El sábado 25 tocaba ruta en grupo. Llegamos a San
Lorenzo a la hora en que los autobuses de las agencias de turismo dejan riadas
de visitantes. Después del desayuno, en busca de la presa del Romeral,
comenzamos una áspera subida por las adoquinadas calles del caserío
sanlorentino. Mientras trataba de acompasar el ritmo de los pasos a mi acezante
respiración, el recuerdo del enunciado de la convocatoria de la ruta, me trajo
a las mientes algo que me ocurrió hace algunos años, y que explica el título de
este escrito.
A mediados del 2009, durante uno de esos
enriquecedores paseos que, de vez en cuando, suelo dar por la soledad de cualquiera
de las grandes librerías, un curioso título llamó mi atención. En un principio
había pasado de largo, pero, para ratificar lo que creía haber visto, volví
sobre mis pasos. Se trataba de la última obra del historiador anglo-birmano
Henry Kamen, con edición de Espasa-Calpe. El título me pareció un claro
atentado contra la gramática normativa del español: El enigma del Escorial. El sueño de un rey. De inmediato, mis
recuerdos me llevaron a los fatigosos esfuerzos realizados, tiempo ha, para meterme
en la mollera que la contracción de preposición y artículo nunca debe hacerse
cuando se trata de un topónimo. La curiosidad pudo conmigo; el error me pareció
tan extraño que no tuve más remedio que comprar el libro para, si era posible,
averiguar su procedencia. No necesité avanzar mucho en la lectura; justo en el
último párrafo del prefacio, el autor desvela el porqué del evidente error: “…uso la forma San Lorenzo en general para referirme al edificio que es el tema de
este libro, y al que Felipe II y otros contemporáneos suyos se referían como San Lorenzo del Escorial, a fin de
distinguirlo del pueblo de El Escorial”.
Esta influencia, histórica y regia, para dar título a un libro no debe
enmascarar la realidad gramatical. El Instituto Cervantes, en el apartado de cuestiones
gramaticales de su Biblioteca Fraseológica, deja clara la cuestión: ¿San
Lorenzo de El Escorial o San Lorenzo del Escorial? A diferencia del francés, el español no admite la
forma contracta cuando se trata de un topónimo. Y por eso al francés «Université du Caire» corresponde en español «Universidad de El Cairo» (no «del Cairo»). Lo mismo que son
incorrectas las expresiones «Estudios Superiores del Escorial» y «Cursos
Universitarios de San Lorenzo del Escorial». Algún tiempo más tarde, en el inicio de una
subida al monte Abantos, comprobé que el error también era municipal. Esta vez
era el ayuntamiento gurriato el que caía -¿a propósito?- en el regio yerro,
pues en la mayoría de las tapas metálicas de la red de alcantarillado figura el
erróneo topónimo “San Lorenzo del Escorial”.
Se trataba de la
última ruta del curso 12/13, y su realización iba a estar condicionada a dos
variables de difícil encaje: la primera era la acordada visita al Arboreto Luis
Ceballos a las 12 del mediodía, y la segunda la realización de un video resumen
de las actividades del agonizante curso.
Abandonadas las últimas
calles de la población, la ruta se adentra en la naturaleza en el lugar donde
el arroyo del Romeral se remansa en la presa del mismo nombre. El lluvioso
invierno, y, quizá, una inoportuna ventolera, han logrado vencer las ganas de
vivir de un centenario pinsapo que, entre la fuente de La Teja y la de La
Currutaca, espera la retirada de sus toneladas de madera. Fue un desvarío, pero
me pareció escuchar el apenado sollozo de los cedros, chopos, arces, tilos, y
otras especies que, compañeros del pinsapo caído, conforman aquel idílico lugar.
El camino, ya bajo el pinar, comienza una entretenida subida por el Camino de
los Gallegos, donde un pequeño hayedo de repoblación pone el verde y sombreado
contrapunto a la pinada. Una familia de alerces, con su tonalidad
característica, da nombre al mirador donde el paisaje se abre desde la cruz de
Rubens hasta la casilla del telégrafo óptico. El tentempié en la fuente del
Trampalón nos dio fuerzas para dar el último envión a la subida.
En el puerto, con
la mirada perdida en la línea de los modernos molinos que pespuntan la abulense
Sierra de Malagón, un afilado bóreas bajó la temperatura en cinco o seis
grados. La obligada cita del mediodía pesaba como una losa sobre nuestro
recorrido, por lo que tuvimos que abandonar aquel espacio abierto, para, rápidamente
y al resguardo del pinar, dejarnos caer por la Cañada Real Leonesa. Ya en el
arboreto, con el grupo dividido en dos, hicimos una didáctica visita por más de
doscientas cincuentas especies –todas autóctonas-, de las más de cuatrocientas
que conforman la riqueza botánica de la península ibérica.
Al terminar la
visita, la decepción de la jornada. Resulta encomiable el esfuerzo organizativo,
recordando, mediante la información entregada en cada ruta, una serie de consejos
prácticos. Esas recomendaciones quedan resumidas en una frase que debería ser
un referente para todo senderista: “Recuerda que no eres el único en el camino;
delante y detrás de ti transitan muchas más personas.” Pues bien, quedé
ingratamente sorprendido cuando una persona del grupo, pensando que no era
vista, arrojó una cáscara de plátano por encima de la alambrada del arboreto. Mi
mayor deseo es que esa persona, que además ostenta una responsabilidad monitora
dentro del organigrama del centro, llegue a entender el problema que se crearía
si todos nos comportásemos de la misma forma. Espero que rectifique.
En los verdes
pastos de la fresneda regada por el arroyo del Helechal, el grupo se diseminó
tratando de encontrar el lugar más apropiado para la comida y el merecido
descanso. En el horizonte, las dehesas de Galapagar, el inmenso espejo del
embalse de Valmayor y, más allá, como remate del nítido paisaje, la
inconfundible silueta del desarrollo y del bienestar, o sea, Madrid. No
resultaba muy alentador abandonar aquel bucólico lugar, pero nos faltaba por
recorrer casi la mitad del camino,…y hacer alguna toma más del video resumen.
Ya en la asfaltada
senda botánica, bajo la sombra de los añosos castaños de la ladera de la
Machota Alta, el camino, poco a poco, nos acerca a la ¿civilización? Desde la
Casa del Sordo, la visión de la atestada Silla de Felipe II me hizo dudar: ¿Continuar?
¿Volver a soledades pasadas? Como contrapunto al ajetreo, invisible para la
mayoría de los visitantes, la magnifica presencia del arce de Montpelier, árbol
singular catalogado, que lleva más de trescientos años viendo a los visitantes
subir y bajar por las escaleras talladas en la roca. Procuré pasar lo más
rápido posible por aquella abigarrada mezcla de coches, niños, abuelos, mesas
plegables y sillas de jardín.
Como alboroque por
la terminación de la temporada, unas refrescantes botellas de racial sidra,
acompañadas por dulces del país.
DOR
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