martes, 29 de diciembre de 2015

EL CANTO HASTIAL

Con objeto de dar merecido sosiego a la máquina infernal, el caminante, sirviéndose del transporte público, se dirige a un lugar tan cercano a la Corte, que parece que en su término municipal no existen caminos agrestes y dificultosos. El tercer martes de este noviembre atípico, de temperaturas de avanzada primavera más que de otoño, lía el petate y, en uno de los muchos trenes que, a diario, avecinan el terreno serrano a la capital, se dirige a la estación de Villalba.

El tren que, a su paso por el monte del Pardo, ha mostrado la naturaleza en forma de manadas de ciervos pastando bajo las encinas, llega a la estación entre las prisas de aquellos que, a esas tempranas horas, comienzan sus aferes. Ahora, el caminante debe buscar el lugar de partida de un autobús local, de recorrido circular, que, si todo sale como espera, lo llevará hasta el lugar donde tiene previsto iniciar la jornada. En un incesante trasiego, los viajeros suben y bajan para llegar a los lugares más significativos de Collado-Villalba. En los veinte minutos que dura la tournée por el municipio, el caminante queda enterado de la ubicación del polideportivo, del tanatorio, del hospital, del camposanto,… Tras el exhaustivo conocimiento del lugar, llega el momento de apearse en los confines de una urbanización de solitarias calles. A escasos metros, en un cambio radical, termina el urbanismo asfaltado y comienza el Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares.
     
En subida constante, el camino avanza entre coscojas y enebros. Un perseverante ruido de maquinaria pesada llama la atención del caminante que, curioso, se upa sobre una loma para conocer el motivo de la batahola. El asunto no es otro que los trabajos del Canal para la renovación de la conducción de agua de Hoyo de Manzanares, que sigue la linde del carril. Es justo en ese punto donde el caminante abandona la bondad del camino para comenzar la subida hasta la cuerda de la Sierra de Hoyo de Manzanares.



Envuelto en el dulzón aroma del ládano, el camino, ahora apenas una senda, se abre camino entre berruecos y jarales. Acomodada al terreno, la senda va buscando los mejores pasos en un deleitoso laberinto granítico, hasta llegar al balcón natural del Canto Hastial. Su altura no llega a los mil cuatrocientos metros, pero tiene una de las mejores vistas panorámicas sobre la Sierra de Guadarrama. De derecha a izquierda, desde La Najarra hasta Las Machotas, la línea de elevaciones y collados es perfectamente identificable: Asómate de Hoyos, Cabezas de Hierro, Guarramillas, La Maliciosa, Siete Picos, La Peñota, Abantos, Las Machotas,…








Siempre se ha dicho que la curiosidad mató al gato. En su regreso desde el miradero al camino marcado en su ruta, se encuentra con una valla de alambre de espino, con unas tablillas, situadas cada cierto trecho, cuyo ilegible texto hace imposible saber cual es la actividad protegida en el recinto vallado. ¿Cómo salir de dudas? Está claro que saltando la valla. El caminante recurre a un hueco por el que, según las huellas, resulta evidente que no va a ser el primero en pasar al otro lado. Cuando solamente ha caminado unos doscientos metros, un guirigay de disparos se apodera del ambiente. Teniendo en cuenta que el lugar no parece de caza mayor y menos zona de ojeos, al caminante comienza a maliciar que pueda tratarse de un campo de prácticas de tiro. Es en ese momento, cuando el tiroteo parece que está a escasos metros, cuando decide que es mejor regresar a lugares más seguros. Al volver a pasar la valla, una tablilla cuyo texto sí ha aguantado la agresión del sol y la lluvia, aclara el motivo de los disparos: Peligro, zona militar.

Tras el sucedido, el caminante, entre tolmos y jaras, se encamina hasta un mirador -esta vez obra del hombre- levantado junto a las ruinas de la Casa de Peñaliendre. En sus inmediaciones se forma el arroyo del mismo nombre que, durante un buen tramo, acompañará a la senda que se orienta en dirección SO. En algunos tramos, por efecto de las lluvias, el camino se encuentra muy por debajo del nivel del terreno, lo que hace dificultoso caminar por tan angosto tajo. En las inmediaciones de una chopera, un manantial, escondido junto al arroyo, permite al caminante refrescarse y reponer agua.






Es la hora de la comida y no hay mejor lugar, sobre todo en día no festivo, que la Cascada del Covacho. Un par de pequeños saltos de cristalinas aguas y una recia mesa de granito, conforman un lugar al que la escasez de agua no resta ningún encanto. Tras el descanso, ahora por un camino de buena traza, el caminante se adentra en una zona de pinos, antesala del lugar donde los operarios del Canal siguen con su trabajo. Y por el tramo ya conocido en la mañana, llega a la civilización.







Una corta espera, y otra vez el autobús local, esta vez en sentido inverso, que lo llevará hasta la estación. Desde allí, el regreso a la Corte en un tren donde los escasos viajeros, seguramente cansados tras sus ocupaciones diarias, dormitan acunados por los tibios rayos de sol que entran por las ventanillas.


DOR


miércoles, 9 de diciembre de 2015

EL ALTO REY

Fue el 10 de julio del pasado 2014, cuando, sentado sobre la base del vértice geodésico del Ocejón, el caminante se impuso el reto. El envite provenía de una curiosa leyenda, que ahora, aunque pueda resultar iterativa, conviene traer a la memoria para explicar el desafío: “Harto de discusiones, disputas y peleas, un padre decidió acabar con las continuas pendencias de sus tres hijos. Pidió ayuda a los dioses, y estos, atendiendo a sus invocaciones, le concedieron poderes necesarios para solucionar la cuestión. Dotado de aquellos divinos privilegios, convirtió a los tres hijos en tres elevadas montañas separadas entre sí por una cierta distancia, de tal forma que pudieran verse, pero nunca tocarse. Al mayor lo trocó en el Mocayo, al mediano en el Ocejón y al pequeño -al que colocó entre los mayores- lo convirtió en el Alto Rey”. El reto consistía en subir a las tres cimas de la leyenda. Dieciséis meses después, el caminante va a cumplir la segunda parte de aquel desafío.

En el día de San Martín, en la mitad del veranillo en el que la municipalidad de la Corte, como consecuencia de la acumulación de gases nocivos, nos ha puesto a circular a paso de carreta boyal, sale el caminante en busca mejores aires. En Guadalajara abandona la N-II, para tomar dirección norte, rumbo que ya no abandonará hasta llegar a su destino. Tras el paso por Hiendelaencina, la carretera, en un sinfín de revueltas, se recrea sobre los cortados del río Bornova. Superado el sombrío cañón, una carreterilla, estrecha pero de buen andar, llevará al caminante hasta el final del trayecto: Prádena de Atienza.

Es Prádena una pequeña población encajonada en un vallejo, cuya actualidad difiere en pocas magnitudes de la recogidas, en 1886, por el Nomenclátor descriptivo, Geográfico y Estadístico del Obispado de Sigüenza: “Es un pueblo, que dista diez leguas de Guadalajara, su provincia; dos de Atienza, su partido, veinte de Madrid, su Capitanía general, y seis de Sigüenza, su audiencia de inscripción. Se halla situado en terreno áspero y estéril, con clima frío, formándolo unos 80 vecinos, feligreses todos de una sola Iglesia parroquial, y habitantes en otras tantas casas construidas y cubiertas con pizarra. El curato posee casa rectoral y huerto y el término confina con los de Albendiego, Atienza, Robledo de Corpes, Gascueña de Bornova  y Hiendelaencina; su terreno, que participa de quebrado y valle, es de mediana calidad, no obstante que lo bañan dos ríos: el Bornova y el Pelagallinas, que desagua en aquél. Comprende monte bajo y estepas, y produce granos, legumbres, judías, patatas, algunas frutas y pastos para la ganadería, especialmente para el cabrío que es bastante numeroso. Su industria es la agrícola, varios molinos harineros y, antiguamente, trabajaban en las minas de plata de Hiendelaencina, las cuales tienen en Prádena, una hermosa fábrica para la fundición del metal, propiedad de una compañía inglesa”. Lo que no dice el nomenclátor es que sus asombrosos paisajes son dignos de dedicarles una jornada.

Antes de cruzar el puente sobre el Pelagallinas, el caminante manea la máquina infernal en un pulido aparcamiento, que la municipalidad tiene habilitado para evitar el tránsito por las estrechas callejas. Del estacionamiento sale por una pista hacia poniente, que, tras unos doscientos metros, abandona para buscar un camino de herradura que, en subida constante, se dirige hacia el collado que se dibuja en el horizonte. Avanza el camino entre pimpollos de jara y brezo, que, con renovadas ansias, comienzan a romper la tierra tras el incendio sucedido en julio del pasado 2014. Solamente algunos chopos, junto a la húmeda orilla de una arroyada, se salvaron de la catástrofe que obligó a evacuar a todos los vecinos de la localidad.





Una vez en el desértico collado, vuelve a tomar rumbo hacia poniente. Sin dejar la divisoria de aguas, el caminante va tomando altura sobre el riscal hasta llegar a las primeras rampas del Alto Rey. Sin camino definido asciende hasta el lugar donde debería encontrarse el cipo del vértice geodésico. Los vándalos campestres -que los hay a capazos-, se han encargado de echar al suelo lo que es patrimonio del Instituto Geográfico Nacional, y por tanto del procomún. Y da igual que esté penado por la ley;…que se empieza destrozando un hito y, degenerando, se puede, por poner un ejemplo, terminar exigiendo la independencia de la parte oriental de la Hispania Citerior Tarraconensis. Sobre la cima, a pesar de la distancia, y trazando una casi perfecta línea recta, distingue con claridad las cumbres del Ocejón (SO) y del Moncayo (NE) que, como dice el encantamiento referido en la leyenda, sigue manteniendo muy distantes a aquellos hermanos discutidores. Algo más de dos leguas separan al Alto Rey del Ocejón y casi veinticuatro del Moncayo. Más cercana, casi a tiro de hondero, erigida sobre un esbelto mogote rocoso, se encuentra la ermita del Santo Alto Rey de la Majestad. Los habitantes de los siete pueblos, que suben en romería conjunta el primer sábado de septiembre, han preferido lo práctico a lo espiritual, aceptando que la ermita sea rodeada de unas horrísonas antenas de TV. Con toda seguridad habrán mejorado la señal, pero han echado a perder un  paisaje único.













Entre afilados riscos y profundos miraderos, llega el caminante a la ermita que, como es natural visto el calamitoso estado del mojón del Alto Rey, se encuentra cerrada con una cancela metálica. La oscuridad del interior le impide comprobar la existencia de las trenzas de pelo que, para el cumplimiento de promesas, dicen que cuelgan de las paredes del altar. Con la salvaguarda de un quitamiedos metálico que, para evitar caídas al barranco, rodea la edificación, el caminante va examinando los paisajes con deleite. En el horizonte más inmediato, bajo la protección salvadora de la ermita y la influencia de una señal perfecta de las antenas, una legión de pequeñas poblaciones festonea el paisaje: Cantalojas, Galve de Sorbe, Condemios de Arriba, Condemios de Abajo, Albengiego, Somolinos, Hijes, El Ordial, Arroyo de las Fraguas, Semillas, La Nava, Bustares, Las Navas de Jadraque Cabezadas, Hiendelaencina, Zarzuela de Jadraque,… Más allá, perdidas entre la calina y la polución, las inconfundibles torres de Madrid.



Por un camino jalonado de balizas para la nieve, lo que da idea de los inviernos que deben cuajar en el lugar, el caminante se dirige hacia una instalación militar con apariencia de abandono. De la puerta del tinglado de edificaciones y antenas, una senda, en claro descenso, se adentra en el pinar. Tras media hora de umbroso caminar sale a una nava con un cruce de caminos. Es el punto más a poniente del día, y el lugar donde comienza el regreso hacia Prádena. Por la excelente pista que discurre por la margen izquierda de un arroyo, el caminante llega hasta la Loma de los Cabezos. Desde allí, tras otra media hora de continuo descenso, llega a las vistosas praderías de la orilla diestra del Pelagallinas. Entre abedules cruza a la otra orilla, que ya no abandonará hasta la finalización de la ruta.





Paralela al curso de la corriente, avanza la senda por la solana. Al otro lado de la corriente, bajo una pared de cuarcitas, se encuentra una espelunca que los lugareños conocen como la Cueva del Oso, topónimo de origen cierto, según atestigua el Libro de la Montería en su capítulo XIII: “La Sierra de la Mageftad es buen monte de puerco en verano, e algunas vezzes ay offo en inuierno e es la bozeria por cima de la cumbre de la Sierra. E fon las armadas, la vna en el collado de Gafcueña, e la otra en Pradana”. Bajo un implacable sol, impropio de la época, la senda, encajonada en el valle, avanza entre jaras y rocas. En la refrescante sombra del muro que cobija un abejar, el caminante planta los reales para terminar con el bastimento.



Tras el descanso, con renovadas fuerzas, continua el caminante por el solejar en busca del caserío de Prádena. Entre el río y las verticales paredes de cuarcita, donde se dibujan añosos colmenares a los que parece imposible acceder, el camino continúa entre viejas tainas de pizarra. Antes de entrar en la población dos sorpresas con la que el caminante no contaba: el antiguo puente de piedra del Batán, situado en un idílico lugar en el curso del Pelagallinas y, como remate, la recia presencia de un añoso fresno, que, a juzgar por el grosor de su tronco, tendrá conocidas a varias generaciones de pradenses.







Al llegar al lugar del estacionamiento, ya con el sol perdido tras la sierra, una fría brisa, cargada de humedad, corre por el barranco del río. A la vuelta se detiene ante las azules aguas del embalse de Alcorlo y allí, el caminante, satisfecho por la jornada, se emplaza para vencer el tercer y último hito de la leyenda: el Moncayo.


DOR