El Ermito es un río de montaña, cuyo trayecto, de
algo más de una legua y media, acaba en el joven y brioso Jarama, a la altura
de la umbrosa ladera del Hayedo de Montejo. Habrá que verlo tras el asolador
estío, pero el día 6 de mayo daba la impresión de ser un río con pretensiones.
Cuando dejé el coche junto al área recreativa del hayedo, el fragor de Jarama era el rey de la soledad de la mañana. Según el
mapa, necesité un único paso para cruzar la raya que separa las provincias de
Madrid y Guadalajara. Por la margen izquierda del río, el camino comienza una
templada pero perseverante subida que me habría de llevar hasta las
inmediaciones de la cuerda de La Pinilla. Me orillé para dejar paso al vehículo
de un forestal de Castilla-La Mancha. Mi desconocimiento de los periodos de
veda, me llevó a temer lo peor; por delante de mí había visto subir un par de furgonetas,
lo que podía significar alguna actividad relacionada con la caza. Cuando el
forestal se paró a mi altura, maquinalmente comencé a urdir una ruta
alternativa. Afortunadamente, todo aquel trajín tenía como objeto la quema controlada
de la chasca resultante del desbroce del pasado año. Se interesó por mis mapas
y por la ruta que iba a seguir. Más tarde, cuando llegué a la zona de trabajo,
la cuadrilla se afanaba en su labor, tomando, en todo momento, las oportunas
precauciones para evitar la propagación descontrolada del fuego. El fuerte
calor desprendido por el llamear de la chamarasca, me obligó a pasar por la
otra orilla del camino.
Poco a poco, como en una carrera de relevos, el
joven Jarama cede el testigo del bullicio de sus aguas al murmullo susurrante
de las del Ermito. El camino, sin separarse en demasía de la corriente, invita
a un extenso muestrario forestal. Regado por todos los arroyos que bajan por la
Ladera del Agua Fría, el terreno, básicamente ocupado por un extenso rebollar,
está recamado por viejos ejemplares de roble albar, hayas, abedules, tejos,
acebos, álamos temblones, servales, cerezos silvestres, majuelos, y algunos más
que el caminante lamenta no conocer. Y todo esto en un aislamiento que
contrasta con la masiva afluencia de visitantes al vecino Hayedo de Montejo.
A unos dos kilómetros del manadero del río,
cuando media docena de cantarines arroyos han aportado su caudal al Ermito, el
camino gira 180º y, en una sucesión de zetas imposibles, asciende al cordal
bajo la vigilancia de la impresionante mole del Cerrón. Entonces desaparece la
vegetación arbórea, y se adueñan del terreno los piornos y, sobre todo, el
brezal. En la cota 2000, con la mirada llena de paisajes inexplicables, el
caminante, orientado al septentrión, distingue la inconfundible silueta del
Pico del Lobo, con los restos del tinglado construido para instalar un remonte,
y que el inmisericorde viento se encargó de echar abajo.
La hora de la comida sonó a los pies del cerro de
La Calahorra. Allí, mientras comía, me pregunté sobre los orígenes de aquellas
formaciones rocosas, donde, en una extraña simbiosis, se mezclan los esquistos
de doradas micas, con las lechosas cuarcitas. Desde aquel merendero natural, la
sosegadora visión del accidentado valle del Jarama y más al fondo, perdida
entre la bruma, la Sierra de la Cabrera. A partir del verde collado, el camino
se descuelga hacia el final de la ruta, descendiendo cuatrocientos metros en un
par de kilómetros. Nuevamente el rebollar, ahora alfombrado de verdes escobares
y, como evidencia de la vida animal, los embarrados bañaderos de los jabalíes.
Así llegué hasta el mismo lugar donde, por la mañana, había comenzado mi
andadura, y en el que el olor a leña quemada seguía siendo perceptible.
Después, ya camino de Madrid, pasado el Puerto de
El Cardoso, el refresco en la Fuente del Collado y, a continuación, antes de
llegar a la N-1, una sinfonía de pueblos serranos: Montejo de la Sierra,
Prádena del Rincón, Gandullas y Buitrago del Lozoya.
DOR
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