lunes, 18 de febrero de 2013

EL CAMINO DE LA VIDA


Aseguran los científicos, y más concretamente los biólogos, que la vida se originó en el agua.  Pasteur, a finales del XIX, echó por tierra, mediante pruebas irrefutables, la prístina creencia de la aparición espontánea de la vida. Desde entonces, numerosos científicos han venido demostrando que, en unas condiciones diferentes a las actuales – temperatura, humedad, fenómenos atmosféricos de tipo eléctrico, etc. -, moléculas sencillas pudieron agruparse hasta formar sustancias más complejas. Yo me mantengo al margen; creo que si la verdad absoluta existiese, el hombre seguiría siendo incapaz de conocerla. Lo que sí tengo claro es que la vida, según la conocemos, es imposible sin el agua.

Para tratar de entender la antigua preocupación humana por proveerse y almacenar el agua, el numeroso grupo, con nuevas y remozadas caras, salió, en la calinosa mañana del sábado 16, en busca de los estertóreos meandros del viejo Lozoya. Torrelaguna, en la parada matinal, nos surtió de desayunos y mingitorios. La visita más completa quedaba para la tarde.

El Lozoya, seguramente por la acreditada bondad de sus aguas, es uno de los ríos más provechosos de la península. En sus escasos 91 kilómetros, su corriente es represada una decena de veces: el pequeño embalse del Vadillo, cuando aún es el arroyo de la Angostura; el de Pinilla, junto a Pinilla del Valle y Lozoya; la pequeña presa de Casillas, después de que nuestro río haya sido enhebrado por el arco del medieval Puente del Congosto; el embalse de Riosequillo, junto a Pinilla de Buitrago; el de Puentes Viejas, en cuya cola se alza Buitrago del Lozoya; el de El Villar, que ya conocimos en una anterior ruta; el de El Atazar, inmenso aguadero madrileño al que para intentar llenarlo, en ayuda del Lozoya, acuden hermanados el Riato y el Río de la Puebla; la presa de la Parra; la de Navarejos; y, por fin, la ya abandonada del Pontón de la Oliva, construida en el XIX, y que en su momento aseguró 200 litros por habitante y día, a un Madrid de más de 200.000 habitantes.
 
Sobre el formidable trabajo de cantería de ésta última, huera por motivo de la permeabilidad del terreno, iniciamos nuestra ruta. Una pasarela, embutida en el farallón calizo, nos franqueó una estrecha senda en la margen derecha del río. Ante aquel paisaje, intenté imaginar el nivel del agua en los lejanos momentos de esplendor de la presa, pero fue imposible borrar la visión de la corriente de agua serpenteando entre los verdes prados. La angosta vereda estiraba tanto el grupo, que tuvimos que parar en numerosas ocasiones.


El entusiasmo del grupo, todavía intacto, quedó retratado bajo las desnudas ramas de un añoso e inmenso fresno. Antes de encontrarnos con el camino de servicio del Canal, el húmedo soto sirvió de estrado para una charla didáctica.

Al llegar a la presa de la Parra el río vuelve a encajonarse. La fragilidad de los esquistos pizarrosos ha determinado que la corriente talle un valle prácticamente inaccesible. Allí debíamos abandonar su compañía para, desde los cerros, tomar perspectiva del inmenso congosto. Cruzamos la presa por la estrecha pasarela metálica, hasta llegar a un frondoso pinar de repoblación, donde se iniciaba la parte más áspera de la ruta. Conocía la relativa dificultad de la vereda, pero tenía la certeza de que todos superarían la sucesión de subidas y bajadas que nos esperaba. Como apunté en la crónica Entre Zeus y Poseidón, el grupo solamente necesita un ligero impulso para llegar a disfrutar de lugares de impagable belleza. Entre el jaral, la pina senda inicial acabó sacándonos los colores; pero el dulzón aroma del ládano acabó forjando la voluntad y el ánimo de los andariegos. Mereció la pena y fue reconfortante asentar los reales en aquel balcón natural, entre el cantil del río y los muros de un antiguo tinado. Más allá del despeñadero, con las buitreras al nivel de nuestras cabezas, el cadencioso vuelo de los buitres trenzando caminos imaginarios sobre los riscos.   



Tras la comida, la senda nos dio un ligero respiro hasta llegar al arroyo de la Pasá. Desde allí la última subida hasta el caserío de El Atazar. Sobre las antiguas eras, buena parte del grupo todavía tuvo arrestos de realizar algunos ejercicios de estiramiento,… y visitar el lavadero; otros buscaron el consuelo para la fatiga en el bar del pueblo. A las cinco y media, camino ya  de Torrelaguna, resultó obligada una parada en el mirador del Poblado del Atazar. A pesar de las difuminadas nubes bajas, el horizonte nos presentó la lámina del embalse en todo su esplendor. Las prisas,… y el tacógrafo del autocar impidieron el disfrute de una de las puestas de sol más impresionantes de la sierra madrileña.         
El Atazar, desde Cabeza Antón, el 6.2.2010.
  










En Torrelaguna, con el grupo otra vez separado, las previsibles visitas,… y los encuentros imprevistos. Entre las primeras, la inexcusable visita a la iglesia de Santa María Magdalena, una de las principales obras del gótico madrileño, claramente influenciado por el toledano. Basta observar, sobre la puerta de la fachada principal, la imagen de la Imposición de la Casulla a San Ildefonso, motivo recurrente en la mayoría de las iglesias toledanas. Dentro, un interesante retablo barroco, atribuido a Narciso Tomé. En él, la figura de La Magdalena escoltada por San Isidro y Santa María de la Cabeza. Entre los hallazgos imprevistos, el Alfolí de la Sal, edificio del siglo XIV, recuperado por la iniciativa privada para servicio de bar restaurante y, sobre todo, un enhiesto pino centenario que, menos mal, ha sobrevivido ante la inquietante amenaza de las edificaciones circundantes.


DOR

viernes, 8 de febrero de 2013

..., ESA NOCHE CENÉ TALEGA


Eran las seis menos cuarto cuando fuimos a buscar el autobús. Aquel corto trayecto fue lo único que garbeamos en la tarde del domingo 27 de enero. Antes, habíamos resistido una desmedida mesa, lo que me llevó a pensar si una comida merece que le concedamos tres de las pocas horas que ya nos quedan en la alforja; después, la perspectiva de cuatro desesperantes horas de viaje nocturno hasta Madrid. Al pasar por Linares, las recortadas siluetas de las chimeneas de las abandonadas minas de galena, me hicieron recordar la letra de una antigua taranta: De Cartagena a Linares / van cantando los mineros; / unos por los olivares, / otros por los limoneros. Entonces caí en la cuenta de que en la mochila llevaba el antídoto perfecto para la monotonía del viaje: dos añejas antologías de flamenco; una, la Antología del Cante Flamenco, realizada en 1.960 por Hixpavox; la otra, Medio Siglo de Cante Flamenco, premio nacional del Ministerio de Cultura en 1.987, y dirigida por el ganador del Premio Cervantes 2.012 José Manuel Caballero Bonald. Me ajusté los auriculares, gradué el sonido y, mientras las grabaciones iban desgranando los diferentes palos, comencé a poner en orden las vivencias del fin de semana.

Los surcos de mi besana, / están llenos de terrones, / y tu cabeza, serrana, / está llena de ilusiones, / pero de ilusiones vanas.
Fandangos.

El viaje, que básicamente se centraba en la aproximación al Renacimiento de Úbeda y Baeza, comenzó a las cuatro de la tarde del viernes 25 de enero. En el brumoso horizonte manchego, el castillo de Consuegra, upado sobre el cerro Calderico y flanqueado por una cabal docena de molinos de viento. Tras la reglada parada en Manzanares, el camino por la autovía, con la oscuridad en notoria progresión, continuó hasta La Carolina. En esta población, de claras connotaciones ilustradas, tomamos dirección hacia el saliente. La Carolina, La Isabela, La Fernandina, Carboneros, Guarromán, Aldeaquemada, Arquillos…, nombres que son el resultado de la colonización confiada por Carlos III a Pablo de Olavide, y que se realizó con una mayoría de colonos centroeuropeos, además de gallegos y catalanes. En estas poblaciones, todavía existen apellidos que constatan aquella repoblación de la segunda mitad del XVIII.

Yo no le critico a nadie / que le domine un querer; / que a mi me está dominando / y no me puedo valer.
Tientos.

Hacía muchos años que no transitaba por aquella carretera. Otrora me gustaba la soledad de aquel paisaje y, sobre todo, encontrarme con la primera obra renacentista, de carácter civil, antes de subir a Úbeda: el puente de Ariza. Para salvar el cauce del río Guadalimar, fue construido por iniciativa del Concejo de Úbeda, con objeto de mejorar la comunicación de Andalucía con el Levante y La Mancha. Andrés de Vandelvira se encargó de realizar los planos y las condiciones para la construcción. Quedó finalmente rematada en octubre de 1.563 por el maestro cantero ubetense Antón Sánchez. Construido en piedra arenisca, es un raro ejemplo de puente renacentista en lomo de asno, pues su paso no es llano sino formado por una doble rampa, con el ápice sobre la clave del arco central. Aunque en el siglo XIX se suavizaron las rasantes, todavía recuerdo el vértigo que me producía su paso con el coche; al llegar a la mitad parecía que la carretera se acababa. Aunque fue declarado Monumento Nacional en 1.993, la puesta en funcionamiento, en 1.998, del pantano de Giribaile lo dejó sumergido bajo sus aguas, lo que nos deja en el sinsentido de tener que pasar sed para poder admirarlo.

Por Dios te pido, / que no te alabes / que te he querido.
Mirabrás.
   
Pero nuestra ruta no llegó hasta allí; en Arquillos, tras pasar el embalse del Guadalén, tomamos la dirección de Santisteban del Puerto y Castellar de Santiago. La carretera, un poco áspera para hacerla de noche, nos llevó hasta nuestro destino: Villanueva del Arzobispo. Tras la asignación de habitaciones, una más que correcta y rápida cena en uno de los salones del hotel, permitió un recorrido nocturno por la población. Al llegar a la plaza, el numeroso grupo se dispersó. Nosotros llegamos hasta el cerrillo donde se encuentra la iglesia de San Andrés, armoniosamente arropada por dos sólidas torres defensivas, vestigios de la antigua fortificación, lo que da idea del lugar de frontera en el que se encuentra Villanueva. Quedaron algunas cosas por ver, pero el programa del día siguiente se presentada denso y debíamos descansar.

Serrana, que te olvidara, / me mandaste a decir, / y cuando llegó el parte a mí, / yo de ti no me acordaba.
Granaína.
 
El sábado amaneció gris. Las cenicientas nubes sobre los cerros no presagiaban nada bueno. La primera visita del día está programada a la villa de Iznatoraf, para, desde su otero, vislumbrar Sierra Morena al NO y la Sierra de las Villas al SE. La persistente niebla impidió nuestro propósito; la esbelta torre de La Asunción luchaba contra los elementos por hacerse visible. Tuvimos que conformarnos con un sucinto paseo por sus intrincadas callejuelas, y en cada esquina pedíamos que alguna benefactora racha de viento levantara la extemporánea niebla, sobre todo para que la siguiente visita fuese más provechosa.

A todos los ojos negros, / los van a prender mañana; / y tú, que negros los tienes, / échate un velo en la cara.
Tangos.
  
Al bajar del cerro el cielo se aclaró. Parecía que las nubes se hubiesen quedado prendidas al caserío de la antigua Torafe. Nuestros pasos se encaminaron en busca del joven Guadalquivir que, junto a la población de Santo Tomé, recibe al río de la Vega, o Cazorla, o Cerezuelo, que todos esos nombre recibe la corriente que se despeña desde la Cuerda de la Laguna. Por su margen derecha la carretera remonta hasta el casco antiguo de la Muy Noble y Muy Leal ciudad de Cazorla, título concedido por las Cortes de Cádiz. Allí, con el tiempo en clara mejoría, íbamos a disfrutar de una muestra de arquitectura e ingeniería, obra, cómo no, atribuida a Andrés de Vandelvira. La escasez de terreno obligó a canalizar el río; solamente así se pudo construir la iglesia de Santa María, y dejar un amplio espacio abierto frente al templo, que los cazorleños conocen como Plaza Vieja. Ciento veintitrés metros de sólida bóveda, que arranca bajo la cabecera de la iglesia y muere bajo el Callejón del Toril. Tiene la bóveda un efecto balsámico, pues recibe a un encalabrinado río y, como por encanto, lo despide manso y sosegado. Existen estudios que afirman que el templo no llegó a concluirse por falta de dinero. Una tormenta de verano en 1.694 cegó la entrada de la bóveda, y la riada arrastró los retablos, las imágenes y los ornamentos. El incendio provocado durante la ocupación francesa, más los destrozos realizados en la guerra civil, dejaron la iglesia en el estado actual. Una magnifica serliana en el paramento en la cabecera, y una sólida escalera de caracol que sube a la única torre que se conserva, son claros exponentes de la grandeza de la obra. Sobre el conjunto, como colgados del cielo, el castillo de La Yedra y, más arriba, el de Las Cinco Esquinas. La visita a Cazorla concluyó con una parsimoniosa cata de aceite de oliva.
 
A dibujar tu cara / me puse un día, / cuando llegué a tus labios / ya no podía.
Sevillanas Corraleras.      

Desde las cristaleras del restaurante, con dirección a poniente, se divisaban los picos nevados de la Sierra de Mágina. Tras la comida, nuestro siguiente destino era el Nido Real de Gavilanes, es decir, Baeza. Considerada desde antiguo como punto estratégico, es, además, el centro geográfico del antiguo Reino de Jaén; una marca en la escalera del ayuntamiento así lo atestigua. La Catedral de la  Natividad de Nuestra Señora, con la admirable Custodia realizada en plata sobredorada; la fuente de Santa María, conmemorativa de la traída de aguas, con la forma de serliana que ya habíamos visto en Cazorla; la Antigua Universidad, excelente ejemplo de manierismo, en cuyo interior se encuentran el Paraninfo y el Aula Machado; las Escribanías Publicas, medianeras con la Puerta de Jaén y el Arco de Villalar; la Fuente de los Leones, con la eterna discusión sobre su origen; la iglesia de La Santa Cruz, de estilo románico tardío, la única en pie de las tres que se construyeron tras la Reconquista; y en la misma plaza, en armonioso contraste, el gótico flamígero del Palacio de Jabalquinto.
 
Los lamentos de un cautivo / no pueden llegar a España, / porque está la mar por medio / y se convierten en agua.
Caña.

Después de la visita guiada, ya por libre, el encuentro con la repostería baezana: los virolos. Hicimos el intento de localizar el horno que tiene registrado el dulce, pero el tiempo del que disponíamos no lo permitió. Tuvimos que conformarnos con los preparados en otro horno, y que, según explicaciones de un explícito baezano, no podían vender como virolos, sino como dulce de Baeza. Cosas de las patentes.

Un lunes por la mañana, / los pícaros tartaneros / les robaron las manzanas / a los pobres arrieros / que venían de Totana.
Cartagenera.

El regreso a Villanueva, sin novedad, y a la hora prevista. Después de la cena surgió la tricotomía: habitación, paseo,…o baile. Yo lo tuve muy claro; por un lado, no me apetecía subir a dormitar a la habitación; por otro, he de reconocer que, cuando las musas repartieron sus dones, Terpsícore se olvidó de mí. Me decidí por el paseo. Además, la noche anterior, algunos interesantes lugares se habían quedado ocultos entre las calles villanovenses. Esta vez el grupo no podía disgregarse. Con tranquilidad, rue por el Barrio Viejo que, con viso de morería, se apiña en torno al convento de Santa Ana. De regreso al hotel, localicé la escondida iglesia de La Vera Cruz, cuyo Cristo, según indica la leyenda de la puerta, es obra de Mariano Benlliure.

Esa yegua lunanca / tiene un potrito, / con una pata blanca / y un lucerito.
Cantes de trilla.

Al igual que los días anteriores, el domingo amaneció enfoscado. Entramos en Úbeda por la carretera de Jódar. En una hábil maniobra marcha atrás, el autobús nos desembarcó en la calle del Prior Monteagudo, en la zona de los miradores, a pocos metros de la Puerta de Granada. Aquel privilegiado balcón volvió a mostrarme, desvaído entre las nubes, el paisaje de tan gratos recuerdos. Frente a mí, como mascarón de la Sierra de Mágina, la inconfundible silueta del Aznaitín.
 
No recuerdo la primera vez que entré en la Plaza de Vázquez de Molina, pero después de docenas de veces todavía me sigue conmoviendo. Su diversidad formal y su asimetría hacen de ella un espacio único. Entre los naranjos del jardincillo, junto a una coqueta fuente renacentista, el embebecido visitante va de sorpresa en sorpresa: el Palacio de Juan Vázquez de Molina, hoy Ayuntamiento; el Palacio del Deán Ortega, ahora parador de turismo; la Sacra Capilla Funeraria del Salvador del Mundo, medianera con el Hospital de los Honorables y Honrados Viejos del Salvador; el Antiguo Pósito, actual comisaría; el Palacio de Marqués de Mancera; la Cárcel del Obispo; y, como broche del círculo de arte, la Colegiata de Santa María de los Reales Alcázares.

Haciendo por olvidarte /  creí que adelantaría. / Cuando pasaron tres días, / a la calle fui a buscarte, / pensando que me moría.
Malagueña de la Trini.

Nuestros pasos, tras los del guía, siguieron callejeando: las Antiguas Casas Consistoriales; la iglesia de San Pablo; la iglesia del Convento de San Miguel y el Oratorio de San Juan de la Cruz; la Casa del Blanquillo; el abandonado Palacio de Francisco de los Cobos;…

Antes de la visita al Palacio de Vela de los Cobos nos dieron media hora de tregua. El relente de la mañana hacía apetecible tomar algo caliente. El grupo se dispersó en los diferentes locales del entorno. Algunos elegimos una cafetería de la Calle Real, junto al casi centenario Teatro Ideal Cinema. Media rosca de tallo –churros, para los que desconozcan las voces de la zona-, despachada al peso, y unos cafés, nos cargaron las pilas para el resto de la mañana. En la cafetería desayunaba el que más tarde sería el guía-anfitrión de la visita al palacio: Natalio Rivas Sabater.

Ay, tu me estás matando, / ay, yo no puedo más, / serrano me voy contigo / donde tu me quieras llevar.
Milonga de Pepa Oro.
 
De vez en cuando, resulta interesante hacer una incursión en un museo vivo, habitado,… humanizado. Nos hemos acostumbrado a las frías visitas a museos, en los que hay que pasar por arcos de seguridad, en los que cordones de pasamanería hacen la función de pétreos muros que te alejan del disfrute, y en los que no se puede tomar una fotografía, y menos con flash. Por todo lo contrario, resultó tan interesante la visita al Palacio de Vela de los Cobos.

Don Natalio, al tiempo que, con la contera de su bastón, nos mostraba con orgullo el cuadro con el árbol genealógico familiar, explicaba, con cierto dejo amargo, la decisión de no legar el palacio a sus hijos. Con objeto de que continúe abierto, una fundación se hará cargo del edificio y de todos los enseres y colecciones que conserva. Pero entonces ya no será igual; la prudente y discreta presencia de la mucama de grandes ojos, cerrando puertas y apagando luces, será sustituida por un par de asépticos vigilantes uniformados.

Y, por fin, la fastuosa Capilla Funeraria del Salvador del Mundo, cuya fachada aconsejo sea vista bajo la dorada luz del ocaso. Bajo el encargo y financiación de Francisco de los Cobos, y el proyecto de Diego de Siloé fue, en parte, ejecutado por Andrés de Vandelvira con la colaboración de los mejores maestros de la época: el retablo, de Alonso de Berruguete, destruido durante la guerra civil; la rejería, de Francisco de Villalpando; la cantería, de Esteban Jamete;… Y la sacristía, diseño de Vandelvira, obra esencial de Renacimiento español, con su magnífico muestrario de bóvedas baídas.

Si preguntan por quién doblan / del convento las campanas, / dile que doblando están / por mis muertas esperanzas.
Malagueña de Antonio Chacón.
  
Cruzamos la antigua Plaza del Mercado, a la que la municipalidad ha puesto el manido nombre de 1º de Mayo, para salir de la muralla por la Puerta del Losal. Allí Úbeda se descuelga, por la empedrada Cuesta de la Merced, hasta el barrio de los alfareros. En la calle Valencia y sus aledaños se llegaron a censar, entre alfarerías y tejares, más de una docena de negocios familiares. Nosotros teníamos una cita con la Memoria de lo Cotidiano en el viejo alfar de Paco “Tito”. Su hijo Juan Pablo, nieto de Pablo Martínez Padilla, patriarca fundador de la dinastía de los “Tito”, realizó una cordial demostración de sus saberes alfareros.
Más tarde, la dilatada bucólica acabó merendándose la tarde. Sobre el mantel quedó la visita a la parte alta de la ciudad, aquella que raramente entra en las rutas guiadas: la iglesia de la Santísima Trinidad, uno de los pocos ejemplos del barroco ubetense; la de San Isidoro, de fachadas góticas e interior renacentista; San Nicolás de Bari, quizá el mejor ejemplo del gótico andaluz de la provincia;  y, sobre todo, el manierista Hospital de Santiago que, junto a la Catedral de Jaén, supone el culmen de la obra de Vandelvira. Otra vez será.       

Una novia le dio a un novio / agua por una gatera; / lo que yo no pude ver / lo que el novio le dio a ella.
Abandolaos.

Quizá por el hartazgo del mediodía, o quizá como recuerdo de aquellos esforzados mineros de Linares y La Carolina, esa noche cené talega.

DOR.