





Vuelve el caminante a dejarse llevar, siempre por un camino a favor de corriente, hasta casi llegar a la cola del embalse de Pontón Alto. 



En este punto caben dos opciones: circundar el embalse, lo que supone un recorrido adicional de una legua y media, o pasar a la margen derecha del Eresma y tomar camino directo a San Ildefonso, que, en vista del trayecto ya recorrido, parece ser la más juiciosa. Para tal fin, cruza sobre un puentecillo por donde sigue un camino terrizo que, entre un espeso robledal, entra en San Ildefonso junto a las instalaciones del campo de polo. Una vez en el lugar pertinente, solamente queda esperar la inminente llegada del autobús que lo llevará hasta Segovia. En la estación de autobuses, la enrevesada gestión en una máquina expendedora de billetes, para conseguir uno que lo lleve a Madrid sin hijuelas; objetivo que consigue tras pelearse con el artefacto y, por supuesto, echar más votos que un carretero. Tras el lance, una vez arrellanado en su asiento, y con la mochila a buen recaudo en la bodega del autobús, una placentera modorra se va apoderando de la voluntad del caminante. Antes de caer en brazos de Morfeo, en un último intento de dar orden y sentido a las glosas del día, se hace un honesto propósito: una vez en su lar, embaularse, con dedicatoria a la señora Beckham y a los pacatos meaqueditos del XVIII, un par de tostadas con ajo y aceite, del tamaño de la suela de un alpargate. En esas está cuando, como última visión de la tarde, se perfila en el horizonte la recortada silueta de la sierra de La Mujer Muerta. Luego, todo será oscuridad y molicie hasta el intercambiador de Moncloa. 

DOR