lunes, 18 de enero de 2016

EL BARRANCO DE LA HOZ

Poco a poco, casi por sorpresa, como si fuésemos parte de un ejército en retirada,… hemos acabado sucumbiendo. Después de varios siglos, la conquista americana del siglo XV y posteriores, se ha convertido en la conquista europea del siglo XXI. Jalogüin, Viernes Negro, Cyber Lunes,… Nos quedan un par de cortes de pelo para que nos comamos un pavo en el Día de Acción de Gracias.

En la amanecida del último viernes del mes de noviembre, o sea, el ya famoso Black Friday, el caminante se ha levantado con todo el sigilo posible. Y lo hace de ese modo para evitar el compromiso de salir a ahorrarse el 40%, de algo que no utilizará en lo que le queda de existencia. Huye de la civilización, a lomos de la máquina infernal, con una pretensión bien sencilla: conseguir, en una jornada, sin rebaja alguna, todo el disfrute que sus sentidos puedan aprehender. Y para conseguirlo se dirige hacia Riba de Saelices.

No han dado las nueve cuando llega a la Riba. Tras atravesar la población, y después de cruzar el río por un puente de barandas pintadas de azul, a la siniestra, con dirección al septentrión, sale un carril terrizo de piso más que aceptable. El carril asciende por el amplio valle del río Linares, hasta llegar a un área recreativa situada bajo la silenciosa vigilancia del conjunto histórico de Los Casares. De ahí en adelante la circulación de vehículos, gracias a Dios, es inviable. Es el lugar donde, junto a una fuente, hace ahora diez años, por la irreflexión e imprudencia de unos excursionistas, se inició el incendio que no solamente calcinó centenares de hectáreas de pinar y monte bajo, sino que acabó con la vida de once integrantes de un retén contra incendios. Por orden cronológico, la primera mención corresponde a la cueva que se abre en la base del paredón calizo, horadada por las aguas del Linares cuando éste, hace miríadas de años, discurría por una cota más elevada que la actual. Desde los años sesenta del siglo pasado, las excavaciones y estudios de los investigadores han datado los grabados de sus paredes en el Paleolítico Superior, o sea, una antigüedad de unos 25.000 años. En la ladera que da acceso a la boca del algar, se descubrieron los restos de un antiguo poblado hispano-musulmán, de la época califal, que, con toda seguridad se sirvió de los cimientos de anteriores edificaciones hispano-romanas. Y dominando el interesante conjunto, sobre el cantil rocoso, una torre de vigilancia, hoy restaurada, que, como almenara, servía para trasmitir señales -de humo durante el día y de fuego por la noche- hasta las cercanas atalayas de Luzón, Anguita y Riba de Saelices. El caminante, que desconoce lo que la jornada le va a deparar, aplaza para la tarde la visita a la ceja caliza donde está situado el conjunto.


 El Linares es un río de caudal escaso pero abundante de nombres. Nace como Arroyo de la Hoz, y después de legua y media, arrepentido de nombre tan común y tal vez a causa de la planta que crece salvaje en sus riberas, toma el de Linares. Después de recorrer otra legua de barrancos y cañones, llega entre sembrados a Riba de Saelices donde, extrañamente, es bautizado, según atestigua la cartografía actual, como Río Salado. Y así, sin más bautizos, llega hasta el final, entregando su efímera vida al Ablanquejo. Es conveniente advertir, de ahí la extrañeza del caminante, de la existencia de otro Río Salado, de más caudal y longitud, que pasa por la localidad de Imón, de cuyas nombradas salinas salieron gran parte de los fondos que sufragaron la construcción de la catedral de Sigüenza.   
    
A contracorriente, se adentra el caminante en el cañón del Linares, cuyos cortados resultan un relevante muestrario para el estudio geológico. A un comienzo de amenazantes farallones calizos, en el que hay que cruzar el río en varias ocasiones, le sigue una zona de conglomerados y areniscas. Es en ese lugar donde el agua y el viento han cincelado unas curiosas formaciones que en el lugar llaman puntales. Tres de estas notables formaciones son las que sobresalen en el insólito paisaje: el Puntal del Milagro, el de Peña Eslabrada y el del Canto Blanco. Rebasadas las rojizas formaciones, el terreno sufre otro cambio geológico, y la corriente discurre por una sucesión de cerrados meandros, encajonados entre barranqueras de atezadas pizarras. Es el comienzo del Barranco de la Hoz, donde desaparecen las enormes pasaderas de roja arenisca que han facilitado el paso sobre el curso de agua, y donde el camino entra en la parte más interesante de la jornada. La corriente evita cualquier posibilidad de error en la orientación, pero el caminante debe poner toda su atención en encontrar, entre los herbosos ribazos, los numerosos cruces del arroyo.








El caminante, perdida la cuenta de las veces que ha tenido que saltar de una orilla a otra, sin perder la referencia del curso de agua, llega a un amplio vallejo por donde corre un camino carretero que va de saliente a poniente, con dirección a Santa María del Espino. Antes de llegar a la pedanía, en un lugar donde las calizas han vuelto a apoderarse de la morfología del terreno, hace una parada en el paraje de la Cueva de la Hoz. Como único guardián cenobita, un solitario tejo lleva centenares de años hundiendo sus raíces en el acuífero del interior de la espelunca, cuyo sobrante sale al exterior, junto a una oquedad menor, por el caño de una refrescante fuente.





Luego de la visita, el caminante enfila los últimos metros de camino hasta llegar a Santa María. El casar, que hasta principios del pasado siglo se llamaba Rata del Ducado, se mimetiza y protege tras un espinazo rocoso, por el que asoman algunas de las antiguas edificaciones. Por lo alto del riscal, entra el caminante en el caserío a la vera del camposanto y de la recompuesta iglesia. Cruza las solitarias calles y, orientado por los rojizos restos de unas parideras, llega hasta un cerrado pinar. Asciende a la divisoria de aguas y, otra vez con rumbo al saliente, camina entre el jaral en busca de los barrancos del Linares. En un otero, junto a los restos de una vieja edificación, el caminante encuentra el sencillo homenaje a los once valientes que murieron en el incendio de julio de 2005. Once rosas metálicas, adornadas con algunos de los útiles propios de los retenes contra incendios, honoran, y así lo harán durante mucho tiempo, a los fallecidos y a sus familiares. El caminante, que ya hace mucho perdió el hábito del rezo, permanece en pie, quieto y en silencio, durante unos minutos…





Con el pensamiento puesto en aquellos doce esforzados del retén, de los que solamente uno logro salvar la vida, vuelve el caminante a la ruta con dirección al lugar de los puntales que ya comienzan a asomar en el horizonte. Entre majadas y parideras, el camino desciende por el suave cordal de una loma hasta el valle del Linares. Vuelve a cruzar el riachuelo para, sin pensárselo dos veces, comenzar la subida hasta la base de los puntales, desde donde el vallejo, con la luz de la tarde, adquiere tonalidades diferentes. Entre ennegrecidos tocones, asurados por el incendio, y verdes pimpollos que, con inusitada fuerza, surgen a la vida, el camino exige un último esfuerzo hasta el puntal del Canto Blanco. Allí vuelve a detenerse para, además de tomar aliento, gozar de una magnífica visión panorámica de cerros y barrancos.









Una última consulta a los mapas le indica que se encuentra cerca del lugar donde inició la jornada. Pero en el monte, por fortuna, todo es relativo y puede variar con el paso del tiempo. El carril de descenso hacia el valle, que, aunque en fuerte pendiente, había comenzado bastante andadero, comienza cerrarse de vegetación y de rocas desprendidas del cantil. Es entonces cuando barrunta que se trata de unos de los muchos viales que se abrieron, hace diez años, para limpiar el monte tras el incendio,… y que su traza carece de salida al río. Unos metros más adelante la sospecha se convierte en realidad: el carril termina en la vertical pared del cantil. El caminante, que nunca fue partidario de la rendición, comienza una vertiginosa bajada por la pingorotuda ladera. Tras el descenso, el último salto sobre las aguas del Linares y, de nuevo, en el camino donde, a primera hora de la mañana, inició el recorrido.


Tras un merecido descanso en el lugar donde, hace casi ocho horas, maneó la maquina infernal, y teniendo en cuenta que aún queda algo más de una hora de luz, corresponde hacer los honores a los vestigios históricos. Vuelve el caminante a elevarse sobre el valle, hasta llegar a la enrejada boca de la cueva, cuya visita hay que concertar con el organismo correspondiente. Sí entra en la valla metálica que protege el yacimiento del poblado, para recorrer aquellas cimentaciones de más de diez siglos. Con los últimos rayos de sol iluminando el cielo, el caminante inicia la subida hasta la torre-atalaya que se encuentra sobre el cantil. Opta por dar un rodeo por el despeñadero que vuela sobre el cañón, para llegar, no sin esfuerzo, hasta la trasera de la torre, desde donde la visión del lugar resulta gratificante.






En la anochecida, cuando comienza con los preparativos para el regreso a su manida, por cima de la chopera que medra junto a la fuente, quizá como postrer homenaje del día a las once rosas que quedaron junto al camino, el cielo comienza encenderse de enrojecidas nubes.


DOR