viernes, 27 de julio de 2018

EL ZAPATERO


El pasado 14 de junio, durante el recorrido consumado sobre la cuerda de la Sierra del Cabezo, el caminante llevó, siempre a la siniestra, la compañía de la quebrada silueta de la Sierra de la Paramera. Una rotunda imagen de su ladera meridional, que, aunque separada por el grandioso valle del Alberche, parecía estar al alcance de la mano. Pero no era la primera vez que se encontraba con tan inconfundible cordal. Va para cinco años, en concreto el 26 de septiembre de 2013, en una aproximación a su ladera septentrional, el caminante subió desde el castillo de Manqueospese, en el término de Mironcillo, hasta el fresco manadero de Aguas Frías, desde donde sintió la sugestiva influencia de la inmediata línea de cumbres. Aquella jornada no dio para más, pero ya había prendido en él la idea de volver. 

Han corrido tres días del mes de julio, trece desde que el verano echó a andar, y el oraje más parece de primavera que de estío. Un tiempo apropiado para el empeño, teniendo en cuenta la inexistencia de vegetación de porte alto, y por ende la ausencia de sombra. El caminante, que ha dedicado el tiempo preciso al conocimiento de terrenos y recorridos, al poco de la amanecida, toma el petate y se dirige a la localidad de Navandrinal que, junto a Villarejo, forman pedanía (unidad poblacional, dicen ahora) de San Juan del Molinillo, provincia de Ávila. Desde San Juan se llega a Navandrinal por una carreterilla que no tiene continuidad. Tras ruar por las estrechas callejas del caserío, busca un lugar donde manear la máquina infernal, decidiéndose por la cerrada sombra de un olmo solitario que medra junto al asfalto.

Las calles de Navandrinal no son aptas para espíritus dengosos. Recostado sobre la ladera del cerro de La Cabezuela, su trazado presenta desniveles considerables en su entramado de viales encementados. Durante el recorrido, el caminante encuentra algunas fuentes de abundante caño. Ya en las afueras, tras volcar al otro lado del cerro, el camino presenta dos alternativas, siendo cualquiera de ellas válida para llegar al collado que, por aquí, es conocido como Portacho del Zapatero. El caminante, que ya tiene resuelta la elección, desdeña el camino que serpea por la ladera del Cogote de Zarramalejo, optando por el que, tras vadear la corriente, sube por la margen izquierda de la Garganta del Zapatero. Un camino conocido antiguamente como Camino de los Barreros y que, tras salvar el collado, seguía hasta el Valle de Amblés, por donde discurre la corriente del río Adaja.


Bajo la inquietante imagen del rocoso cordal, el camino pierde su condición para devenir en una senda que, en un continuo ejercicio de contorsionismo, se sujeta a la pina ladera. Y es entonces cuando el caminante, fiel a su rutina, baja hasta la orilla del agua, por donde seguirá, siempre que la naturaleza se lo permita. La corriente, confinada por los tolmos y berruecos rodados desde lo más alto de las laderas, va buscando su salida natural dibujando un hermoso muestrario de espumosos saltos y pozas cristalinas. A mitad de la garganta, la mano del hombre separa parte de la corriente en un azud, al que sigue una acequia que baja por la margen derecha. Ahora, con todo su caudal y sobre un terreno más empinado y escabroso, el arroyo quiebra su rumoroso fluir para convertirlo en resonante torrentera. Sorteando peñascos, y saltando de una orilla a otra, el caminante llega a una zona de verdes pastos, donde el ganado dormita en un soleado sestil. En un último esfuerzo, llega al camino que desdeñó un par de horas atrás y que, como quedó dicho, sube por la ladera del Zarramalejo. Por él llega  a la divisoria de aguas, por donde corre la valla de alambre que separa los términos de San Juan del Molinillo y Sotalbo. Antes de perderse entre bolos graníticos de equilibrios milagrosos, el caminante mira por última vez la panorámica del valle recorrido. En sentido opuesto, el Valle de Amblés donde se asientan: Robledillo, Solosancho, Villaviciosa, Riatas, Bandadas, Palacio, Mironcillo,…















La línea de la sierra es un inmenso batolito granítico, del que afloran los riscos que conforman tan imponente cordal. Por la parte meridional de la valla lindera, ya por encima de la cota dos mil, una senda se abre paso, siempre hacia el saliente, entre berruecos, piornos y enebros rastreros. No hay posibilidad de error; pero si alguna vez la trocha desaparece entre la vegetación, la inconfundible silueta de Risco Redondo servirá al caminante como guía. Sobre la impresionante perspectiva de ambos valles, la senda se aproxima al techo de la jornada: los 2158 metros del Pico Zapatero. A medida que se aproxima a tan desmedido rimero de rocas, una duda momentánea se apodera de su voluntad. La hesitación termina cuando atisba el primer hito que inicia la ascensión, y que tendrá continuidad en otros muchos que señalizan el recorrido hasta la cima. Enseguida se percata que en algunos pasos, sin ser peligrosos, necesitará de las manos para superarlos. Guarda en la mochila mapas y bastón, que más que ayuda serán un estorbo, y continúa en su afán de llegar a la cima. Antes de ésta, cuando ya se intuye el final, una gran roca pone el último impedimento. Encajada sobre otras dos, el único paso resulta tan angosto que hay que hacerlo reptando… y sin mochila.       









Sobre el rústico vértice, al que el vandalismo ha desmochado echando al suelo dos de sus sillares, las vistas resultan deslumbrantes. Hacia el ocaso, el tramo de cordal ya recorrido; al norte, el valle del Adaja o Valle de Amblés; al sur, el valle del Alberche; y al saliente, la sucesión de cimas que, aunque continúa hasta el puerto de Navalmoral, para el caminante seguirá con el Risco del Sol y terminará en la Peña Cabrera.  



      
La ladera oriental del Zapatero resulta más breve y hacedera que la de poniente. Queda la cima a su espalda, y ahora el próximo jalón es la curiosa figura del Risco del Sol, que el caminante, siguiendo la línea de hitos que señalan el camino, pasa por su ladera meridional. Al frente un quebrado cuchillar, de complicado acceso, que la vereda evita pasando a la parte septentrional de la divisoria de aguas. A media ladera, con el cuchillar a manderecha, el caminante pone proa hacia el Portacho del Cuchillo, en cuyas verdes praderías sestea el ganado. Y elevándose sobre el horizonte, la imponente mole granítica de la Peña Cabrera. Llega de nuevo a la valla medianera, que cruza por un portillo metálico. Cañada abajo, con la reconocible imagen de la Sierra del Cabezo al fondo del paisaje, el insólito perfil de El Cuchillo se dibuja en el horizonte próximo. Una extraña formación rocosa, cincelada por la gelifracción, y que mantiene, al contrario que las rocas de su entorno, unas inusuales formas rectilíneas y angulosas.






Partiendo a la mitad la distancia entre El Cuchillo y Peña Cabrera, un verde hocino, que bien podría servir para regresar a Navandrinal, inicia el descenso hacia el fondo del valle. Pero el caminante se decide por una pedregosa senda que, al sesgo, entre esbeltos albardines y violáceos cantuesos, recorre la ladera en dirección al ocaso. Antes de que la rocosa ladera se transforme en húmedo helechal, el caminante termina con las provisiones. Tras el merecido descanso, entre los viejos muros que encierran prados y huertos abandonados, un antiguo camino lleva al caminante hasta el mismo vado que, en la mañana, cruzó para salvar la corriente de la Garganta del Zapatero.








Terminado el tránsito por la naturaleza, de nuevo las refrescantes fuentes y las pinas calles de Navandrinal,…ahora cuesta abajo. Al llegar al sitio de la máquina infernal, un paisano se acerca al caminante para, entre otras cosas, ensalzar las cualidades salubérrimas del lugar y de sus aguas: “Yo, con ochenta y un años cumplidos, ni voy al médico, ni tomo pastillas”.     

DOR