miércoles, 27 de mayo de 2015

TOLMOS, BERRUECOS, LLAMBRIAS Y BATOLITOS

El de hoy es un día preñado de efemérides. Es el día de San Jorge de Capadocia, el Día Internacional del Libro y el de la derrota comunera en Villalar. El caminante, al que le parecen demasiados acontecimientos para una sola jornada, dispone su particular celebración: prepara el tanate y, con las claras del día, toma el camino para reencontrarse con el Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares.

Llega a Canto Cochino y arrima la máquina infernal a la corriente del Manzanares. A esa hora, todo es silencio y quietud; un solo vehículo se encuentra estacionado junto al vallado de madera. Cruza el puente donde se inician algunos de los PR que recorren la parte septentrional de La Pedriza; ordena los mapas de la ruta prevista y, por la margen izquierda del río, comienza la jornada.

La previsión meteorológica es excelente, pero, a esa hora, la humedad de la corriente hace que la temperatura se mantenga en valores casi  invernales. En un continuo ejercicio, sube y baja a la orilla para no perder la compañía tonante del agua. El río, embravecido por el deshielo primaveral del Ventisquero de la Condesa, arremete contra los enormes bloques de granito que encuentra a su paso. Llega el caminante a la Charca Verde, donde la terca insistencia de la corriente mantiene bruñidas las llambrias de las riberas. Allí se detiene, durante unos minutos, observando el trabajoso serpenteo del agua.





De la rabera de un vivero vallado, junto a un enorme tolmo partido en dos como una nuez, sale un camino apenas marcado que, orillado a un arroyo medio seco, siempre hacia el naciente, comienza una inmisericorde subida hasta el Collado del Cabrón. Bajo el dosel de pinos del collado son varias las alternativas que se presentan ante el caminante, y es en ese momento cuando decide alterar el sentido de la ruta. En previsión de una probable subida de la temperatura en la segunda parte del día, opta por hacer durante la mañana el paso del Collado de la Romera y la Cuerda de las Milaneras. Guiado por las marcas del PR, avanza, en trabajosa progresión, entre rocas de formas dispares y equilibrios imposibles. Cruza la cerrada sombra del pinar del collado, para volver a salir a la refulgente claridad del roquedo. De frente, la apariencia infranqueable de la pared pétrea de las Milaneras. Parado en medio del peñascal, la vista de aquel muro rocoso al que debe enfrentarse supone un momento de duda en su ánimo. Es la imagen coloreada de una de las marcas del PR, a modo de un restallante latigazo, la que pone al caminante, de nuevo, en la porfía.





Con la ayuda de las manos, el caminante va superando la estimulante complejidad de alguno de los lances del camino. Es en el paso junto a Tres Cestos cuando se presenta la mayor dificultad de la jornada. Los vándalos modernos, aquellos que ensucian y destruyen todo lo que encuentran a su paso, han arrancado las cadenas que facilitaban la maniobra de paso por un redondeado tolmo de complicado acceso. El caminante, acuciado por la necesidad de pasar aquel escollo, se pega a la roca y, como una salamandra, avanza reptando hasta superar aquel atascadero. Superada la dificultad, sale al amplio horizonte del Collado del Miradero. Allí, en medio del piornal, con la impactante imagen de la Cuerda Larga sobre su cabeza, en orden levógiro, repasa la línea de alturas que el paisaje le presenta: en la lejanía más inmediata, como final septentrional de La Pedriza posterior, las Torres y el Collado de Matasanos; más allá, con las últimas nieves cubriendo las cimas, Asómate de Hoyos, Navahondilla, Peña Vaqueros, Cabezas de Hierro y al final, como excelso mascarón de proa, la atezada figura de La Maliciosa.







El paisaje invita a permanecer en el collado, pero el caminante, que ha revisado las cartas de marear, comprueba que aún le quedan varias horas de navegación dentro de aquel mar de rocas y pinos. Orientado al meridión, el camino, en una dura prueba para rodillas y cuádriceps, comienza un vertiginoso descenso por un terreno pedregoso donde los regatos, buscando su salida natural, ocupan varios tramos de la senda. Tras media legua de entretenido descenso, llega a un cuadrivio, marcado con cuatro hitos de piedra, conocido como Cuatro Caminos. Abandonando la bajada, toma el camino que, bajo los pinos, toma dirección hacia poniente. Bajo una reconfortante sombra, la senda, ahora sin marca alguna, comienza un suave ascenso que, en algo más de media hora, lo llevará de nuevo al Collado del Cabrón.






Peña Horcajo, el Cancho de los Muertos, el Cáliz, así como infinidad de formas diferentes vuelven a aparecer ante los ojos del caminante. Por el solejar, entre florecidas jaras, comienza el último descenso de la jornada. Le resulta imposible verlo, pero el rumor del río va haciéndose más evidente a medida que se acerca a su ribera. Al llegar a la orilla, en una acostumbrada liturgia, consuela sus ardorosos pies en la fría corriente del Manzanares.







Vuelve el caminante al lugar donde inició la jornada. Han sido, quizá a partes iguales, casi diez horas de pelea y divertimento, con el único descanso mensurable de la media hora de la comida. En ese tiempo, el aparcamiento se ha llenado de vehículos cuyos dueños, tal vez festejando alguna de las conmemoraciones del día, disfrutan de los últimos rayos de sol.    

DOR