lunes, 9 de diciembre de 2013

EL PINAR DE SIGÜENZA

El caminante tiene comprobado que caminar en soledad predispone a la cogitación. Sobre todo si el camino es sencillo y andadero. En el día de la patrona de la ciudad de Madrid, esconde las llaves del coche, lía los bártulos y, de buena mañana, se dirige hacia la estación de Chamartín, donde le espera un tren que, camino a Soria, le ha de dejar en el municipio de Torralba del Moral. El fin del viaje tiene un argumento simple: recorrer las cuatro leguas que separan Torralba de la ciudad de Sigüenza.

Torralba aparece al hacerse la luz, después de un oscuro túnel de más de tres kilómetros, que el tren, por aquello de la seguridad, recorre con exasperante parsimonia. La vía férrea que, a contracorriente, ha seguido el curso del Henares hasta su nacimiento en Horna, antes de sumirse en la negritud del túnel, propone al viajero luminosos paisajes de dorados maizales y gualdas choperas. En la estación, de construcción excesiva para el tráfico que soporta, la línea se bifurca: hacia el NO continúa el trayecto hasta Zaragoza y Barcelona, y hacia el norte el ramal que llega hasta Soria.


El día está tan claro que hace daño a la vista; pero la baja temperatura obliga al caminante a tirar de toda la ropa de abrigo que lleva. El jefe de estación, a pesar de la expresa prohibición de la cartelería, lo anima para cruzar las vías, y ahorrarse un largo trayecto por la carretera. Orientado por la boca del antiguo túnel, que en la parte de Guadalajara, dicen, han dedicado al cultivo de endivias, comienza la suave ascensión al Cerro Santo, desde donde seguirá el difuso recorrido de la antigua Cañada Real de Merinas. Con el camino prácticamente perdido por el desuso, a menudo debe verificar el rumbo SO para no apartarse de la ruta. En el camino, cerca del límite provincial de Soria y Guadalajara, un refugio de pastores de sólida fábrica, techado con el antiguo sistema de aproximación de hiladas, ofrece abrigado refugio para los días de cellisca. Vuelve a mirar la brújula y, con alborozo, comprueba que sigue el mismo rumbo que las bandadas de grullas que, en su clásica formación en uve, avanzan hasta tierras más cálidas.



Tras cruzar la carretera que lleva a Cubillas del Pinar, abandona la cañada para visitar la profunda herida de una cantera de áridos, donde, impotente, cavila ante el poder destructor del hombre. Allí el camino se adentra en un frondoso pinar de pino resinero, de gruesos troncos y escasas alturas, y que ya no abandonará hasta su llegada a Sigüenza.



Justo en el punto en el que el camino coincide con la Cañada Real Soriana, junto a una torre de vigilancia contra incendios, el caminante apura el pábulo. Tras la comida, sube a la elevada construcción para sorprenderse ante las vistas. Alguien, con acertado criterio, ha escrito, en la endeble barandilla, los nombres de las poblaciones que desde allí se divisan. Hacia el oeste, en la lejanía, las altivas torres del castillo de Sigüenza.


A la vera de un profundo barranco, ahora sin agua, el camino entra en Sigüenza sobre la traza de tres rutas balizadas, que son una misma: el GR-160, el Camino del Cid y un ramal de la Ruta de Don Quijote. Entonces se encajona entre riscazos de arenisca y un área recreativa, a la que los seguntinos, atinadamente, llaman El Oasis. El caminante, poco amigo de caminar sobre el asfalto, se despide de la compañía de Rodrigo Díaz y Alonso Quijano y, siguiendo una disimulada trocha, sube al rodeno roquedo. El privilegiado balcón le permite admirar el contraste de colores que muestran las areniscas, el pinar, y la chopera. Con precaución, avanza por el cantil hasta que el recio muro de una finca particular le corta el paso. Rodearlo le supone un esfuerzo añadido, pero desde aquel intransitado lugar disfruta de unas vistas inéditas del castillo y de la catedral.








En un sencillo descenso entre los últimos pinos, llega hasta el paseo de ronda. Tras unos momentos de duda, en vez de entrar al caserío por la Puerta del Sol, decide subir hasta el castillo. Entre dos luces, sobre el geométrico empedrado de una antigua era, aguarda a que el ocaso le muestre el último espectáculo de la tarde.



El horario del tren le permite ruar por la ciudad mitrada. Al llegar a la Puerta del Hierro, antigua entrada principal a la ciudad medieval, da las buenas tardes a tres mujeres de avanzada edad, que caminan con precaución sobre el empedrado. Sorprendidas por el saludo, en una ciudad en la que el turismo ha transformado a todos en extraños, espontáneamente, premian al caminante con un dato desconocido para los cicerones:

-          ¿Te acuerdas, Rosa, de la fuente que aquí había?

Rosa, entornando los ojos y levantando las cejas, asiente con la cabeza:

-          ¡Y las colas que se formaban para llenar los cántaros!

Al pasar bajo el arco se santiguan, y una de ellas señala con el dedo hacia la hornacina donde se encuentra una pequeña imagen de la Inmaculada.


A las 18:50, el tren se sumerge en la inmensa negritud del túnel de la noche, y el caminante, satisfecho, comienza a ordenar las vivencias y paisajes del día.

DOR

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