lunes, 25 de noviembre de 2013

EL ALTO JARAMA



Cuando el joven Jarama inicia su andadura en la ladera meridional de la Cebollera Vieja, poco imagina que parte de su discurrir va a servir de linde natural entre las provincias de Madrid y Guadalajara. En su tramo alto, ha sabido adaptarse a la agreste configuración del terreno, modelando valles y hondonadas de pizarras silurianas, donde, desde antiguo, han encontrado abrigo hombres, ganados y molinos.

El día 16 del mes en que los americanos, una vez más, nos han vuelto a colonizar a base de sangre de guardarropía, esqueletos y calabazas iluminadas –léase Jalogüin-, el grupo espanta-fauna, tan animoso como siempre, se dispuso a percibir y entender los parajes regados por las límpidas aguas del impúber Jarama. Si en un principio se había programado como una ruta de aproximación a los estertores de los paisajes otoñales, un repentino cambio de tiempo nos mostró una típica mañana de invierno. Después, al tiempo que acompañábamos el perseverante discurrir de la corriente, ya en cotas más bajas, y dependiendo de la provincia en que nos encontrásemos, la nieve perdió el protagonismo, dejando paso a un colorido más acorde con la época del año.      


Desde el puerto de El Cardoso, con las vacas dueñas del asfalto, la sinuosa carretera avanza hasta el profundo valle, cruza el río y, ya en Castilla-La Mancha, por un paisaje totalmente nevado, nos acerca hasta el punto de inicio de la ruta: El Cardoso de la Sierra. Junto a la fuente, ubicada bajo los cimientos de la románica iglesia de Santiago Apóstol, comienza una corta bajada hasta el arroyo del Espinar. Tras sortear un zarzo metálico, el camino se orienta hacia poniente en busca del puente que cruza el río, justo en el límite de las dos provincias. Allí, en el lugar donde el Ermito aporta un notable caudal al Jarama, la vigilada recepción del hayedo de Montejo, con docenas de visitantes esperando el turno de entrada. Nosotros, tras haber admirado las rodenas copas de las hayas, olvidándonos de las aglomeraciones, escogemos la soledad de la senda que, saltando de provincia a provincia nos ha de llevar hasta La Hiruela, para después, completando la lazada, cruzar el río y terminar en El Cardoso.

Ante la cerrada vegetación que impide avanzar a la vera de río, el camino toma altura bajo la espesa sombra de un pinar de repoblación, para después estabilizarse en un carril utilizado para la saca de la madera. Cuando el carril se acaba, la única salida es descender hasta la orilla, que ya no abandonará hasta llegar a las ruinas del molino de Juan Bravo. Allí las verdes praderías, semiocultas bajo la nieve, compiten en belleza con los otoñales colores del bosque de ribera. Chopos, sauces, álamos temblones, majuelos y serbales acompañan a la senda que, sin desmayo, zigzaguea junto a la corriente.












Cien metros después de las ruinas del molino, un coqueto puente de madera, sustituto de la antigua e impersonal pasarela de cemento, permite continuar la ruta por su parte castellanomanchega, hasta llegar a un pedregoso dique artificial de donde el molinero, con ingeniosa solución, tomaba el agua para hacer funcionar el molino harinero. De nuevo en la orilla madrileña, con algunos copos de nieve descolgándose de un cielo plomizo, el cuidado entorno del restaurado molino acoge a los andariegos a la hora de reponer fuerzas. Más tarde, tras una corta subida, la obligada visita a un colmenar tradicional ahora en desuso. El viejo camino hacia el caserío de La Hiruela comienza entre añosos robles y termina bajo las cansadas ramas de decenas de frutales, junto a la espadaña barroca de la iglesia de San Miguel. El gratificante paseo por las calles de la población da descanso y sosiego, antes de tomar el GR que nos ha de llevar de nuevo hasta el río.




El camino abandona los huertos y entra en un espeso rebollar, donde quedan algunas reliquias de roble albar. Desde el camino las vistas resultan, a la vez, austeras y magnificas, con la presencia sobresaliente del pico Santuy dominando en paisaje. Tras cruzar el río por otro puentecillo de madera, otra vez en Guadalajara, la reagrupación junto a la destechada ermita de San Roque, y la llegada a El Cardoso, donde cualquier novio foráneo era conocido como El Pedro, y era manteado por la mocedad. Me imagino que para inculcarle las recias costumbres de lugar.






DOR

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