Cuando el viajero, ya desde las
estribaciones de la Sierra de Guadarrama, comienza a columbrar Madrid, y la
moderna y espléndida línea de sus edificios se dibuja en el horizonte, recibe la
errónea impresión de que es solamente una ciudad moderna de grandes empresas y
negocios. Y digo errónea porque hay algo más. Bajo esa pátina de construcciones
inmensas y cristaleras refulgentes, existe un Madrid sencillo, de barrio, que,
poco a poco, procura recuperar y mantener tradiciones que, en demasiados casos,
estaban olvidadas, y se esfuerza en no olvidar otras pese a la poca ayuda de los
organismos oficiales. Aún recuerdo cuando el último alcalde de la ciudad, en un
alarde de fineza europeísta, suprimió los castizos churros de los desayunos
oficiales.
Además, Madrid no quiere olvidar
su raigambre rural: su patrón, labrador, lo es de todos los agricultores
españoles, y muchas de sus fiestas y celebraciones conservan un cierto regusto
campero: La Virgen Melonera, San Isidro, Santiago el Verde, Las Mayas,…
En la zona aledaña a la
encrucijada que forman las calles del Salitre, de la Fe y Doctor Piga, donde,
dicen, existía una sinagoga, y ahora se alza, la varias veces reedificada,
iglesia de San Lorenzo, tiene lugar, durante el primer o segundo domingo de
mayo, la celebración de la fiesta de Las Mayas. Desde 1988, varias asociaciones
vecinales de estas calles, junto a alguna más de la calle Argumosa, han
recuperado una tradición casi tan antigua como la memoria escrita. Maya o Maia,
según la mitología griega, es la mayor de las siete pléyades, y su
representación como diosa de mayo tuvo su origen durante el imperio romano,
para celebrar la llegada del buen tiempo. Al ser una tradición pagana, la prístina
iglesia católica llegó a condenar su celebración, y más tarde, en el siglo
XVIII, Carlos III promulgaría dos bandos en los que se prohibía a las mujeres
vestirse de mayas, instalar altares y pedir donativos. A pesar de la
prohibición la tradición continuó en algunas poblaciones de los alrededores:
Navalcarnero, Pinto, Villa del Prado, Ciempozuelos y, sobre todo, Colmenar
Viejo.
Me gusta llegar a primera hora,
cuando los vecinos se afanan preparando los tronos, atando las colgaduras entre
las farolas y la verja de la iglesia y extendiendo por el suelo bienolientes
ramas de tomillo. Son esos mismos vecinos a los que más tarde puedes ver
vestidos de majos, paseando con orgullo su condición de madrileño, ya sea de
nacencia o de adopción.
Al ritmo de dulzainas y
tamboriles, la fiesta comienza en la plaza de Lavapiés, donde se cantan y
bailan seguidillas, jotas castellanas, boleros y chaconas. A eso del mediodía,
llega el momento de rondar a las mayas. El cortejo se detiene frente a cada uno
de los tronos, donde la maya de cada asociación vecinal permanece estoica,
mientras su séquito ofrece, a cambio de la voluntad, claveles, rosquillas
fritas, tostones y vino de la tierra. La celebración termina en la escalinata
de San Lorenzo, con una ofrenda floral a una imagen de la Virgen.
En fin, una faceta más que
interesante de este Madrid poliédrico, que puede sorprendernos cada día.
DOR
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