viernes, 31 de mayo de 2013

UN HISTÓRICO Y REGIO YERRO


El sábado 25 tocaba ruta en grupo. Llegamos a San Lorenzo a la hora en que los autobuses de las agencias de turismo dejan riadas de visitantes. Después del desayuno, en busca de la presa del Romeral, comenzamos una áspera subida por las adoquinadas calles del caserío sanlorentino. Mientras trataba de acompasar el ritmo de los pasos a mi acezante respiración, el recuerdo del enunciado de la convocatoria de la ruta, me trajo a las mientes algo que me ocurrió hace algunos años, y que explica el título de este escrito.
  
A mediados del 2009, durante uno de esos enriquecedores paseos que, de vez en cuando, suelo dar por la soledad de cualquiera de las grandes librerías, un curioso título llamó mi atención. En un principio había pasado de largo, pero, para ratificar lo que creía haber visto, volví sobre mis pasos. Se trataba de la última obra del historiador anglo-birmano Henry Kamen, con edición de Espasa-Calpe. El título me pareció un claro atentado contra la gramática normativa del español: El enigma del Escorial. El sueño de un rey. De inmediato, mis recuerdos me llevaron a los fatigosos esfuerzos realizados, tiempo ha, para meterme en la mollera que la contracción de preposición y artículo nunca debe hacerse cuando se trata de un topónimo. La curiosidad pudo conmigo; el error me pareció tan extraño que no tuve más remedio que comprar el libro para, si era posible, averiguar su procedencia. No necesité avanzar mucho en la lectura; justo en el último párrafo del prefacio, el autor desvela el porqué del evidente error: “…uso la forma San Lorenzo en general para referirme al edificio que es el tema de este libro, y al que Felipe II y otros contemporáneos suyos se referían como San Lorenzo del Escorial, a fin de distinguirlo del pueblo de El Escorial”. Esta influencia, histórica y regia, para dar título a un libro no debe enmascarar la realidad gramatical. El Instituto Cervantes, en el apartado de cuestiones gramaticales de su Biblioteca Fraseológica, deja clara la cuestión: ¿San Lorenzo de El Escorial o San Lorenzo del Escorial? A diferencia del francés, el español no admite la forma contracta cuando se trata de un topónimo. Y por eso al francés «Université du Caire» corresponde en español «Universidad de El Cairo» (no «del Cairo»). Lo mismo que son incorrectas las expresiones «Estudios Superiores del Escorial» y «Cursos Universitarios de San Lorenzo del Escorial». Algún tiempo más tarde, en el inicio de una subida al monte Abantos, comprobé que el error también era municipal. Esta vez era el ayuntamiento gurriato el que caía -¿a propósito?- en el regio yerro, pues en la mayoría de las tapas metálicas de la red de alcantarillado figura el erróneo topónimo “San Lorenzo del Escorial”.

Se trataba de la última ruta del curso 12/13, y su realización iba a estar condicionada a dos variables de difícil encaje: la primera era la acordada visita al Arboreto Luis Ceballos a las 12 del mediodía, y la segunda la realización de un video resumen de las actividades del agonizante curso. 



Abandonadas las últimas calles de la población, la ruta se adentra en la naturaleza en el lugar donde el arroyo del Romeral se remansa en la presa del mismo nombre. El lluvioso invierno, y, quizá, una inoportuna ventolera, han logrado vencer las ganas de vivir de un centenario pinsapo que, entre la fuente de La Teja y la de La Currutaca, espera la retirada de sus toneladas de madera. Fue un desvarío, pero me pareció escuchar el apenado sollozo de los cedros, chopos, arces, tilos, y otras especies que, compañeros del pinsapo caído, conforman aquel idílico lugar. El camino, ya bajo el pinar, comienza una entretenida subida por el Camino de los Gallegos, donde un pequeño hayedo de repoblación pone el verde y sombreado contrapunto a la pinada. Una familia de alerces, con su tonalidad característica, da nombre al mirador donde el paisaje se abre desde la cruz de Rubens hasta la casilla del telégrafo óptico. El tentempié en la fuente del Trampalón nos dio fuerzas para dar el último envión a la subida.





En el puerto, con la mirada perdida en la línea de los modernos molinos que pespuntan la abulense Sierra de Malagón, un afilado bóreas bajó la temperatura en cinco o seis grados. La obligada cita del mediodía pesaba como una losa sobre nuestro recorrido, por lo que tuvimos que abandonar aquel espacio abierto, para, rápidamente y al resguardo del pinar, dejarnos caer por la Cañada Real Leonesa. Ya en el arboreto, con el grupo dividido en dos, hicimos una didáctica visita por más de doscientas cincuentas especies –todas autóctonas-, de las más de cuatrocientas que conforman la riqueza botánica de la península ibérica. 



Al terminar la visita, la decepción de la jornada. Resulta encomiable el esfuerzo organizativo, recordando, mediante la información entregada en cada ruta, una serie de consejos prácticos. Esas recomendaciones quedan resumidas en una frase que debería ser un referente para todo senderista: “Recuerda que no eres el único en el camino; delante y detrás de ti transitan muchas más personas.” Pues bien, quedé ingratamente sorprendido cuando una persona del grupo, pensando que no era vista, arrojó una cáscara de plátano por encima de la alambrada del arboreto. Mi mayor deseo es que esa persona, que además ostenta una responsabilidad monitora dentro del organigrama del centro, llegue a entender el problema que se crearía si todos nos comportásemos de la misma forma. Espero que rectifique.



En los verdes pastos de la fresneda regada por el arroyo del Helechal, el grupo se diseminó tratando de encontrar el lugar más apropiado para la comida y el merecido descanso. En el horizonte, las dehesas de Galapagar, el inmenso espejo del embalse de Valmayor y, más allá, como remate del nítido paisaje, la inconfundible silueta del desarrollo y del bienestar, o sea, Madrid. No resultaba muy alentador abandonar aquel bucólico lugar, pero nos faltaba por recorrer casi la mitad del camino,…y hacer alguna toma más del video resumen.







Ya en la asfaltada senda botánica, bajo la sombra de los añosos castaños de la ladera de la Machota Alta, el camino, poco a poco, nos acerca a la ¿civilización? Desde la Casa del Sordo, la visión de la atestada Silla de Felipe II me hizo dudar: ¿Continuar? ¿Volver a soledades pasadas? Como contrapunto al ajetreo, invisible para la mayoría de los visitantes, la magnifica presencia del arce de Montpelier, árbol singular catalogado, que lleva más de trescientos años viendo a los visitantes subir y bajar por las escaleras talladas en la roca. Procuré pasar lo más rápido posible por aquella abigarrada mezcla de coches, niños, abuelos, mesas plegables y sillas de jardín. 






Como alboroque por la terminación de la temporada, unas refrescantes botellas de racial sidra, acompañadas por dulces del país.  

DOR   


domingo, 19 de mayo de 2013

¡VIVA MADRID!,…QUE ES UN PUEBLO


Cuando el viajero, ya desde las estribaciones de la Sierra de Guadarrama, comienza a columbrar Madrid, y la moderna y espléndida línea de sus edificios se dibuja en el horizonte, recibe la errónea impresión de que es solamente una ciudad moderna de grandes empresas y negocios. Y digo errónea porque hay algo más. Bajo esa pátina de construcciones inmensas y cristaleras refulgentes, existe un Madrid sencillo, de barrio, que, poco a poco, procura recuperar y mantener tradiciones que, en demasiados casos, estaban olvidadas, y se esfuerza en no olvidar otras pese a la poca ayuda de los organismos oficiales. Aún recuerdo cuando el último alcalde de la ciudad, en un alarde de fineza europeísta, suprimió los castizos churros de los desayunos oficiales.

Además, Madrid no quiere olvidar su raigambre rural: su patrón, labrador, lo es de todos los agricultores españoles, y muchas de sus fiestas y celebraciones conservan un cierto regusto campero: La Virgen Melonera, San Isidro, Santiago el Verde, Las Mayas,…

En la zona aledaña a la encrucijada que forman las calles del Salitre, de la Fe y Doctor Piga, donde, dicen, existía una sinagoga, y ahora se alza, la varias veces reedificada, iglesia de San Lorenzo, tiene lugar, durante el primer o segundo domingo de mayo, la celebración de la fiesta de Las Mayas. Desde 1988, varias asociaciones vecinales de estas calles, junto a alguna más de la calle Argumosa, han recuperado una tradición casi tan antigua como la memoria escrita. Maya o Maia, según la mitología griega, es la mayor de las siete pléyades, y su representación como diosa de mayo tuvo su origen durante el imperio romano, para celebrar la llegada del buen tiempo. Al ser una tradición pagana, la prístina iglesia católica llegó a condenar su celebración, y más tarde, en el siglo XVIII, Carlos III promulgaría dos bandos en los que se prohibía a las mujeres vestirse de mayas, instalar altares y pedir donativos. A pesar de la prohibición la tradición continuó en algunas poblaciones de los alrededores: Navalcarnero, Pinto, Villa del Prado, Ciempozuelos y, sobre todo, Colmenar Viejo.
             
Me gusta llegar a primera hora, cuando los vecinos se afanan preparando los tronos, atando las colgaduras entre las farolas y la verja de la iglesia y extendiendo por el suelo bienolientes ramas de tomillo. Son esos mismos vecinos a los que más tarde puedes ver vestidos de majos, paseando con orgullo su condición de madrileño, ya sea de nacencia o de adopción.

Al ritmo de dulzainas y tamboriles, la fiesta comienza en la plaza de Lavapiés, donde se cantan y bailan seguidillas, jotas castellanas, boleros y chaconas. A eso del mediodía, llega el momento de rondar a las mayas. El cortejo se detiene frente a cada uno de los tronos, donde la maya de cada asociación vecinal permanece estoica, mientras su séquito ofrece, a cambio de la voluntad, claveles, rosquillas fritas, tostones y vino de la tierra. La celebración termina en la escalinata de San Lorenzo, con una ofrenda floral a una imagen de la Virgen.

















En fin, una faceta más que interesante de este Madrid poliédrico, que puede sorprendernos cada día. 
   
DOR


jueves, 9 de mayo de 2013

SOSIEGO EN EL VALLE DEL ERMITO


El Ermito es un río de montaña, cuyo trayecto, de algo más de una legua y media, acaba en el joven y brioso Jarama, a la altura de la umbrosa ladera del Hayedo de Montejo. Habrá que verlo tras el asolador estío, pero el día 6 de mayo daba la impresión de ser un río con pretensiones.
                           
Cuando dejé el coche junto al área recreativa del hayedo, el fragor de Jarama era el rey de la soledad de la mañana. Según el mapa, necesité un único paso para cruzar la raya que separa las provincias de Madrid y Guadalajara. Por la margen izquierda del río, el camino comienza una templada pero perseverante subida que me habría de llevar hasta las inmediaciones de la cuerda de La Pinilla. Me orillé para dejar paso al vehículo de un forestal de Castilla-La Mancha. Mi desconocimiento de los periodos de veda, me llevó a temer lo peor; por delante de mí había visto subir un par de furgonetas, lo que podía significar alguna actividad relacionada con la caza. Cuando el forestal se paró a mi altura, maquinalmente comencé a urdir una ruta alternativa. Afortunadamente, todo aquel trajín tenía como objeto la quema controlada de la chasca resultante del desbroce del pasado año. Se interesó por mis mapas y por la ruta que iba a seguir. Más tarde, cuando llegué a la zona de trabajo, la cuadrilla se afanaba en su labor, tomando, en todo momento, las oportunas precauciones para evitar la propagación descontrolada del fuego. El fuerte calor desprendido por el llamear de la chamarasca, me obligó a pasar por la otra orilla del camino.
 
Poco a poco, como en una carrera de relevos, el joven Jarama cede el testigo del bullicio de sus aguas al murmullo susurrante de las del Ermito. El camino, sin separarse en demasía de la corriente, invita a un extenso muestrario forestal. Regado por todos los arroyos que bajan por la Ladera del Agua Fría, el terreno, básicamente ocupado por un extenso rebollar, está recamado por viejos ejemplares de roble albar, hayas, abedules, tejos, acebos, álamos temblones, servales, cerezos silvestres, majuelos, y algunos más que el caminante lamenta no conocer. Y todo esto en un aislamiento que contrasta con la masiva afluencia de visitantes al vecino Hayedo de Montejo.
  

A unos dos kilómetros del manadero del río, cuando media docena de cantarines arroyos han aportado su caudal al Ermito, el camino gira 180º y, en una sucesión de zetas imposibles, asciende al cordal bajo la vigilancia de la impresionante mole del Cerrón. Entonces desaparece la vegetación arbórea, y se adueñan del terreno los piornos y, sobre todo, el brezal. En la cota 2000, con la mirada llena de paisajes inexplicables, el caminante, orientado al septentrión, distingue la inconfundible silueta del Pico del Lobo, con los restos del tinglado construido para instalar un remonte, y que el inmisericorde viento se encargó de echar abajo.

                                      



La hora de la comida sonó a los pies del cerro de La Calahorra. Allí, mientras comía, me pregunté sobre los orígenes de aquellas formaciones rocosas, donde, en una extraña simbiosis, se mezclan los esquistos de doradas micas, con las lechosas cuarcitas. Desde aquel merendero natural, la sosegadora visión del accidentado valle del Jarama y más al fondo, perdida entre la bruma, la Sierra de la Cabrera. A partir del verde collado, el camino se descuelga hacia el final de la ruta, descendiendo cuatrocientos metros en un par de kilómetros. Nuevamente el rebollar, ahora alfombrado de verdes escobares y, como evidencia de la vida animal, los embarrados bañaderos de los jabalíes. Así llegué hasta el mismo lugar donde, por la mañana, había comenzado mi andadura, y en el que el olor a leña quemada seguía siendo perceptible.


Después, ya camino de Madrid, pasado el Puerto de El Cardoso, el refresco en la Fuente del Collado y, a continuación, antes de llegar a la N-1, una sinfonía de pueblos serranos: Montejo de la Sierra, Prádena del Rincón, Gandullas y Buitrago del Lozoya. 

DOR