Aseguran los científicos, y más concretamente los
biólogos, que la vida se originó en el agua.
Pasteur, a finales del XIX, echó por tierra, mediante pruebas
irrefutables, la prístina creencia de la aparición espontánea de la vida. Desde
entonces, numerosos científicos han venido demostrando que, en unas condiciones
diferentes a las actuales – temperatura, humedad, fenómenos atmosféricos de
tipo eléctrico, etc. -, moléculas sencillas pudieron agruparse hasta formar
sustancias más complejas. Yo me mantengo al margen; creo que si la verdad
absoluta existiese, el hombre seguiría siendo incapaz de conocerla. Lo que sí
tengo claro es que la vida, según la conocemos, es imposible sin el agua.
Para tratar de entender la antigua preocupación humana
por proveerse y almacenar el agua, el numeroso grupo, con nuevas y remozadas
caras, salió, en la calinosa mañana del sábado 16, en busca de los estertóreos
meandros del viejo Lozoya. Torrelaguna, en la parada matinal, nos surtió de
desayunos y mingitorios. La visita más completa quedaba para la tarde.
El Lozoya, seguramente por la acreditada bondad
de sus aguas, es uno de los ríos más provechosos de la península. En sus
escasos 91 kilómetros ,
su corriente es represada una decena de veces: el pequeño embalse del Vadillo,
cuando aún es el arroyo de la Angostura; el de Pinilla, junto a Pinilla del
Valle y Lozoya; la pequeña presa de Casillas, después de que nuestro río haya
sido enhebrado por el arco del medieval Puente del Congosto; el embalse de
Riosequillo, junto a Pinilla de Buitrago; el de Puentes Viejas, en cuya cola se
alza Buitrago del Lozoya; el de El Villar, que ya conocimos en una anterior
ruta; el de El Atazar, inmenso aguadero madrileño al que para intentar llenarlo,
en ayuda del Lozoya, acuden hermanados el Riato y el Río de la Puebla; la presa
de la Parra; la de Navarejos; y, por fin, la ya abandonada del Pontón de la
Oliva, construida en el XIX, y que en su momento aseguró 200 litros por habitante
y día, a un Madrid de más de 200.000 habitantes.
Sobre el formidable trabajo de cantería de ésta
última, huera por motivo de la permeabilidad del terreno, iniciamos nuestra
ruta. Una pasarela, embutida en el farallón calizo, nos franqueó una estrecha
senda en la margen derecha del río. Ante aquel paisaje, intenté imaginar el
nivel del agua en los lejanos momentos de esplendor de la presa, pero fue
imposible borrar la visión de la corriente de agua serpenteando entre los
verdes prados. La angosta vereda estiraba tanto el grupo, que tuvimos que parar
en numerosas ocasiones.
Al llegar a la presa de la Parra el río vuelve a encajonarse. La fragilidad de los esquistos pizarrosos ha determinado que la corriente talle un valle prácticamente inaccesible. Allí debíamos abandonar su compañía para, desde los cerros, tomar perspectiva del inmenso congosto. Cruzamos la presa por la estrecha pasarela metálica, hasta llegar a un frondoso pinar de repoblación, donde se iniciaba la parte más áspera de la ruta. Conocía la relativa dificultad de la vereda, pero tenía la certeza de que todos superarían la sucesión de subidas y bajadas que nos esperaba. Como apunté en la crónica Entre Zeus y Poseidón, el grupo solamente necesita un ligero impulso para llegar a disfrutar de lugares de impagable belleza. Entre el jaral, la pina senda inicial acabó sacándonos los colores; pero el dulzón aroma del ládano acabó forjando la voluntad y el ánimo de los andariegos. Mereció la pena y fue reconfortante asentar los reales en aquel balcón natural, entre el cantil del río y los muros de un antiguo tinado. Más allá del despeñadero, con las buitreras al nivel de nuestras cabezas, el cadencioso vuelo de los buitres trenzando caminos imaginarios sobre los riscos.
Tras la comida, la senda nos dio un ligero
respiro hasta llegar al arroyo de la Pasá. Desde allí la última subida hasta el
caserío de El Atazar. Sobre las antiguas eras, buena parte del grupo todavía
tuvo arrestos de realizar algunos ejercicios de estiramiento,… y visitar el
lavadero; otros buscaron el consuelo para la fatiga en el bar del pueblo. A las
cinco y media, camino ya de Torrelaguna,
resultó obligada una parada en el mirador del Poblado del Atazar. A pesar de
las difuminadas nubes bajas, el horizonte nos presentó la lámina del embalse en
todo su esplendor. Las prisas,… y el tacógrafo del autocar
impidieron el disfrute de una de las puestas de sol más impresionantes de la
sierra madrileña.
El Atazar, desde Cabeza Antón, el 6.2.2010. |
En Torrelaguna, con el grupo otra vez separado,
las previsibles visitas,… y los encuentros imprevistos. Entre las primeras, la
inexcusable visita a la iglesia de Santa María Magdalena, una de las
principales obras del gótico madrileño, claramente influenciado por el
toledano. Basta observar, sobre la puerta de la fachada principal, la imagen de
la Imposición de la Casulla a San Ildefonso, motivo recurrente en la mayoría de
las iglesias toledanas. Dentro, un interesante retablo barroco, atribuido a
Narciso Tomé. En él, la figura de La Magdalena escoltada por San Isidro y Santa
María de la Cabeza. Entre los hallazgos imprevistos, el Alfolí de la Sal, edificio
del siglo XIV, recuperado por la iniciativa privada para servicio de bar
restaurante y, sobre todo, un enhiesto pino centenario que, menos mal, ha
sobrevivido ante la inquietante amenaza de las edificaciones circundantes.
DOR
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