viernes, 30 de diciembre de 2016

EL MONCAYO

Todo comenzó hace ya más de cuatro años. En el día del padre del pasado dos mil doce, parado bajo los desnudos muñones de los plátanos de sombra del Monasterio de Veruela, el caminante sintió el telúrico influjo del Mons Caius romano. Pasó un buen rato observando la nevada cima, sin darse cuenta de las lágrimas que el inmisericorde Cierzo hacía brotar de sus entrecerrados ojos.

19/03/2012. Monasterio de Veruela
Dos años y medio después, durante la gestación de una subida al Ocejón, la serendipia lo llevó a conocer la leyenda de tres discutidores hermanos a los que el padre, algo brujo y harto de pendencias, convirtió en tres montañas: al mediano en el Ocejón, al mayor en el Moncayo y al menor de los tres en el Alto Rey. Separados por la distancia, el propósito del encantamiento era que pudieran verse pero no hablarse y, por lo tanto, acabar con las disputas. La curiosa conseja, y la ascensión al Ocejón, despiertan en el caminante un creciente interés por completar la tríada. Tuvo que pasar otro año para que, en el día de San Martín de Tours, cuando el mes de noviembre abre el abanico de colores otoñales, el caminante culmine la segunda parte de la prueba. Aquel día despejado, sentado sobre los riscos del Alto Rey, consiguió distinguir con claridad las cumbres del Ocejón (SO) y del Moncayo (NE) que, como dice el encantamiento referido en la leyenda, sigue manteniendo muy distantes a aquellos hermanos discutidores. Y es hoy, cuando faltan cuatro días para que el mes de octubre cambie el horario, cuando va a realizar la visita al mayor de los hermanos.   

10/07/2014. El Ocejón
11/11/2015. El Alto Rey
A lomos de la máquina infernal, en Almazán, se orienta hacia el Noreste abandonando el rumbo norte que tomó en Medinaceli. A su antojo, una intermitente niebla muestra y oculta los paisajes, mientras la carretera desgrana una llamativa sinfonía de pueblos esdrújulos: Gómara, Ólvega, Ágreda. En éste último toma la carreterilla que, entre labrantíos y parameras, se dirige a Vozmediano, el lugar donde surge el río Queiles, aquel que, por esos misterios de la orogénesis, nace en tierras sorianas y la barrera montañosa se encarga de conducirlo hasta el Ebro. Los recios castellanos, molestos con ese trasvase, natural y antinatural a la vez, tiempo ha que manifestaron su enojo con una sentencia recogida en el cartel del manadero: ¡Ah Moncayo traidor que robas a Castilla y haces rico a Aragón!. Del quilómetro catorce de la carretera que continúa hacia Tarazona, dejando a la derecha el abandonado sanatorio de Agramonte, nace el trazado de la carreterilla que culebrea hasta el Santuario de Nuestra Señora del Moncayo. La temida niebla ha desaparecido por lo que, si todo marcha de acuerdo con la previsión, cumplirá su intención de comer en la cima, o sea, a 2314,30 metros de altitud.
 
Pesadamente, como si le costase avanzar entre la fraga, la pista asfaltada va ganando altura entre robles y hayas. En el segundo cruce de una arroyada, en el lugar al que nombran Fuente del Sacristán, el caminante estaciona la máquina infernal. Desde allí, siguiendo una fascinante senda entre el hayedo, comienza la aventura. Dejándose llevar por la vereda, tras cruzar la pista asfaltada en cuatro ocasiones, llega al santuario. Antes de comenzar la parte más dura de la ascensión, recorre unos escasos trescientos metros hasta la ermita de San Gaudioso, en cuyo interior, bajo la imagen del antiguo obispo de Tarazona, una escueta rogatoria puede servir para incrédulos y creyentes: “Guíanos y protégenos por los caminos del Moncayo, y enséñanos a contemplar las maravillas de Dios en la creación”. Repone agua en la fuente que se encuentra junto al cartelón que informa sobre la subida a la cima, pues ya no habrá otra posibilidad hasta el regreso a cotas más bajas. Desaparecido el hayedo, el pinar se adueña de la ladera. Media hora después de haber visto, por última vez, los tejados del santuario, la vegetación de porte alto queda frenada en la cota 1880. Abandonado el parasol silvestre, a los pies de uno de los tres circos que conforman la ladera, en el lugar llamado Pozo de San Miguel, el caminante queda a merced del sol que será su compañero hasta que, ya casi a mitad de la ruta, llegue hasta el amparo del Barranco de Castilla. Antes de iniciar la impresionante subida, revisa los mapas para observar el perfil de los tres circos glaciares que, como tres profundas heridas, se descuelgan desde la cuerda: el de Morca, el de San Gaudioso y el de San Miguel. Marcada sobre la pedregosa ladera que separa los dos últimos, serpentea la senda que llega hasta el cordal.









El caminante, sabedor de que la empresa, con una pendiente media del 27%, requiere tenacidad y, sobre todo, paciencia, echa el último vistazo a la cumbre y comienza la ascensión. El camino, abierto en junio de 1860, fue trazado por el ejército para realizar, con permiso de la climatología, los estudios de observación del eclipse total de sol previsto para el 18 de julio del citado año. La memoria de aquella expedición hispano-francesa, se publicó a los cuatro meses en la Revista de Instrucción Pública, Literatura y Ciencias. No resultó como en un principio se previó; el adverso oraje obligó a Eduardo Novella, jefe de la expedición a modificar el plan previsto: “…me volví al Moncayo, donde dispuse que se abriera una vereda para llegar al pico más alto, y que allí se construyera una caseta de piedra seca, con techo de madera, y con la forma apropiada para servir de observatorio” “…el plan tuvo que modificarse, porque el sargento Espínola me avisó que se había hundido la caseta al acabar de cubrirla, por lo que, para evitar desgracias, decidí que no se reconstruyera, renunciando a establecerme arriba. Fue por tanto indispensable situar los instrumentos en la pequeña plataforma que hay delante del Santuario”… “Tal era el plan que nos proponíamos seguir en la observación del eclipse, pero al trazarlo ya teníamos perdidas las esperanzas de que pudiera realizarse, porque nos hallábamos envueltos en las nieblas, que se levantaron en el valle a consecuencia de una gran tormenta que hubo en la mañana del 16”… “Amaneció por fin el deseado día 18, y era tan densa y húmeda la niebla que rodeaba el Moncayo, que todos consentimos en no ver el eclipse, y para probar fortuna se decidió dividir las comisiones, quedando en su sitio los instrumentos no transportables, bajando al llano todo lo demás”… “…conforme bajábamos veíamos que se disipaba la niebla, y al cabo de cuatro horas de camino pudimos escoger las alturas de Tarazona, en las que nos situamos a las once y media de la mañana, bajo un cielo casi despejado…”. Y en curiosa coincidencia, ciento cincuenta y seis años después, a mitad de la ascensión, el caminante se encuentra con…el ejército. Al mando de un teniente, una sección mixta, cargada con impedimenta y armamento, asciende pesadamente por la ladera. Lo angosto de la senda impide el adelantamiento, y es en una de las paradas del grupo cuando el caminante logra dejarlos atrás.




Tras un último esfuerzo, llega al cordal. Sobre la cota 2265, justo sobre la raya de las provincias de Soria y Zaragoza, el horizonte próximo muestra el camino marcado sobre la redondeada cima del Cerro de San Juan. Más allá, tras un collado, el techo del Sistema Ibérico: el Moncayo. Se trata de una vieja cumbre, desgastada por los agentes atmosféricos, cuya amplia cima recuerda a la de Peñalara. Sobre ella, además del vértice geodésico oficial, se encuentra toda suerte de hitos, mojones y placas en recuerdo de acontecimientos y de montañeros fallecidos. Varios son los vivaques donde los visitantes se resguardan en los frecuentes días de fuerte viento. Hoy no es el caso, pero una fría brisa obliga al caminante a comer al abrigo de la ladera oriental.









Tras solazarse con las vistas, vuelve al collado, donde, siguiendo la traza de una barranquera, inicia el descenso en busca del collado de Pasalobos. Sobre el agostado páramo, una hilera de pequeños hitos marca el camino. Durante la bajada, en un amplio radio de la ladera, el caminante encuentra algunos restos metálicos de lo que, en apariencia, son los restos de un accidente de aviación. Y el misterio queda resuelto con el hallazgo de una pequeña placa, que da cumplido recuerdo de tres accidentes aéreos: mayo del 70, junio del 72 y marzo del 80. En medio de un mar de enebros rastreros, unas sencillas flores artificiales honoran a las víctimas.




Bajo la amenazante presencia del Moncayo, ya en Barranco de Castilla, el caminante comienza uno de los caminos más sorprendentes de la zona. El comienzo por un reseco pinar impide imaginar lo que luego vendrá. Acabado el pinar, comienza el hayedo. Un hayedo intrincado, enigmático, en el que es preciso caminar con atención para no perder la senda cubierta por las hojas. Hayas cuyos troncos se retuercen entre musgosas rocas, y cuyo colorido otoñal resulta un placer para los sentidos. Camina despacio, recreándose en cada lugar de la senda, temiendo el momento en que tenga que abandonar el barranco. Tras una hora de recorrido, llega al lugar donde un camino terrizo de mayor entidad, se orienta hacia el saliente. Siempre bajo las hayas, el carril recorre la ladera hasta su encuentro con la carretera que sube al Santuario.














De nuevo la Fuente del Sacristán y, desdichadamente, los preparativos para el regreso. Fueron seis horas de paisajes inauditos, cuyas imágenes tardarán tiempo en borrarse de la retina del caminante.



DOR

domingo, 11 de diciembre de 2016

EL BARRANCO DEL REATO

Anegando parte de los términos de Torrecuadrada de los Valles, Cifuentes y El Sotillo, el embalse de La Tajera remansa las aguas de un sinuoso Tajuña que ya lleva recorridas más de diez leguas desde su nacimiento. Por su margen derecha, dando forma a una de las colas del embalse, un arroyo estacional lleva milenios tallando el relieve de un vallejo de calizas que datan del Mioceno. Es el Barranco del Reato.

Es el tercer jueves del mes de octubre, y el caminante, al rayar el alba, solicita el concurso de la máquina infernal para llegar hasta la localidad de El Sotillo. A primera hora, bajo un cielo gris amenazante, un cerrado silencio recibe al caminante. La primera impresión es que su fisonomía, el trazado de sus calles y su realidad actual, parecen no diferir en demasía de los apuntes que Pascual Madoz, hace ya más de ciento sesenta años, incluía en su Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar. Comparar alguno de aquellos datos con los actuales, podría resultar un ejercicio sugerente:”…con ayuntamiento en la provincia de Guadalajara, partido judicial de Cifuentes, audiencia territorial de Madrid, ciudad de Castilla la Nueva, diócesis de Sigüenza. Situada en un valle quebrado y pedregoso, y atravesado por un arroyo, goza de clima templado y sano, sin que se conozcan otras enfermedades, más que las estacionales y algunas tercianas. Tiene 43 casas; la consistorial que sirve de cárcel; un pósito con el fondo de 50 fanegas de trigo; escuela de instrucción primaria, frecuentada por 13 alumnos de ambos sexos, retribuida por los alumnos; una iglesia parroquial (Santa Marina), servida por un cura y un sacristán. Fuera de la población, inmediata a las casas, una fuente de abundantes y buenas aguas que provee á las necesidades del vecindario. El término confina con los de Torrecuadrada, Navalpotro, Cifuentes, Las Ibiernas v Algora. Dentro de él se encuentran varios manantiales de buenas aguas y dos ermitas (Ntra. Sra. de Aranz y San Sebastián). El terreno, en lo general, es quebrado y áspero, con buenos montes poblados de encinal, roble y chaparro. Además del arroyo que pasa por la población, baña el término el río Tajuña, que corre entre los límites de Cifuentes y El Sotillo, facilitando su paso un puente de madera construido a costa de los pueblos del partido. Los caminos locales son de herradura y en mal estado. El correo se recibe y despacha en la cabecera del partido. Los recursos son: trigo, cebada, avena, patatas, judías y otras legumbres, nueces, cáñamo, cera, miel, leñas de combustible, y buenos pastos, con los que se mantiene ganado lanar, vacuno, mular y asnal; abunda la caza de perdices, conejos y liebres. También se ve algún corzo y bastantes lobos y zorras. La industria se reduce a la agrícola y dos molinos harineros. El censo es de 34 vecinos y 172 almas. Contabiliza un capital de producción de 690.700 reales. Los impuestos recaudados ascienden a 48.450 reales, y se pagan contribuciones por 2.738 reales”. Vistos los datos, a excepción hecha de la antedicha presa, que se construyó a mediados de siglo XX, y la más que evidente desaparición de los lobos, pocas cosas parecen haber cambiado desde entonces.

Tras dejar atrás las austeras formas de la iglesia de Santa Marina, estaciona la máquina infernal bajo la sombra de un elegante desmayo. Entre chopos y nogueras, con la cantarina compañía del agua, el caminante sale del caserío por una carreterilla asfaltada, que da servicio a varios huertos regados por las claras aguas del arroyo del Chorrón. Cuando el asfalto se acaba, entre esbeltos chopos, un camino carretero se adentra en el barranco. Unos metros más adelante, el arroyuelo encuentra su fin al encontrarse con el Barranco del Reato. Al tiempo que avanza por el vallejo, las paredes van tomando altura y la marca del nivel de las aguas se dibuja sobre las calizas. El bajo nivel de la presa le permite avanzar entre el herbazal, consciente de que, tras cualquiera de los meandros, se encontrará la lámina del agua, lo que hará necesario buscar un camino de salida. En uno de los recodos aparecen unas enigmáticas formaciones geológicas, a las que los lugareños bautizaron con el atinado nombre de Peñascos de los Frailes. Y tras las extrañas figuras,…el agua.







Con el paso cerrado por la inundación del barranco, sin camino marcado, inicia la subida por la ladera de la margen derecha. Entre los chaparros va ganando altura hasta llegar a un resalte calizo, desde donde se despide de los frailes y del embalse. En adelante, todo será un dificultoso caminar por el selvático breñal, hasta llegar a unas viejas corralizas donde, para descanso del caminante, principia un carril que termina en la carretera que baja a la presa. Al otro lado del asfalto, un centenar de metros más abajo, un nuevo carril se abre paso entre barbechos y los restos de un antiguo encinar, camino de Las Inviernas.





La ermita de La Soledad, con su puerta de dos vanos, da la bienvenida a un lugar que sorprende al caminante por su abundancia de aguas. En su breve ruar por la población encuentra un abrevadero para el ganado y dos fuentes con sus correspondientes lavaderos. Desde uno de ellos, por una escalera de piedra, se llega hasta la iglesia de La Concepción donde, en agradable armonía, conviven varios estilos arquitectónicos. Situada sobre un cerrillo, conserva una interesante portada románica, protegida bajo la cubierta de un atrio renacentista.







La marca de un GR, pintada sobre la esquina del camposanto, indica el camino a seguir. Tras cruzar, de nuevo, la carretera de la presa, la senda abandona las rodenas tierras para adentrarse en el carrascal. Comienza, entonces, la parte más interesante de la jornada. Entre puntales rocosos, que compiten en esbeltez con la chopera, de nuevo llega el caminante al fondo del Barranco del Reato donde, en un idílico lugar, encuentra un inmenso salón natural, en el que se enseñorea un añoso nogal. En el lugar, a la par que la seroja, las nueces caen sobre el mullido suelo. Y el caminante, cuyo único esfuerzo es seguir los sordos pelotazos de los frutos sobre la hojarasca, da buena cuenta de una decena de ellos. Tras el gaudeamus, repara en unas flechas rojas que invitan a adentrase en el curso seco del arroyo. Encajonado entre paredes tapizadas por la hiedra, el seco lecho rodea a un gran tolmo calizo, en clara demostración de lo que el agua, con una paciencia infinita, puede realizar. Llegado a un punto donde un rústico zarzo impide continuar, vuelve bajo la dorada sombra de los álabes de la noguera, desde donde una sinuosa senda sube a la parte alta del barranco.










Sobre un cruce de caminos, desde donde se avista el caserío de El Sotillo, el caminante toma la estrecha vereda que se dibuja sobre la margen izquierda del barranco. Colgada sobre la línea de chopos que se perfila sobre el cauce, la senda va descendiendo hasta el fondo del cañón, que ahora se torna más abierto. No resulta sencillo explicar el contraste entre el color uniforme del carrascal que ocupa los cerros, y la variedad cromática de las choperas. Tras cruzar la carretera por la que en la mañana entró en la población, el caminante, campo a través, se upa sobre un cerro donde hace la parada de la comida. Desde allí, tras el merecido descanso, orientado hacia el meridión, entra en El Sotillo.   

     



Ya en la población, también abundante de aguas, la visita obligada a la hermosa Fuente de Arriba, también conocida como la del Perro, de cuyos seis caños manan sin desmayo chorros como la muñeca de un hombre. El segundo nombre le viene por la cabeza de un animal, que siendo caño seco más parece beber del pilón. Un perro, según dicen, pero que al caminante más que can le parece oso. A la trasera de la fuente, con el lógico aprovechamiento del sobrante de aquella, el lavadero comunal, cuya recia cubierta de vigas de madera descansa sobre un machón sostenido por…el vacío. Como asegura un familiar cercano, tan ideosa estructura no respondió a ningún complejo cálculo técnico, sino al buen oficio de los carpinteros del lugar. Y ahí sigue, para admiración de locales y foráneos.  




Con el ocaso, algunos sotillanos, tras echar la tarde en las nogueras, suben por la carreterilla asfaltada armados con las pértigas que les sirvieron para varear las nueces. Entretanto, la máquina infernal, a la espera del regreso a La Corte, aguarda bajo la majestuosa sombra del sauce.   

DOR