viernes, 20 de noviembre de 2020

LA GARGANTA MAJALOBOS

Mapa del recorrido.

Durante mucho tiempo, quizá demasiado, se había mantenido como verdad incontestable que los romanos, durante la ocupación de la península, habían sido los introductores del castaño. Hace unos años, una investigación de la Universidad de Oviedo echó por tierra dicha creencia. El estudio, basado en registros fósiles y estudios polínicos, sostiene que, durante el Último Máximo Glacial –hace aproximadamente veinte mil años-, algunas especies, entonces predominantes en los bosques centroeuropeos, buscaron acomodo en zonas más templadas del sur de Europa. Según el trabajo, los refugios elegidos fueron el norte de las penínsulas ibérica, italiana y balcánica. Concretando aún más, existen pruebas de que, en Asturias y León, hace más de ocho mil años que las castañas ya eran uno de los alimentos primordiales. Lo que sí hicieron los romanos, pues era un importante alimento para sus tropas, fue estimular su cultivo y desarrollar innovadoras técnicas de poda e injerto.      


Nunca es necesario buscar justificaciones para salir al campo, pero esta vez, acuciado por el vaivén de cierres, aperturas y confinamientos, el caminante, a tres días de despachar el mes de octubre, monta un tinglado de última hora que le permite llegar hasta alguno de los castañares que medran, Dios sabe desde cuándo, en el cercano Valle del Tiétar. A tal fin, en el día de San Judas Tadeo, patrón de las causas imposibles, el caminante madruga pues los días, desde el último fin de semana, perdieron una hora de luz vespertina.
 

Entra en la provincia de Ávila por la localidad de Santa María del Tiétar –antes Escarabajosa-, para llegar al cercano municipio de Sotillo de la Adrada. En mitad del caserío, una carreterilla se separa por la derecha en dirección a Casillas. Quinientos metros más arriba, ya en el arrabal de Sotillo, renuncia a la máquina infernal, y tras abandonar el asfalto en una espaciosa rotonda, toma un camino terrizo. Pasadas las últimas edificaciones, un estrecho camino se aparta del principal para seguir la margen derecha de la briosa corriente que corre por la Garganta Majalobos.  



En seguida el camino abandona la compañía de una valla de alambre, para llegar a los musgosos restos de un molino harinero de pasado y propiedad poco definidos. A mediados del siglo XIX, Pascual Madoz, en su Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico, glosaba: La Garganta de Maja del Covo da impulso a dos molinos harineros. Un siglo antes, el marqués de la Ensenada confeccionó un completo censo de cada una de las poblaciones del reino. En el apartado Respuestas Generales, cada una de las unidades catastrales, representadas por regidores, alcaldes honorarios, capitulares, síndicos, escribanos y párrocos, respondían a cuarenta preguntas relacionadas con los municipios. En el caso de Sotillo, en la pregunta diecisiete, la referida con los molinos, se anota: “En el término de esta villa hay zinco molinos arineros de agua propios, uno de Blas Peynado sito en la garganta de Maxa el Covo que muele ocho meses del año en los que le consideran de útil veynte y zinco fanegas de trigo y cincuenta de zenteno. Otro propio de Jossepha Sierra y Rufina González su hija, sito en la misma garganta y consideran su producto en sesenta fanegas, las veynte de trigo y quarenta de zenteno…”. El perspicaz lector, a la vista de los testimonios de Madoz y del ilustrado marqués, ya habrá sacado alguna conclusión. De entrada, advertir que en nombre de la garganta ha ido alterándose con el paso del tiempo. Del Maxa el Covo del siglo XVIII al  Maja del Covo del XIX; de ahí al Majalcobo que recogen otros cronistas, para llegar al Majalobos que figura en la toponimia actual. En cuanto a los molinos, con los datos encontrados, se hace aventurado identificar los restos en los que se encuentra el caminante, con algunos de los dos molinos que aparecen en las reseñas históricas. Parece que a los sotillanos les sucede lo mismo y, ante la evidencia de su estado, aligeran el trance y simplemente le dicen Molino Roto. 


A través de un bucólico paisaje, el  caminante sigue la traza de la acequia hasta llegar hasta el lugar donde, otrora, se encontraba el azud que suministraba el agua al ingenio. El sitio se encuentra encerrado por unas rocas que impiden el paso y que lo obligan a retroceder un tanto para buscar un paso que le permita volver a la corriente. Aunque cincuenta metros por encima de la orilla corre una pista, nada hay más interesante que tratar de seguir junto al agua. Serán unos minutos de un continuo ir y venir en busca de los mejores pasos, hasta llegar a la primera de las presas de la garganta. Junto al estribo derecho coinciden el GR-180 y la Ruta de los Caminos y las Posadas, en su etapa Sotillo-Casillas-El Tiemblo. 





Pero el caminante que, en el día de hoy, no quiere tutelas, porfía por la orilla diestra de la presa, hasta llegar a una segunda presa, idéntica a la anterior. Ahora, sabedor de que la pista que recorre la ladera puede ser el escape en caso de apuro, insiste por lo más profundo de la vaguada hasta llegar a los esperados castaños. Y el catálogo comienza con un veterano ejemplar, cuyas raíces llevan más de doscientos años bebiendo de las frescas aguas de la garganta. Desde allí, comienza un gratificante recorrido rebosante de saltos de agua, pinos y castaños, hasta llegar al puente que permite que la pista salve la corriente, y cuyo quitamiedos servirá al caminante para reponer fuerzas. Al poco de pasar a la otra orilla, una nueva pista se separa de la principal subiendo por la ladera donde sotillanos o casillanos, pues el sitio es la raya de los dos municipios, se afanan en la recogida de las castañas. Más arriba, por un nuevo camino que se dirige hacia poniente, llega el caminante hasta las inmediaciones de un hotel rural, desde donde se divisan, parcialmente cubiertos por las nubes, el Puerto de Casillas y el Alto del Mirlo.















Entre castaños y robles, un camino carretero, en un principio encerrado entre musgosos muros de piedra, llevará al caminante a encontrarse, de nuevo, con la corriente de la garganta. El carril, cuya traza sigue la curva de nivel, se aleja del profundo hondón por donde el agua sigue su curso. Tras media hora de recorrido, el afán del caminante será encontrar la forma más manera de llegar hasta la charca artificial, excavada unos doscientos metros ladera arriba. No hay camino definido, pero no tiene pérdida. La charca, a medio nivel, no tendría mayor interés si no fuera porque en las inmediaciones se encuentra un castañar de vistosos ejemplares. Sale del lugar siguiendo un camino que enlaza con otro de mayor entidad, donde coincide con primer bípedo de los dos con los que hablará durante la jornada. Es la hora de la comida y el hombre, sentado en el maletero de un vehículo con portón trasero, y armado con una cachicuerna, está a punto de rematar un trozo de longaniza. A prudencial distancia, pegan la hebra. Es sotillano y está a setas. Durante la plática, entre otras cosas, informa al caminante que el reservorio, aunque el nombre no figura en los mapas, es conocido como la charca Rubiño. 









Terminada la charla, retoma el camino hacia poniente. La niebla, que hasta entonces se había mantenido en las alturas, comienza a descolgarse desde las cimas de los cerros. Antes de que la pista comience el descenso hacia el Arroyo del Franquillo, un sendero, marcado con un hito, se descuelga por la ladera. El caminante, al que el recuerdo del paisano dando viajes a la tripa de embuchado le ha despertado el apetito, aprovecha el tronco de un roble vencido por el viento para asentar los reales. Terminada la bucólica, reanuda el descenso por el pinar. No hay cuidado en que la pinocha oculte la traza del sendero; resulta simple trazar el rumbo para llegar a una nueva pista que corre quinientos metros más abajo. Y después de ésta una segunda, que resulta un inmejorable miradero sobre la verde dehesa, y que será la que tomará el caminante para regresar a Sotillo. Unos centenares de metros más adelante, el caminante abandona la pista para llegar, tras el paso por una charca similar a la visitada en la mañana, a una urbanización de calles asfaltadas y traza desordenada. Superado el embrollo de calles, se upa sobre el abandonado trazado de lo que fue el proyecto de construcción del ferrocarril Madrid-Plasencia, por San Martín de Valdeiglesias, y que la guerra civil terminó por abortar definitivamente, quedando parados los trabajos en la localidad de Casavieja. 








Llega al lugar donde espera la máquina infernal. En el murete de una casa aparentemente cerrada, pone orden en la mochila. Durante el trayecto ha recogido algunas castañas, no demasiadas, pues no resultaba conveniente aumentar el peso del petate. Esto le hace pensar que quizá, en el pueblo, algún comercio pudiera venderlas. La duda bien pudiera resolverse preguntando a una mujer que, enmascarada como manda la norma, se acerca por la acera. 

“Ahí, un poco más abajo, en la tienda del morito, las hay de por aquí; pero no son buenas. En casa, mi marido las asó anoche,… y no son finas. Si lo que quiere es comprar un buen género, en la salida del pueblo, en dirección a La Adrada, hay un centro comercial donde las tienen gallegas, que son mucho mejores.” 

Tan vehemente defensa de las castañas gallegas, ponen al caminante al filo de la sospecha. Y el barrunto solo tendrá confirmación después de una simple pregunta. 

“¿Es usted gallega?”

Al tiempo que se aleja, la mujer se vuelve y, con decisión, resuelve el asunto. 

“Cierto. Lo mejor de España,… ¡y con las mejores castañas!”

Toma ídem.

DOR