jueves, 27 de julio de 2017

EL ESPALDAR

Desde el collado de la Tejera, por donde ahora corre la A-1, hasta el puerto del Medio Celemín, por donde lo hace la Cañada Real Segoviana, un rosario de elevaciones graníticas de mediana altura conforma un atrayente cordal que, dependiendo del entusiasmo que cada cual quiera dedicarle, puede recorrerse en unas pocas horas. Una legua de mogotes rocosos que, orientados de saliente a poniente, forman la sierra de La Cabrera. Al ser una estribación de la sierra de Guadarrama, su formación geomorfológica se asemeja mucho a ésta: pétreos cortados, casi verticales, en su parte meridional y pendientes menos abruptas en la septentrional. Contemplada desde cualquiera de sus extremos, parece una ola gigante que quisiera romper sobre la llanura que se extiende hasta Madrid. Y esa, la parte septentrional, más suave y andadera, conocida como El Espaldar, es la elegida por el caminante para dedicarle la jornada del primer jueves de abril. 

El 17 de mayo de 2008, upado sobre el Pico de la Miel, el caminante reparó en la red de caminos que se pierden hasta Lozoyuela y El Cuadrón. Entonces, el paisaje todavía mostraba los efectos del incendio ocurrido en el verano del año 2000, que arrasó cerca de 200 hectáreas de monte bajo y matorral. El desolado panorama que se mostraba desde el otero del vértice geodésico, incluía dos excavadoras que, cuando trabajaban en las labores de extinción, en un cambio brusco de la dirección del viento, quedaron atrapadas entre las llamas. Hoy, cuando la asurada maquinaria ya no es parte del paisaje, y el inexorable paso de diecisiete años ha repuesto la vegetación, ha llegado el momento de recorrer alguno de esos caminos.

Pico de la Miel, 17 de mayo de 2008

Tras el paso por Cabanillas de la Sierra, entra el autobús en la larga avenida que vertebra el caserío de La Cabrera. Y es la última parada de esa avenida la que, cuando han pasado algunos minutos de las nueve, pondrá al caminante en el camino de la ruta del día. Trescientos metros más arriba, una gran explanada cobija un establecimiento hotelero y una gasolinera. De la trasera de esta última, entre el coscojal, nace una senda que va en busca de una destartalada urbanización. Con el Pico de la Miel a la siniestra, deja atrás la última edificación en el lugar donde el camino propone dos alternativas: seguir las marcas del PR que, por la izquierda, sube por la ladera o, la elección del caminante, continuar por la senda que se dirige hacia el mogote rocoso de Cabeza Mala. Tras el paso de un arroyuelo, abandona la trillada marca del camino y, entre un intrincado roquedal, inicia la subida hasta el collado, por donde corre la raya que separa los términos de La Cabrera y Lozoyuela. Es un solitario lugar, ocupado por pinos y berruecos, donde se encuentra un viejo depósito de aguas. Por el carril que da servicio a la edificación llega el caminante hasta el amplio camino que, de saliente a poniente, recorre la ladera septentrional de la sierra en dirección al puerto del Medio Celemín. Un camino sencillo de recorrer y sin posibilidad de extravío, en el que siempre aparecerá, como fondo del paisaje, la roma cima del Mondalindo.






A derecha e izquierda del camino van sucediéndose las hijuelas. Un sinnúmero de caminos y veredas; unos que trepan por la ladera y otros, en compañía de los escasos arroyos de la zona, se alejan hacia el norte. Cualquiera de los primeros hubieran servido para subir a la cuerda, pero el caminante quiere llegar hasta el lugar en que el camino se encuentra con el arroyo del Barranco de los Buitres.


Con el trazado de la abandonada línea férrea Madrid-Burgos a tiro de piedra, llega el caminante al encuentro del arroyo, en el lugar donde la corriente se canaliza para mantener siempre en disposición un reservorio cerrado, utilizable en caso de incendio. De la trasera de la casilla, sale una vereda que, entre el pinar, sigue durante un trecho el cauce del arroyo, cuya corriente va menguando a medida que la senda va tomando altura. Acabado el pinar, la vereda sigue subiendo por un terreno inhóspito, donde solamente medran retamas y enebros, hasta su encuentro con el PR que viene de Valdemanco. Ahora, con el Cancho de la Bola como faro, el nuevo camino lleva al caminante hasta la profunda dentellada que parte en dos la sierra: el collado del Alfrecho. Bajo las amenazantes llambrias del Cancho Gordo, un gran hito señala la senda que baja, collado abajo, en dirección al arrabal de La Cabrera.







Tras unos minutos de solaz, el caminante retoma su camino. Un camino que porfía entre un laberinto de berruecos, hasta llegar hasta la pedregosa ladera del Pico de la Miel. Es entonces cuando cabe la decisión de bajar a La Cabrera por la escabrosa ladera meridional, o seguir las marcas del PR que, con el aliciente de unas interesantes vistas del embalse de El Atazar, en unos minutos llevan al caminante hasta el desordenado trazado de la urbanización que ya pasó en la mañana.









Conforme al horario previsto, llega el autobús de Madrid que, a esa hora, llega cargado de escolares que han terminado la jornada lectiva en Buitrago. Tras unos quilómetros, la incesante batahola va disminuyendo a medida que los educandos van quedando en sus respectivos destinos. En Cabanillas de la Sierra todo queda en silencio, lo que permite al caminante cerrar los ojos para recapitular sobre las vivencias del día.   

DOR

martes, 11 de julio de 2017

LA CASA ERASO

Desde antiguo, salvar la barrera montañosa de Guadarrama ha sido objetivo y necesidad de viajeros y gobernantes. Para tal fin, varios han sido los pasos que, a través de la historia, han posibilitado la comunicación entre las dos mesetas. Unos, con el paso del tiempo, han devenido en puertos de montaña con notable importancia para la red de carreteras: Guadarrama, Navacerrada, Navafría, Somosierra,..
Otros, por sus características, nunca llegaron a alcanzar la importancia de los anteriores y, como era lógico, su uso se mantuvo durante el tiempo en que sirvieron para comunicar pequeños núcleos de población de ambas vertientes. Las Calderuelas, Malagosto, Linera, Peña Quemada y La Acebeda, están entre los más conocidos. Aún existe otro grupo que el caminante, algo audaz, se atreve a agrupar bajo la denominación: históricos de importancia perdida, entre los que, en orden inverso a su cronología, se encuentran los de Tablada y La Fuenfría.

El puerto de Tablada, situado en lo que hoy se conoce como collado de La Sevillana, fue, según conclusión de un equipo de investigadores de la Sociedad Geográfica del Guadarrama y Sociedad Caminera del Manzanares, el Balat Humayd, o “camino de Humayd”, empleado por los musulmanes en su expansión hacia el noroeste de la península y, con posterioridad, usado por la hueste cristiana en su reconquista hacia el sur. Con la recuperación se castellanizó el nombre, pasando a llamarse Balathome. Ricardo Fanjul, uno de los responsables de la investigación, afirma que fue el paso hacia el noroeste más utilizado por comerciantes y soldados, hasta que, en el siglo XVIII, Fernando VI mandó proyectar, unos centenares de metros hacia poniente, el que hoy conocemos como puerto de Guadarrama o del León. Los estudios han logrado identificar un tramo de unos treinta quilómetros, entre el actual apeadero de Tablada y la localidad segoviana de Coca.

Y, según constancia histórica, el más antiguo de todos es el de La Fuenfría. Hace dos mil años, este paso fue utilizado para trazar el camino de la Vía XXIV, calzada romana que conectaba Emerita Augusta con Cesaraugusta. Después, desde la Edad Media fue ruta ganadera y Camino de Santiago. Los reyes austrinos lo utilizaron para llegar al palacio y cazaderos de Valsaín, y los borbones para trasladarse a los de La Granja y Riofrío. Más tarde, durante la II República se planeó el trazado de una carretera que, afortunadamente, solamente quedó en proyecto. Con un itinerario previsto algo enrevesado, en el decimosexto día del mes de marzo, el caminante orienta sus pasos hacia ese entorno histórico.

Aunque faltan pocos días para la entrada de la primavera, la pasada noche ha debido ser fría y la fresca temperatura de la mañana así lo atestigua. Llega el caminante al puerto de Navacerrada en un autobús que, en los estertores de la temporada nival, continúa su viaje hasta las instalaciones de Valdesquí. Durante unos instantes, en el lugar donde confluyen el camino Schmid y la pista del Escaparate, se detiene a observar las evoluciones de los primeros esquiadores de la mañana. Nada invita a imaginar, visto lo rutinario y placentero de la estampa, que será otra pista, la del Bosque, la que, unos centenares de metros más adelante, pondrá a prueba el tesón del caminante. De repente, treinta metros de pista que yugulan la tranquila traza del camino. Treinta metros de nieve que, por la dureza y lisura de su superficie, acaba de ser compactada por la maquinaria. Treinta metros, con un desnivel de más de un veinte por ciento que, so pena de subir trescientos para luego bajarlos, o bajar quinientos para luego subirlos, no tendrá más remedio que cruzar. Sin crampones, con la única ayuda de la punta del bastón, clavando el canto de las botas en tan dura superficie, el caminante avanza penosamente hasta cruzar al otro lado, en los que, sin duda, son los minutos más azarosos desde hace mucho tiempo. De nuevo en el camino, la nieve pisada y helada pone alguna dificultad en el recorrido; nada que no pueda solucionarse buscando la nieve blanda de las orillas. Un juego de niños si se compara con el incidente pasado.


Siempre por la umbría de Siete Picos, llega el caminante a una bifurcación, señalada con tablillas de madera clavadas en un pino, en la que el caminante elige el camino que toma altura en busca del collado Ventoso. Encerrado entre el cerro del mismo nombre y el cordal de Siete Picos, el collado es un remanso de tranquilidad donde el caminante, junto a unos de los hitos que señalaban los cazaderos reales, hace la parada para tomar las once. Tras el tentempié, sigue por el trillado camino que, bajo el pinar, desciende por el vallejo de La Navazuela. Trescientos metros más adelante, una vereda se separa del camino por su derecha. Una vereda que muestra, cuando la pinada lo permite, unas perspectivas interesantes del valle de La Fuenfría, y que, faldeando el cerro Ventoso, tiene su final a pocos metros del puerto. Parado sobre el pical, el caminante, antes de acometer la subida al cerro Minguete, hace una rutinaria revisión de la ruta y del lugar. Resulta un tanto extraño que, a pesar de la excelencia del día, un solitario andariego, afanado en la lectura de un cartelón informativo, sea la única representación racional en el lugar.           

  




Por la ladera oriental del Minguete, entre albares crispados por los rigores invernales y enebros pegados al terreno, un pedregoso camino, que sigue la raya que separa Madrid y Segovia, sube hasta el somo. Es el momento de abandonar las marcas del PR y, por derecho, comenzar la ascensión del Montón de Trigo por su cara meridional. El pinarcillo, que en un principio acompaña al caminante en la subida, renuncia a la lucha en la cota 2000. Queda entonces remontar una laberíntica senda, de algo más de cuatrocientos metros, que, entre las rocas, lo llevará hasta los 2161 metros de la cumbre. El lugar, en contraste con la estampa amogotada que presenta desde el sur, no es picudo sino que la cima, desde donde las vistas resultan magníficas, se prolonga unas decenas de metros hacia el NE. Desde un trascacho rocoso, resguardado del fuerte viento, observa como la nieve marca la línea de la divisoria de aguas. El descenso por el abajadero de poniente, más suave que la subida, lleva al caminante, entre el piornal, hasta el collado de Tirobarra. Cuando el collado comienza a perder su condición, y se inician las rampas de subida a La Pinareja, el caminante, ya sobre la nieve, orienta su camino hacia el saliente.










En la lejanía, dos sendas se dibujan sobre la nieve de la ladera norte del Montón de Trigo. Y cualquiera de las dos es buena para llegar a su objetivo, que no es otro que el camino que sube al puerto de la Fuenfría, siguiendo la traza de la antigua calzada romana. Pero lo que la distancia proponía como algo sencillo, se complica a llegar al inicio de la que corre por la cota más alta. Desde ese momento, la gruesa capa de nieve va condicionar la travesía. Perdida la referencia de la vereda, es el momento de aplicarse con los mapas y la brújula. Camina con precaución, evitando, si es posible, la inconsistente proximidad de las rocas, donde la nieve comienza a fundirse.






Es el momento de descender a cotas más bajas dónde, desparecida la nieve, da comienzo un cerrado pinar que domina la ladera del saliente. Como era previsible, el descenso entre los pinos le hace errar el punto de salida en unos centenares de metros. Por una vaguada, por la que corre un arroyuelo, llega al lugar donde se encuentra la fuente de la Reina o de Matagallegos, parada y descanso de los que hacían el camino desde, o hacia, Madrid. Desde allí, el caminante comienza un suave ascenso que, en algo más de un cuarto de hora, lo llevará hasta el idílico lugar donde se encuentran las ruinas de la Casa de Eraso, residencia palaciega que partía en dos el dificultoso camino hasta el palacio de Valsaín. El caminante, con el ánimo de no tergiversar la historia, extracta parte de la información de uno de los carteles: “En tanto finalizaban las obras de El Escorial, Felipe II seguía acudiendo, durante el verano, a Valsaín. El rey, aconsejado por Francisco de Eraso, mandó construir una casa, en la que la reina Isabel de Valois, embarazada de la infanta Isabel Clara Eugenia, descansaba de tan fatigoso viaje”. La construcción del palacio de La Granja, y la puesta en servicio del nuevo paso del puerto de Navacerrada, significaron el abandono del palacio de Valsaín y el de la Casa de Eraso. Igual suerte, y por los mismos motivos, corrió la ermita de la Virgen de Nuestra Señora de los Remedios, situada a pocos metros de la casa, y en la que, según las crónicas, un fraile del convento segoviano de San Francisco oficiaba misa todos los domingos y festivos, durante el periodo que va del 1 de mayo al 1 de noviembre.




Tras la cita con la historia, el caminante continúa su subida hacia el puerto. El camino, que además de lo ya apuntado, fue una importante ruta para la trashumancia -Cordel de Santillana-, resulta un impagable prontuario de ejemplos de técnicas constructivas: capas de drenaje, enlosado de lugares dificultosos, quitamiedos, badenes para evacuación de aguas, muros de contención,… Sobre los mampuestos de uno de esos muros, junto al perseverante arrullo del arroyo Minguete, hace el caminante la última colación del día antes de afrontar el último repecho. De nuevo en el puerto, con la misma soledad que en la mañana, las alternativas para bajar a Cercedilla son varias,… y todas atrayentes. Tras el sorteo mental, se decanta por seguir la traza del viejo camino de Segovia, que principia sobre la ladera de poniente del valle. Un camino, a veces descarnado y pedregoso, que tiene la ventaja de bajar resguardado del sol de la tarde. Un camino que es un muestrario de cristalinos arroyos y frescas fuentes. Un camino, en definitiva, que resulta el último deleite de la jornada.




El caminante, que ha llegado minutos antes de la salida de un tren que inicia su recorrido en la estación, advierte que van a ser pocos los compañeros de viaje. Si solitario fue el recorrido del día, también lo será el viaje de regreso a La Corte.  


DOR