miércoles, 27 de diciembre de 2017

LAS FUENTES DEL LILLAS


En el Macizo de Ayllón, anclados en las umbrosas cabeceras de algunos de sus cursos de agua, se encuentran los hayedos más meridionales de España: el de Montejo de la Sierra, en Madrid, el de Ríofrío de Riaza, en Segovia y el de La Tejera Negra en la provincia de Guadalajara. A juzgar por su ubicación, no resultaría aventurado afirmar que, siete u ocho siglos atrás, el hayedo sería único, abarcando la amplia zona que va desde el circo glacial de La Buitrera hasta las fuentes del Jarama, ya en Montejo. Estos hayales, en convivencia, o rodeados de robledos, acebedas, tejeras, alisedas, fresnedas y avellanares, daban cobijo, y todavía lo siguen haciendo, a una amplia variedad de fauna salvaje.

El de La Tejera Negra, el más septentrional de los tres, ocupa las cabeceras del río Lillas y del arroyo de la Zarza, los cuales, desde los negros riscos pizarrosos de La Buitrera y de la Cuerda de las Berceras, fluyen hacia el saliente. Uno de los tributarios del arroyo de la Zarza, el de la Tejera Negra, pone nombre al hayedo. Cuenta con dos partes bien diferenciadas: la del fondo los valles, donde el carboneo y la roturación terminaron con la vegetación autóctona, y la parte alta de los barrancos, donde medran, entre robledos y pinares, los bosques de hayas. La primera, hasta la que se puede llegar en vehículo, es la más visitada y, por tanto, la de menor interés para gentes de ánimo inquieto. La segunda, más quebrada y fragosa, y por tanto más atrayente, presenta una mancha de hayas de unas 400 hectáreas, pobladas, en su mayor parte, por ejemplares jóvenes, ya que desde 1860 el hayedo sufrió un par de talas severas. Hay que subir a los lugares más abruptos de las barranqueras, para encontrar algunos ejemplares con más de dos siglos de vida.

El caminante, que, hace ahora cinco años, ya intentó una visita a esas partes menos conocidas del hayedo, vuelve a intentarlo de nuevo. Si en aquella ocasión la cellisca y la niebla impidieron su propósito, ahora, con el cansino anticiclón de las Azores instalado sobre la península, el luminoso día permitirá la empresa. Su consecución dependerá de que el ánimo no desfallezca en la dura subida hasta el Collado de las Cabras, siempre junto al curso del río Lillas. Será la única forma de encontrar esos ejemplares relictos del viejo hayal. Para evitar la manida entrada al hayedo desde Cantalojas, prepara la ruta desde la parte segoviana. Tras evaluar las diversas opciones que se presentan, elige iniciar el recorrido en Becerril, municipio independiente hasta 1979, fecha en que, como pedanía, se incorporó al de Riaza. El lugar, más antiguo que las hayas que el caminante intentará visitar, ya aparece en el Libro de la Montería “La Dehesa del Bezerril es buen monte de puerco en ivierno. Et son las vocerías, la una encima de la Texeda; et la otra al collado de las Cabras, et la otra al collado de Bezerril. Et es el armada al Cubiello”. Y nada será tan gratificante como recorrer todos y cada uno de esos viejos nombres que aparecen en el capítulo XII, del libro que escribió, o mandó escribir, Alfonso XI allá por la primera mitad del siglo XIV.

Noviembre de 2012. Cencellada en la Tejera Negra
No han dado las nueve cuando el caminante entra en Becerril por la carreterilla que pasa a la vera de la ruinosa ermita de los Santos Mártires. Una carreterilla que no tiene continuidad; el que quiera salir del lugar debe tomar el camino de entrada. Unos metros más adelante, junto al conjunto que forman la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción y el camposanto, pone pihuela a la máquina infernal. Es un lugar quieto, donde sólo se escucha el zureo de las palomas que, sobre la espadaña, toman los primeros rayos de sol de la mañana. Una excesiva plaza, teniendo en cuenta que el último censo era de nueve vecinos. Sólo un bullicioso épagneul bretón, de capa canela, sale a acompañar al caminante mientras prepara los arreos.



En dirección al mediodía, un camino terrizo comienza una llevadera subida por la ladera. Rebasado el depósito de aguas de la pedanía, y un salegar de llamativas piedras rojas, el camino va perdiendo su clara traza para convertirse en una oscura vereda que sigue subiendo sobre los esquistos. En la cota 1400, tras haber pasado un par de casetas en las que se escucha el agua que baja hasta el depósito, el camino se bifurca en dos: el que sigue lo que el caminante entiende como la soterrada conducción de agua, y que, desde allí, inicia el descenso hasta un barranco, y el que insiste subiendo por la ladera camino del Collado de Valdebecerril, por el antiguo camino que comunicaba Becerril con Cantalojas. Por este último, ya con una temperatura inusual para el mes de noviembre, el caminante porfía en los últimos repechos, antes de llegar al collado que desde la distancia aparenta una gigantesca silla de montar, cuyos estribos estarían uno en la provincia de Segovia y el otro en la de Guadalajara.



Una vez en el cordal, por el que corre la raya que separa las dos provincias, con el pico de Valdebecerril al saliente, el caminante abandona el viejo camino de Cantalojas, para tomar el seco cauce de un arroyo que baja en dirección austral. El barranco, en un principio diáfano y andadero, comienza a cerrarse de vegetación tras el paso de una zona rocosa. Es tanta la dificultad que, a su pesar, va sopesando la posibilidad de regresar al collado. Su insistencia queda recompensada cuando, en una zona húmeda, reconoce la tímida huella de un bípedo implume, lo que significa que sus botas no son las primeras que recorren el vallejo. Al pronto, como por encanto, una vereda se perfila entre la margen izquierda del arroyo y el pinar. Una vereda que, en un santiamén, lo saca, zafo, hasta una pista terriza que se abre paso a través de un colorido robledal. En el lugar donde la pista gira hacia el NO, cuando han dado las once, hace una parada para retomar fuerzas. Abandona la traza de la pista para dejarse caer por la senda que baja por la ladera de Cabeza Gorda. Enseguida, a unos escasos trescientos metros, en una amplia ladería, desde donde se divisa el aparcamiento de los vehículos que entran desde Cantalojas, un camino se dirige hacia poniente en busca del valle del Lillas.







La escasez de lluvias de los últimos meses tiene al Lillas bajo mínimos. La escasa corriente, perdida entre las pizarras del lecho, permite al caminante cruzar un cauce que más parece un camino empedrado. Instalado en la margen derecha, ahora con un tímido caudal cuya humedad enverdece ambas orillas, sin dificultad camina hasta el encuentro con el arroyo de las Carretas, por cuya orilla sube una didáctica senda balizada que recorre la parte baja del hayedo. Pasada la junta, el camino junto al río se vuelve difuso y solo el discurrir del agua guiará al caminante. Un camino que, con el caudal habitual, sería engorroso de seguir ya que son innumerables las veces que es necesario cruzar la corriente. Y es en ese enésimo vadeo cuando las náyades muestran al caminante el espectáculo inenarrable del viejo hayedo.




Protegidos por las profundas barranqueras, algunos de los ejemplares que se salvaron de las talas se enseñorean del lugar. Desperdigadas entre los renuevos, emergiendo de un suelo cubierto de hojas, componen un paisaje difícil de olvidar. Parado en el bosque, el caminante procura no perder ni un detalle del lugar. Ante la imposibilidad de detener el tiempo, teniendo por segura la corta realidad de los días otoñales, supera la acinesia producida por el entorno y vuelve a retomar el camino que, siempre en ascenso, porfía junto a una corriente que va perdiendo caudal por momentos. Es entonces cuando aparece la desdibujada traza de un viejo camino de carboneros, que termina poco antes de la salida de hayal, y que le permite tomar un descanso en el trajín de esquivar el ramaje rastrero de las hayas.















Renuncia el hayedo en la cota 1700. El tramo que queda hasta el collado queda a merced de los esquistos de caprichosas formas, del enebro rastrero y de la gayuba. Antes de iniciar la imponente subida que le aguarda, el caminante, parado sobre la ladera, vuelve la vista hacia el barranco para hacerse una pregunta: ¿podrán aquellos renuevos llegar a tener el porte de los viejos ejemplares que hoy recaman el hayal? Una sencilla pregunta que tiene difícil respuesta; quizá no haya más hachas, pero sí, como ogaño, sequías prolongadas que pondrán en peligro el futuro de un tipo de bosque muy necesitado de humedad.


Con el collado a tiro de honda, se afana en buscar las trochas de los animales. Un tramo de unos cuatrocientos metros, que serán muchos más pues tendrá que culebrear para salvar la dura pendiente con algunos tramos con más del 40% de desnivel. Una vez en el collado, sobre la divisoria de aguas que separa Castilla-León de Castilla-La Mancha, siempre hacia el saliente, el caminante acomete una sucesión cerros y collados. Un entretenido tobogán que recorre la raya interprovincial y que, tras un cuarto de legua, abandona en el Collado Hondo, para poner rumbo hacia un riscal que se columbra en el horizonte segoviano. No hay camino; sólo una verde alfombra de gayuba que tapiza la ladera en el descenso hasta la zona rocosa. Ha llegado la hora de terminar con el abasto y el lugar, bajo los últimos rayos de sol de la tarde, parece el más indicado. Desde tan notable miradero, con la colorida llanura en el horizonte, no resulta difícil perfilar el resto del trayecto, y poner nombre a los caseríos que desde allí se columbran: Martín Muñoz de Ayllón, Alquité, Serracín, El Muyo y, por supuesto, Becerril. Un recorrido que, tras el paso por la accesible desnudez de un pequeño collado, se prolonga loma abajo. El mismo camino por el que, apurando el día, un pastor de Martin Muñoz conduce su rebaño ayudado por dos perros jóvenes que, como si tuviesen azogue, van y vienen continuamente. Con él se detiene el caminante durante unos minutos. “Si no llueve pronto, el pienso es la única solución que nos queda, o sea, otro año al que hay que ponerle dinero”. Deja el caminante al ovejero con sus cuitas, a los perros con su continuo ir y venir y a las ovejas con su caminar indolente. Acabada la loma, llega el momento de variar el rumbo hacia el oriente para cruzar el río Hociquilla por el sitio de El Cubillo, el lugar donde, según el Libro de la Montería, esperaban los monteros la resulta del ojeo.







Han pasado ocho horas y Becerril sigue tan solitario como en la mañana. A la tenue luz de la tarde, sus terrizas callejas ofrecen un muestrario de ruinosas construcciones que, en otro tiempo, fueron pulidos ejemplos de la arquitectura negra. Todo es silencio en tan inmensa plaza; y ahora,…ni siquiera el perro sale a hacerle cucamonas.



DOR


jueves, 30 de noviembre de 2017

EL VALLE DE SIETE PICOS

Siguiendo la tendencia habitual, y para no perder la costumbre patria, no existe un acuerdo concluyente sobre el topónimo Guadarrama. Unos consideran árabe la etimología del término, apuntando que fue el río el que dio nombre a todo lo demás, siendo el hidrónimo consecuencia de la voz wadi l-ramal, o río de las arenas. Otros, rebuscando en la procedencia latina, aseveran que primero fue la cadena montañosa, considerando el orónimo una resultante del neologismo aquae dīrāma, o separación de aguas, que utilizaban los romanos para nombrar los puntos de las divisorias de aguas; en este caso la de las cuencas del Duero y del Tajo.

En lo que sí están todos de acuerdo, quizá porque ahí están para atestiguarlo las corrientes que lo forman, es que el río Guadarrama, nombrado como tal entre el caserío de Cercedilla y el de Los Molinos, toma su caudal de tres vaguadas principales: al naciente, la que forman el regajo del Puerto y el arroyo de Matasalgado, cuya suma de caudales se remansan en el embalse de Navalmedio; a poniente, descendiendo del Puerto de La Fuenfría, la formada por el llamado río de La Venta y sus numerosos tributarios; y en el centro del tridente, con origen en el cóncavo de Siete Picos, el vallejo tallado por las claras aguas del río Pradillo. A este último, cuando faltan once días para que termine el mes de julio, se dirige el caminante.

Un contratiempo de última hora le hace modificar el plan del día. Perdida la opción del tren hasta Cercedilla, para enlazar con el eléctrico que sube al puerto de Navacerrada, no queda otra opción que solicitar el concurso de la máquina infernal, a la que deja apeada en un lugar sombreado de la avenida de la Estación. Unos metros más abajo, antes de llegar a los muelles del apeadero, al pie mismo de la herrumbrosa maquinaria de un remonte abandonado, unos carteles metálicos indican el inicio de la senda Arias. Pegada a un vallado metálico, la senda trepa por la ladera hasta llegar a una vieja edificación que no ha resistido el paso del tiempo, ni la acción de los vándalos. Un esfuerzo más para llegar a un cómodo carril que, a un centenar de metros, corre paralelo a la vía del ferrocarril eléctrico que hace el servicio Cercedilla-Cotos. El carril, que sigue el trazado de una línea eléctrica, pierde su condición tras un cuarto de hora de camino. Es ahora una senda tomada por la vegetación; en los solejares por la retama y el piorno serrano, y por el helechal en las zonas umbrosas.




Al llegar a Collado Albo, la vereda, que hasta entonces se orientaba al meridión, en un drástico cambio de rumbo, inicia una áspera bajada que tiene su fin en el abandonado apeadero de Siete Picos. El caminante, parado sobre las viejas traviesas, recuerda la parada que el eléctrico, a petición de los viajeros, realizaba en éste y en otros apeaderos del recorrido. Cuatrocientos metros vía abajo, el trazado, para salvar la corriente del Pradillo, se acomoda sobre la ladera realizando una cerrada curva. Es el lugar de comienzo, con un recorrido de casi un par de quilómetros, del ascenso por el Valle de Siete Picos.




El caminante, sin perder la compañía de la límpida corriente del Pradillo, comienza una subida en la que la naturaleza, en tan corto recorrido, muestra uno de los rincones más interesantes de la zona. Musgos, brezos y helechos pugnan en la batalla por tapizar las riberas. Y todo bajo la cerrada sombra de un viejo pinar, que apenas deja ver el quebrado cordal de las cimas de Siete Picos. El recorrido termina en la fuente de Los Acebos, manadero del río, en el lugar donde cruza la Senda Herreros, cuya traza seguirá el caminante hacia poniente. Tras el paso por una fuente de menguado caño, llega a un miradero natural donde una gran roca recoge, tallado en una de sus caras, parte de uno de los párrafos de la carta que, con motivo de la inauguración del mirador serrano dedicado a Luis Rosales, le escribió su amigo Pedro Laín Entralgo. Una carta admirativa y fraternal, de la que el caminante se atreve a entresacar un par de párrafos, señalando en negrita el texto grabado en la roca: “Tus amigos de Cercedilla han tenido la idea feliz de dar tu nombre a un mirador de la sierra madrileña; por tanto, a un lugar destinado a mirar lo que se ve. Todos cuantos en él se instalen verán lo mismo: cimas rocosas que se visten de nieve o que la añoran, laderas en que el verde grave del pino y el verde alegre de la grama se combinan, a ras de tierra, con el áspero ocre de la gleba castellana  y, si la estación es propicia, con el tímido morado del cantueso y el espliego. Todos verán lo mismo. Pero, viendo lo mismo, ¿qué mirarán y qué creerán -o querrán creer-cuando sus ojos busquen reposo en lo que están viendo?”
“Déjame, Luis, que responda a esa pregunta adivinando -tratando de adivinar- lo que tú mirarás y creerás cuando, sentándote bajo tu propio nombre, sientas que tu persona vive y se actualiza en el mirador que Cercedilla te ha dedicado.”  











De nuevo en el camino, siempre bajo el pinar, sigue el suave trazado que lo llevará hasta el cruce de caminos de la Pradera de Navarrulaque. Sólo uno de los caminos que forman el pical interesa al caminante: la Senda de los Alevines. De nuevo hacía el septentrión, con un primer tramo de fuerte subida y terreno descarnado, la senda va ganando altura en dirección al primero de los Siete Picos: el Majalasna. Terminado el ríspido rodadero, en el piedemonte del pico, una fresca fuente permite el caminante reponerse del esfuerzo realizado. Sigue la senda, en uno de los recorridos más divertidos de la sierra, abriéndose camino entre el Majalasna y el segundo de los picos del vistoso cordal que, en la Edad Media, a la vista de su quebrado cordal, era conocido como Sierra del Dragón. Llega el caminante al Collado Ventoso, donde una nueva fuente le permite reponer agua y fuerzas para acometer el último empeño del día. Sobre la raya que separa las provincias de Madrid y Segovia, sin camino definido, enfila la subida que lo llevará hasta el lomo del dragón.





Una vez en el cordal, nada hay escrito sobre el camino a seguir. Cada cual, siguiendo su criterio, avanzará, siempre hacía el orto, sorteando berruecos de equilibrios imposibles; enfilando, una tras otra, las cumbres cuya cadena termina sobre los 2138 metros de la más alta de todas ellas, y desde la que las vistas de Guarramillas y La Maliciosa dibujan el horizonte próximo. Comienza entonces una pronunciada bajada, cuyo final es el tinglado de instalaciones para el esquí que coronan el cerro del Telégrafo. De uno de sus laterales, sale un pedregoso camino que, en unos minutos, lleva al caminante hasta el viejo remonte donde, a primera hora de la mañana, dio comienzo la jornada.
















 De regreso, antes de perder el contacto con los añosos pinares, el último trago de agua serrana en la Fuente de los Geólogos. Luego, lo previsto: desencanto…y polución.  

DOR