martes, 24 de mayo de 2016

EL BADÉN

En armoniosa equidistancia, tendido sobre el valle que forman la peñascosa ladera meridional del Mondalindo y la verde pinada de Cabeza Arcón, Bustarviejo se resguarda del traicionero bóreas que, tras airear el valle que riega el río Lozoya, llega desde los nevazos que blanquean el cordal de los Montes Carpetanos. Y no es solamente protección lo que recibe de las cumbres; la especial configuración del terreno dota a la población de una gran cantidad de fuentes y manaderos –algunos de ellos estacionales-, que un censo municipal, quizá excedido, estima en más de doscientos. El caminante, en el día de hoy, segundo viernes de marzo, tendrá ocasión de visitar algunas de esas surgencias. Queda aplazada para una próxima ocasión el encuentro con El Mondalindo, para, en el día de hoy, realizar el cumplimiento que se merece el macizo, algo más modesto pero también interesante, formado por El Pendón y Cabeza Arcón.

Dual, y por lo tanto incierto, es el origen concreto del topónimo del municipio. En la provincia de Segovia -a la que Bustarviejo perteneció administrativamente hasta 1833-, la localidad de Carbonero el Mayor venera a la Virgen del Bustar, nombre de origen latino que hace referencia al lugar donde se quema, ya que Carbonero adquirió gran fama por la fabricación de carbón de encina. Es una hipótesis que podría aplicarse a Bustarviejo, pues en el piedemonte del cerro del Pendón existe una importante mancha de encinar, que bien pudo ser más amplia, y que todavía se extiende por los municipios colindantes. Pero, resultando interesante la anterior, la teoría más aceptada es que dimana de bostar, desusado vocablo que el DRAE asimila al término boyera: corral o establo donde se recogen los bueyes. Y así, dando por buena ésta última, el pleno de la corporación acordó el diseño del escudo del municipio, cuyo significado queda explicado por la heráldica con su habitual jerga: Escudo Partido. Primero, cortado encajado de plata y de gules, cargado con dos bueyes de lo uno en lo otro. Segundo, de gules, un acueducto de dos órdenes sobre rocas, moviente de los flancos, todo de plata. Al timbre, Corona Real Española. La pareja de bueyes por lo antedicho, y la figura del acueducto como recuerdo a la antigua subordinación a la Comunidad de Villa y Tierra de Segovia.

La mañana está fría. El caminante, que ha llegado desde La Corte en autobús, al apearse siente de inmediato el fustigante cambio de temperatura. En el poyo de granito que abraza y engalana el remozado pilón de la Fuente Grande, al tiempo que prepara los arreos necesarios para la jornada, se conforta bajo los tímidos rayos de sol que comienzan a asomar sobre los tejados. Por debajo del nivel del terreno, a los pocos metros de la anterior, en la calle del mismo nombre, la fuente de la Cañita sigue manando desde tiempos que se pierden en la memoria de los bustareños.

Con la referencia visual de los muros del camposanto y, sobre todo, de una moderna antena de telefonía, el caminante, orientado hacia el meridión, comienza una llevadera subida. El camino, descarnado por el uso incontrolado de los vehículos a motor, serpea, entre bolos graníticos y manaderos helados, en busca de la parte alta de un extenso pinar. Tras un par de quilómetros de subida, el collado presenta, además de la recorrida, otras tres alternativas diferentes. Mientras recupera el aliento, plantado en el cuadrivio por el que tendrá que pasar en una segunda ocasión, sopesa la decisión a tomar. A la siniestra, los desafiantes 1545 metros de la cresta rocosa del Pendón despejan la duda inicial del caminante. Una senda, apenas marcada, va hilvanando pedregosos mogotes hasta llegar al vértice geodésico de la cima rocosa. Sobre la peana del cipo, con la única compañía del helador viento que llega desde las cercanas nieves, el caminante trata de poner orden al rimero de nombres que le vienen a la mente. Al saliente, más allá del Puerto del Medio Celemín, las inconfundibles crestas quebradas de la Sierra de la Cabrera, con la Sierra de Ayllón en el perdido horizonte; al septentrión, sobre el caserío de Bustarviejo, el ya nombrado Mondalindo y la Cabeza de la Braña; hacia poniente, con la apariencia de una tarjeta postal, una cohorte de deleitosas imágenes que comienza con la Cuerda de la Vaqueriza, continúa con la rotunda cima nevada de La Najarra y termina, en un fondo difuminado de grises, con la abrupta línea de canchos de La Pedriza.






Por la parte opuesta a la que subió, inicia el descenso. Terminado el riscal, las jaras se apoderan del terreno, y es entonces cuando el caminante debe poner toda su atención para no quedar encerrado entre la vegetación. Tras rectificar en varias ocasiones, ya en el fondo del valle, logra salir de la enmarañada ladera. Aventurado y pretencioso sería considerar el lugar como el circo de un antiguo glaciar, pero se asemeja bastante. Se trata de un profundo hondón, conocido por los bustareños como El Badén, que se encuentra enclaustrado en la herradura montañosa que, con una forma casi perfecta, dibujan las elevaciones mencionadas del Pendón y Cabeza Arcón en los costados, y la Peña del Rayo en el cierre de la cabecera. Una inmensa nava, alagada por los incontables manaderos de las laderas, queda encerrada dentro de un rústico muro de colosales dimensiones. Y dentro de la quietud de aquel perímetro de más de un quilómetro de mampuestos pacientemente colocados, una solitaria yegua va y viene por el herboso pradal. Casi en el centro geométrico de la nava, como atraídas por una fuerza invisible, las aguas se agrupan en un arroyo de claras aguas que, de forma natural, huye por la parte meridional de la herradura, y al que los lugareños, para evitar innecesarios debates semánticos, tienen bautizado con el más que sensato nombre de Arroyo de Navacerrada.





Mientras el arroyo, con un recorrido de apenas una legua, se escapa del cercado en busca del Guadalix, el caminante, en sentido contrario, reinicia la marcha por el camino que se inicia junto al muro, y al que acompaña durante unos metros. Con el collado a la vista, y ante las dos alternativas que presenta la ladera, se decide por la senda que se confunde con el hilo de agua que baja de la Fuente de la Víbora. Como tiene por costumbre en los casos de veneros poco visitados, el caminante dedica unos minutos a limpiar de ovas y ajomates el caño del manadero.



Al pie de la Peña del Rayo, de nuevo en el cruce de caminos por el que pasó horas antes, ahora con dirección a poniente, el caminante, alternando el bosque de albares con el de bolos graníticos de extrañas formas, inicia la subida hacia la cota más alta de la jornada. El excelente miradero de Peña Arcón añade, a los ya conocidos, el paisaje de la vista casi cenital del vistoso valle que une las poblaciones de Bustarviejo y Miraflores, y que ya aparece en el Libro de la Montería con el definitorio nombre de Val Fermoso. Por el umbroso valle transitan, en aparente buena comunión, el arroyo que se forma en el collado de Hernán García, la Cañada Real Segoviana, el GR-10 y la carretera M-610. En un continuo subir y bajar, ahora con el rumbo orientado hacia el sur, el caminante va superando las alturas que conforman el cordal, hasta llegar a la zona herbosa donde se encuentra la Fuente del Mostajo. Al igual que en la de la Víbora, procede a la oportuna limpieza de caño y buzón, pues será la última ocasión de refrescarse en lo que queda de recorrido. Desde la fuente, siempre hacia el mediodía, la senda se abre en dos; y cualquiera de las dos opciones es buena para llegar a la vía férrea de la línea Madrid-Burgos. El caminante, que ha elegido el vallejo que se forma a los pies de la fuente, comienza un decidido descenso hasta llegar a una zona de praderas y corralizas. Tras cruzar la vía por el único lugar habilitado para el menester, orientado hacia el saliente, un camino de excelente traza se va aproximando a los tejados de Navalafuente, que ya comienzan a aparecer en el horizonte. Ahora, encerrado por vallados y cercas, el camino vecinal entretiene a los visitantes con una batería de tablillas explicativas, donde el municipio, con criterio docente, señala las particularidades de algunas de las especies botánicas que crecen en los linderos. Entretenido con la acertada y cuidadosa explicación dendrográfica de fresnos, sauces, encinas, quejigos, abedules, robles y chopos, el caminante, que ha empleado más tiempo del previsto en la lectura, llega a Navalafuente con el tiempo justo de tomar el autobús que lo devolverá a La Corte.










Durante el regreso, en ese placentero duermevela que, a partes iguales, provocan el cansancio, el runrún del motor y los tibios rayos de sol que entran por la ventanilla, una imagen aparece de forma recurrente sobre las demás: la infinita soledad de la yegua cuatralba, retenida sobre el pardo herbazal de la majada de El Badén.  

DOR