lunes, 29 de marzo de 2021

LA PUEBLA DE LA MUJER MUERTA

 


Mapa del recorrido sobre un mapa anterior a 1940.

Que La Puebla de la Mujer Muerta, en 1940, mudó su nombre al de Puebla de la Sierra, es algo resabido por los cronistas. El cambio tuvo cumplimiento oficial en el BOE número 285, de fecha 11 de octubre de 1940, en el que se publicaba una orden del Ministerio de la Gobernación, aprobada el día 5 del mismo mes, cuyo literal decía así: “GOBERNACION - Subsecretaría -. Poniendo en conocimiento de las Autoridades, Centros Oficiales y el de los particulares que por Orden de este Ministerio de 5 del actual se ha acordado que el Ayuntamiento de La Puebla de la Mujer Muerta se denomine en lo sucesivo Puebla de la Sierra”. Crónicas y cronistas coinciden, además, en que el promotor del cambio fue el entonces gobernador civil de Madrid, Carlos Ruiz García. Y es en este punto, donde la terquedad de las fechas desmonta parte de la información. Parece indudable que Carlos Ruiz fue el impulsor, o coadyuvó a que se produjese el cambio, pues ostentó diversos cargos tras la Guerra Civil. Y ese empeño fue reconocido por el propio municipio, poniendo su nombre a la plaza principal. Lo que parece imposible es que lo hiciera como gobernador civil de Madrid, ya que su nombramiento se realizó el 24 de junio de 1941, haciéndose público el 8 de julio del mismo año. En octubre de 1940, Carlos Ruiz García todavía era gobernador civil de la provincia de Santander.

Lo que sí resulta indudable es que, con el cambio de nombre, se perdió el viejo topónimo que, como prueba El Libro de la Montería, tenía una solera de varios siglos: La ladera que está catante Muger Muerta es buen monte de oso en verano et hay oseras ciertas en el tiempo que yacen los osos en ellas Et son las vocerías la una desde sobre la cumbre que está sobre Berzosa fasta la Peña del Mostajo et que tengan los rastros contra el Aldea de Muger Muerta et la otra desde la Peña del Mostajo por cima de la cumbre catante al Aldea de Muger Muerta fasta el Rio Casiellas”. Habremos de ir a la RAE para, en el Diccionario de Autoridades de 1729, ver el significado de la voz catante, hoy en desuso: Lo que está enfrente de otra cosa. Es voz antigua y mui (sic) usada en los apeos de los términos. Será, ahora, el diccionario actual el que complete la definición aclarando que la voz apeo se refiere al documento jurídico que acredita el deslinde y demarcación de un territorio.

Desde la ladera de poniente del profundo valle del río de La Puebla, bien desde el collado de La Tiesa o desde el piedemonte de la Peña de la Cabra, cualquier bípede, con cierta imaginación, podrá columbrar la figura yacente de una mujer, con la cabeza al mediodía y los pies al septentrión. Parece que de ahí venía el antiguo topónimo 

Seguimos enclaustrados. Unas veces son las comunidades circundantes las que no nos dejan entrar en sus territorios. Otras es Madrid la que no permite la salida. Y en algunas ocasiones, como si los dioses se hubiesen confabulado, hay consenso: ni salimos de aquí, ni entramos allá. Pero, haciendo de la necesidad virtud, el caminante se conforma con los más de ocho mil quilómetros cuadrados –ahí es nada-, que suman los ciento setenta y nueve municipios de la Comunidad de Madrid. Y el ya mencionado de Puebla de la Sierra, antes La Puebla de la Mujer Muerta, será el elegido para pasar una jornada al aire libre,… y sin mascarilla.

Es el segundo jueves del mes de marzo y el caminante que, con tanto inconveniente oficial, casi ha perdido el hábito, se levanta con la ilusión del primerizo. Varias veces repasa los avíos, pues guarda la sensación de que va a olvidarse alguno de ellos. Dos son las razones por las que, para llegar al lugar con garantías, se hace necesario el concurso de la máquina infernal. Una, la que se refiere a un tasado servicio de transporte, que deja sin tiempo para realizar el recorrido previsto, y otra, actualmente la más importante, evitar el contacto con otras almas inquietas que tienen la necesidad de desplazarse 

Llega el caminante a la localidad, tras el rally que supone el descenso por la serpenteante carretera que baja desde el Puerto de la Puebla. Ante la duda de encontrar otro acomodo, deja la máquina infernal a los pies de una rústica escalinata que sube hasta un  frontón. Tendrá que ruar por la calle principal, nombrada, en un tramo calle de la Fuente y en otro calle Mayor, hasta llegar a un abrevadero/lavadero de caño seco. De la trasera, entre un colorista surtido de cubos de residuos, un camino asciende por la ladera. De seguido, el camino entra en los restos de un viejo robledal que, antaño, debió cubrir el lugar. Bajo los viejos robles, aún sin hojas, tomillos y cantuesos comienzan a sospechar la primavera. La impenitente subida, que ahora se cubre de jaras, tiene algún relajo en el pedregoso camino que sube en busca de una pista secundaria que recorre un primer cordal. Atrás, en dirección opuesta a su camino, queda el incesante ruido de la maquinaria pesada componiendo el firme la pista. 






El vial termina en la cerrada curva de otra pista, de mayor entidad, que recorre el valle de norte a sur. En el cruce, un poste de madera es el sostén de varios carteles que, para el que lo necesite, indican la orientación y distancia de varias rutas que por allí pasan. Al caminante no le valen ninguna de las indicaciones. Su afán se centrará en el descarnado cortafuego que sube hacia la cima de Cabeza Minga. Un cortafuego, seguramente abierto por la máquina que aún se oye en la lejanía, y que ha engullido la senda que, no ha mucho tiempo, subía a la sombra del pinar. Sobre la pedregosa morra, antes del descenso a un pequeño collado, el caminante, junto a los últimos robles de la ladera, hace la primera parada de la jornada. 







Un último arreón será necesario para llegar a la divisoria de aguas, por donde corre la raya lindera que separa las comunidades de Madrid y Castilla-La Mancha. Con esa acción, el caminante se ha subido sobre la figura yacente de la mujer que dio origen al antiguo topónimo. Su camino, siempre hacia el meridión, lo llevará en dirección a la cabeza de la figura, y para no quebrantar la norma del confinamiento perimetral, procurará caminar por la parte madrileña del cordal. Y si, en alguna ocasión, pierde la orientación y alguno de sus pasos huella territorio castellano-manchego, confía en no encontrarse con García-Page emboscado tras un riscal. Echando la vista atrás, en el horizonte próximo, la redondeada cima de Cabeza Minga; al otro lado del valle del río de La Puebla, la inconfundible silueta de la Peña de la Cabra. Y en la lejanía, casi en confusión con las nubes, las cumbre nevadas de Peñalara y los Montes Carpetanos. 




Animado por el espectáculo paisajístico, el caminante toma la referencia del próximo hito de la jornada, que será el Pico de la Tornera que, con sus 1865 metros, es la cima más alta del cordal. Resulta difícil seguir una senda clara pues, cuando todo parece encarrilado, la pizarra se encarga de ocultar la difusa traza. Siguiendo la línea de dibujo de la figura yacente, La Tornera correspondería al pecho y las manos cruzadas sobre el mismo. Tras un suave tramo entre el brezal, vuelve la dificultad del camino, ahora entre lajas pizarrosas, por lo que habrá de extremar la precaución para guardar el equilibrio. 









Tras la áspera travesía por el Alto de los Cellos, el caminante fija el rumbo en la rotunda silueta de La Centenera. Antes tendrá que salvar un empinado abadajero, que lo dejará en el último respiro antes de subir a lo que sería la cabeza de la dama yacente. Del collado de Las Portilladas, que así se llama el lugar, nacen dos profundas gargantas, una hacia terrenos de Guadalajara y otra hacia territorio madrileño. Por ésta última, en un vertiginoso descenso, corre el arroyo del Portillo, que más adelante volverá a encontrar el caminante. Renovadas las energías, afronta el ascenso de La Centenera. Lo que en un principio parece quimérico, unos hitos, estratégicamente situados, permiten superar la línea de riscos que conforma la ladera. En un primer balcón, en un trascacho rocoso, el caminante hace la parada de la comida. 







Antes de llegar al vértice geodésico, todavía con restos de las últimas nieves, aún tendrá que recorrer una calle natural tallada entre los riscales. Desde el geodésico, ahora con el camino en clara dirección hacia poniente, el caminante se dirige hacia Cerro Concha. Después, entre puntiagudas lajas, la senda va descendiendo por una suave loma. Tras casi una hora de plácido camino, deberá estar muy atento para no perder la marca de un vistoso hito, que señala que debe abandonar la senda. Sin camino definido, con esta parte de la ladera tomada por el jaral, busca el consuelo de un pinar inmediato, por el que recorrerá los ochocientos metros que lo separaran de la pista que recorre el valle. Tras cruzarla, habrá de poner atención en la estrecha senda que sigue en descenso, y que será la garantía de no sufrir el molesto paso entre las jaras. La senda termina en una verde pradera donde, marcada sobre el tronco abatido de un roble, aparece la marca del GR-88. 







Dejándose llevar por las marcas del GR, llega el caminante hasta el arroyo del Portillo, aquél que vio nacer a los pies de La Centenera. Pocos metros antes de la junta con el río de La Puebla, en un idílico lugar, sus aguas son retenidas en una pequeña presa de decantación. Tras salvar la corriente por un puente de cemento, el camino deviene en generosa pista, que recorre la margen izquierda del río. Entre añosos robles, llega el caminante hasta el lugar donde, sobre una pequeña loma, se agrupan varios tinados. 





Con las últimas luces de la tarde, ya con las farolas encendidas, entra caminante en el caserío de la localidad, dejando a la siniestra el camposanto y la ermita de La Soledad. Y, en busca de la máquina infernal, en sentido inverso al realizado en la mañana, volverá a pasar por la coqueta plaza de Carlos Ruiz, aquel que, en 1940, cambió el nombre a la localidad. 

DOR