jueves, 9 de mayo de 2013

SOSIEGO EN EL VALLE DEL ERMITO


El Ermito es un río de montaña, cuyo trayecto, de algo más de una legua y media, acaba en el joven y brioso Jarama, a la altura de la umbrosa ladera del Hayedo de Montejo. Habrá que verlo tras el asolador estío, pero el día 6 de mayo daba la impresión de ser un río con pretensiones.
                           
Cuando dejé el coche junto al área recreativa del hayedo, el fragor de Jarama era el rey de la soledad de la mañana. Según el mapa, necesité un único paso para cruzar la raya que separa las provincias de Madrid y Guadalajara. Por la margen izquierda del río, el camino comienza una templada pero perseverante subida que me habría de llevar hasta las inmediaciones de la cuerda de La Pinilla. Me orillé para dejar paso al vehículo de un forestal de Castilla-La Mancha. Mi desconocimiento de los periodos de veda, me llevó a temer lo peor; por delante de mí había visto subir un par de furgonetas, lo que podía significar alguna actividad relacionada con la caza. Cuando el forestal se paró a mi altura, maquinalmente comencé a urdir una ruta alternativa. Afortunadamente, todo aquel trajín tenía como objeto la quema controlada de la chasca resultante del desbroce del pasado año. Se interesó por mis mapas y por la ruta que iba a seguir. Más tarde, cuando llegué a la zona de trabajo, la cuadrilla se afanaba en su labor, tomando, en todo momento, las oportunas precauciones para evitar la propagación descontrolada del fuego. El fuerte calor desprendido por el llamear de la chamarasca, me obligó a pasar por la otra orilla del camino.
 
Poco a poco, como en una carrera de relevos, el joven Jarama cede el testigo del bullicio de sus aguas al murmullo susurrante de las del Ermito. El camino, sin separarse en demasía de la corriente, invita a un extenso muestrario forestal. Regado por todos los arroyos que bajan por la Ladera del Agua Fría, el terreno, básicamente ocupado por un extenso rebollar, está recamado por viejos ejemplares de roble albar, hayas, abedules, tejos, acebos, álamos temblones, servales, cerezos silvestres, majuelos, y algunos más que el caminante lamenta no conocer. Y todo esto en un aislamiento que contrasta con la masiva afluencia de visitantes al vecino Hayedo de Montejo.
  

A unos dos kilómetros del manadero del río, cuando media docena de cantarines arroyos han aportado su caudal al Ermito, el camino gira 180º y, en una sucesión de zetas imposibles, asciende al cordal bajo la vigilancia de la impresionante mole del Cerrón. Entonces desaparece la vegetación arbórea, y se adueñan del terreno los piornos y, sobre todo, el brezal. En la cota 2000, con la mirada llena de paisajes inexplicables, el caminante, orientado al septentrión, distingue la inconfundible silueta del Pico del Lobo, con los restos del tinglado construido para instalar un remonte, y que el inmisericorde viento se encargó de echar abajo.

                                      



La hora de la comida sonó a los pies del cerro de La Calahorra. Allí, mientras comía, me pregunté sobre los orígenes de aquellas formaciones rocosas, donde, en una extraña simbiosis, se mezclan los esquistos de doradas micas, con las lechosas cuarcitas. Desde aquel merendero natural, la sosegadora visión del accidentado valle del Jarama y más al fondo, perdida entre la bruma, la Sierra de la Cabrera. A partir del verde collado, el camino se descuelga hacia el final de la ruta, descendiendo cuatrocientos metros en un par de kilómetros. Nuevamente el rebollar, ahora alfombrado de verdes escobares y, como evidencia de la vida animal, los embarrados bañaderos de los jabalíes. Así llegué hasta el mismo lugar donde, por la mañana, había comenzado mi andadura, y en el que el olor a leña quemada seguía siendo perceptible.


Después, ya camino de Madrid, pasado el Puerto de El Cardoso, el refresco en la Fuente del Collado y, a continuación, antes de llegar a la N-1, una sinfonía de pueblos serranos: Montejo de la Sierra, Prádena del Rincón, Gandullas y Buitrago del Lozoya. 

DOR



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