El caminante tiene comprobado que caminar en soledad predispone a la
cogitación. Sobre todo si el camino es sencillo y andadero. En el día de la
patrona de la ciudad de Madrid, esconde las llaves del coche, lía los bártulos
y, de buena mañana, se dirige hacia la estación de Chamartín, donde le espera
un tren que, camino a Soria, le ha de dejar en el municipio de Torralba del
Moral. El fin del viaje tiene un argumento simple: recorrer las cuatro leguas
que separan Torralba de la ciudad de Sigüenza.
Torralba aparece al hacerse la luz, después de un oscuro túnel de más
de tres kilómetros, que el tren, por aquello de la seguridad, recorre con
exasperante parsimonia. La vía férrea que, a contracorriente, ha seguido el
curso del Henares hasta su nacimiento en Horna, antes de sumirse en la negritud
del túnel, propone al viajero luminosos paisajes de dorados maizales y gualdas
choperas. En la estación, de construcción excesiva para el tráfico que soporta,
la línea se bifurca: hacia el NO continúa el trayecto hasta Zaragoza y
Barcelona, y hacia el norte el ramal que llega hasta Soria.
El día está tan claro que hace daño a la vista; pero la baja
temperatura obliga al caminante a tirar de toda la ropa de abrigo que lleva. El
jefe de estación, a pesar de la expresa prohibición de la cartelería, lo anima
para cruzar las vías, y ahorrarse un largo trayecto por la carretera. Orientado
por la boca del antiguo túnel, que en la parte de Guadalajara, dicen, han
dedicado al cultivo de endivias, comienza la suave ascensión al Cerro Santo,
desde donde seguirá el difuso recorrido de la antigua Cañada Real de Merinas.
Con el camino prácticamente perdido por el desuso, a menudo debe verificar el
rumbo SO para no apartarse de la ruta. En el camino, cerca del límite
provincial de Soria y Guadalajara, un refugio de pastores de sólida fábrica,
techado con el antiguo sistema de aproximación de hiladas, ofrece abrigado
refugio para los días de cellisca. Vuelve a mirar la brújula y, con alborozo,
comprueba que sigue el mismo rumbo que las bandadas de grullas que, en su
clásica formación en uve, avanzan hasta tierras más cálidas.
Tras cruzar la carretera que lleva a Cubillas del Pinar, abandona la
cañada para visitar la profunda herida de una cantera de áridos, donde, impotente,
cavila ante el poder destructor del hombre. Allí el camino se adentra en un
frondoso pinar de pino resinero, de gruesos troncos y escasas alturas, y que ya
no abandonará hasta su llegada a Sigüenza.
Justo en el punto en el que el camino coincide con la Cañada Real
Soriana, junto a una torre de vigilancia contra incendios, el caminante apura
el pábulo. Tras la comida, sube a la elevada construcción para sorprenderse
ante las vistas. Alguien, con acertado criterio, ha escrito, en la endeble
barandilla, los nombres de las poblaciones que desde allí se divisan. Hacia el
oeste, en la lejanía, las altivas torres del castillo de Sigüenza.
A la vera de un profundo barranco, ahora sin agua, el camino entra en
Sigüenza sobre la traza de tres rutas balizadas, que son una misma: el GR-160,
el Camino del Cid y un ramal de la Ruta de Don Quijote. Entonces se encajona
entre riscazos de arenisca y un área recreativa, a la que los seguntinos,
atinadamente, llaman El Oasis. El caminante, poco amigo de caminar sobre el
asfalto, se despide de la compañía de Rodrigo Díaz y Alonso Quijano y,
siguiendo una disimulada trocha, sube al rodeno roquedo. El privilegiado balcón
le permite admirar el contraste de colores que muestran las areniscas, el
pinar, y la chopera. Con precaución, avanza por el cantil hasta que el recio
muro de una finca particular le corta el paso. Rodearlo le supone un esfuerzo
añadido, pero desde aquel intransitado lugar disfruta de unas vistas inéditas
del castillo y de la catedral.
En un sencillo descenso entre los últimos pinos, llega hasta el paseo
de ronda. Tras unos momentos de duda, en vez de entrar al caserío por la Puerta
del Sol, decide subir hasta el castillo. Entre dos luces, sobre el geométrico
empedrado de una antigua era, aguarda a que el ocaso le muestre el último
espectáculo de la tarde.
El horario del tren le permite ruar por la ciudad mitrada. Al llegar a
la Puerta del Hierro, antigua entrada principal a la ciudad medieval, da las
buenas tardes a tres mujeres de avanzada edad, que caminan con precaución sobre
el empedrado. Sorprendidas por el saludo, en una ciudad en la que el turismo ha
transformado a todos en extraños, espontáneamente, premian al caminante con un
dato desconocido para los cicerones:
-
¿Te acuerdas, Rosa, de la fuente que aquí había?
Rosa, entornando los ojos y levantando las cejas, asiente con la
cabeza:
-
¡Y las colas que se formaban para llenar los
cántaros!
Al pasar bajo el arco se santiguan, y una de ellas señala con el dedo
hacia la hornacina donde se encuentra una pequeña imagen de la Inmaculada.
A las 18:50, el tren se sumerge en la inmensa negritud del túnel de la
noche, y el caminante, satisfecho, comienza a ordenar las vivencias y paisajes
del día.
DOR
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