lunes, 16 de marzo de 2015

EL ROCIGALGO

El caminante, que ya lleva un tiempo cavilando sobre el asunto, traza una línea de poniente a naciente, haciéndola pasar por la Puerta del Sol madrileña. Observa el mapa resultante y se da cuenta de que, salvo contadas excepciones, todas sus rutas se sitúan al norte de aquel imaginario decumano.

Es en ese ir y venir de reflexiones, cuando, relacionado con ese sur que él, inconscientemente, tiene marginado, le viene a la memoria un vago recuerdo de su casi olvidada época de bachiller. Está tan desdibujado, que tiene que buscar y buscar hasta que logra hacerlo realidad: “Pero aquí abajo / cerca de las raíces / es donde la memoria / ningún recuerdo omite / y hay quienes se desmueren / y hay quienes se desviven / y así entre todos logran / lo que era un imposible / que todo el mundo sepa / que el Sur también existe”. Tomando como suyo el aserto incluido en los categóricos heptasílabos de Mario Benedetti, se pone manos a la obra para intentar frenar esa querencia boreal. Va a ser difícil, pero lo va a intentar. Y como primer destino, ¿qué mejor intento que el de coronar la cima más alta de la provincia de Toledo?  
  
Con los versos de Benedetti en el pensamiento, el día siguiente al de Reyes, el caminante, con el concurso de la maquina infernal, toma dirección sur en busca de su objetivo. Una espesa niebla ha tomado por asalto el valle del Tajo. Desconcertado por la escasa visibilidad, pasa por San Martín de Pusa con cuatro grados negativos de temperatura, y comienza a pensar si no tendrá que abortar su empeño. Pero, quizá como premio a su terquedad, un sol radiante lo recibe tras la larga travesía adoquinada de Los Navalucillos. A tiro de honda de la corriente avanza la carretera junto al valle del Pusa cuando, tras una decena de quilómetros, un cartel orienta al caminante por una pista terriza que baja en busca del río. Junto al puente, blanca de escarchas y colmada de soledades, un área recreativa que el caminante deja a su espalda. Sigue por el camino de tierra hasta un lugar habilitado para el aparcamiento, donde unas cadenas impiden el paso a los vehículos. Junto a una casetilla de información del Parque Nacional de Cabañeros, cerrada en días no festivos, un tinglado de cobertizos de madera permite el estacionamiento de una docena de automóviles.

En aquel solitario paraje queda la máquina infernal, y el caminante, siempre con la sonora compañía del agua, comienza la andadura. El camino, de buena traza, avanza a contracorriente hasta llegar a una toma de agua. Allí, una senda acondicionada con peldaños de madera se eleva hacia poniente por la ladera. La vereda, sin perder el rumor de la corriente, avanza entre cuarcitas y retorcidos troncos de encinas centenarias. Tras un cuarto de hora de gratificante camino, un cartel anuncia la primera exhibición del arroyo: El Chorro. Originado por una fractura del terreno de unos dieciocho metros de desnivel, se despeña en un idílico lugar donde la humedad mantiene con vida especies vegetales más propias del bosque atlántico que del mediterráneo: tejos, abedules, acebos, helechos,… La curiosidad lo lleva hasta la parte alta del salto. Intenta progresar por la orilla del arroyo, pero las rocas impiden su propósito…








Vuelve el caminante a la senda, ahora con la intención de llegar hasta el segundo salto de agua. En la ladera de la solana medran las jaras y las encinas, mientras que en las zonas umbrosas comienzan a aparecer los robles y el brezo púrpura. Para llegar a la Chorrera Chica, el caminante debe superar, como si de una prueba se tratase, el escollo de unas sorprendentes cornisas, cinceladas por la naturaleza sobre la cuarcita de la pared vertical que se desploma sobre el arroyo. No es un paso demasiado peligroso pero, para evitar el mal de altura, el municipio tiene colocada una gruesa cadena que recorre todo el voladero. 





Superada la dificultad, la vereda avanza entre cascajeras hasta llegar a la Chorrera Chica. Aunque de menor entidad que la anterior, el agreste entorno en que se encuentra le confiere un atractivo especial. Allí, el caminante se detiene durante unos minutos frente a la pertinaz insistencia del agua rompiendo sobre las cuarcitas. Continúa su camino el caminante, y a la par que el curso de agua merma su caudal, van desapareciendo las encinas y un espeso robledal se adueña del paisaje. Es la parte más difusa de la subida y el caminante, aunque el collado no tiene pérdida, procura poner toda la atención a la desdibujada senda. En el collado se abre todo el esplendor del Parque Nacional. Bajo las ramas, ahora desnudas, de una familia de robles, el caminante divisa el hito de la ruta: el Rocigalgo.




Es el Rocigalgo el techo de la provincia de Toledo. Comparado con las alturas de la Sierra de Guadarrama, sus escasos 1450 metros no aparentan demasiada dificultad. Pero todo es relativo. El caminante, al que le parece haber ido salvando un buen desnivel, busca en el mapa la cota en la que comenzó la ruta, comprobando que la diferencia es de algo más de 700 metros, un desnivel que, por poner un ejemplo conocido, supera en 100 metros al existente entre el Puerto de los Cotos y la cima de Peñalara.

En la cumbre amesetada del Rocigalgo lo más interesante es el paisaje. Entre el brezal, a merced del abandono, los restos del vértice geodésico y de una antigua instalación de antenas. Conocida la aversión del caminante de volver por el mismo camino, en la cima, upadas ambas sobre la entalladura del arroyo, se le ofrecen dos posibilidades para la vuelta: hacia el NO la cuerda de la Sierra Fría, con una traza claramente marcada en el mapa; y más poniente, tras un giro dextrorso, la cuerda de las Tejadillas, de trazado mas incierto, y con algunos tramos no señalizados. El caminante no necesita tomar la decisión echándola a suertes pues, después de ver en el horizonte de riscos, se ha decidido por la segunda opción. Vuelve al collado y, dando la espalda a la inmensa raña de Cabañeros, comienza la subida hasta la cuerda.




Un camino, apenas marcado, lo acompaña hasta el Risco de Juan Antón. Desde allí, perdida la traza, poniendo toda su atención en la senda, le espera media legua de andar y desandar, siempre en busca del hito que juega al escondite en aquel mar de piedras. Sobre el risco más alto que encuentra, por encima del pausado vuelo de los buitres, se sienta a disfrutar del paisaje…y de la comida. No queda más que alcanzar una pista de montaña que llevará al caminante hasta el lugar donde inicio la jornada, al que llega cuando el sol comienza a perderse sobre los cerros.





Durante el regreso, ahora sin niebla pero con la noche apoderándose del valle del Tajo, en ese repaso inconsciente de las vivencias del día, el caminante las resume con un curioso supuesto: si alguien, durante el trayecto desde Madrid, le hubiese vendado los ojos y, tras recorrer aquellos lugares, al terminar le hubiese preguntado en que provincia se encontraba,… nunca hubiese dicho que en la de Toledo.           

DOR