lunes, 7 de noviembre de 2016

EL ROBLEDO DE LA MATA DEL TIRÓN

Madrid, miércoles 7 de septiembre, 24 grados a las siete de la mañana. Siete días después, a la misma hora, el termómetro acaricia los 10 grados. Aprovechando el drástico cambio del oraje, el caminante, en el ecuador del mes, saca del arca los avíos invernales y, con la ilusión del inicio del nuevo curso, se dirige hacia la localidad serrana de Lozoya. Al pasar por La Cabrera las nubes, negras y amenazadoras, comienzan a arremolinarse sobre el horizonte inmediato. Todo hace suponer que puede ser un día lluvioso.

Al entrar en el valle de río, el barrunto se hace realidad; comienza a caer una débil lluvia que, de continuar así, podría llegar a condicionar la jornada. Al llegar a Lozoya, justo a la altura del camposanto, toma la carreterilla asfaltada que conduce hasta unas instalaciones deportivas. A la vera de un tinglado de pasarelas de madera, lianas y puentes oscilantes, apea la máquina infernal. Mientras Peñalara permanece oculta entre las nubes, una brisa salvadora comienza a desbaratar los negros nubarrones que cubren la ladera de los Carpetanos, y unos tímidos rayos de sol comienzan a dar color a la fría mañana. En la trasera de una gasolinera, la carreterilla deja atrás la civilización para, ya como camino terrizo, tomar dirección hacia Navarredonda. El caminante, poco amigo de pistas de buena traza, toma el primer camino que, encajonado entre dos viejos muros, se inicia a su derecha. A ambos lados, entre zarzales y escaramujos, se suceden las cancelas de entrada a prados agostados, hasta llegar a una última donde se acaba el camino. Franqueada ésta sin problema, con el sotobosque del arroyo del Villar como referencia, avanza entre el húmedo herbazal. Al otro lado del cauce, un vallado de alambre de espino lo entretiene durante unos minutos, hasta encontrar el lugar más apropiado para saltarlo. Superado el trance, una vereda, apenas dibujada, progresa bajo el bosque de ribera donde medran alisos, álamos temblones y majuelos. Tras casi una legua de confortante paseo entre el rebollar y el espeso sotobosque, sin esfuerzo notorio, el caminante llega hasta la raya que separa los términos de Lozoya y Navarredonda. Unos trescientos metros más atrás de una barrera que impide el paso a vehículos a motor, en la pista que abandonó a primera hora de la mañana, en un trivio algo difuso, se inicia un camino carretero que sube entre el robledal que cubre la ladera. Antes de internarse en él, el caminante se recrea en el paisaje que se alarga hasta el embalse de Pinilla.  








Durante media hora, el carril, levemente marcado por las rodadas de los ganaderos, va ganando altura entre el espeso robledo, hasta que la vegetación se apodera de él. Ahora, entre musgosos peñascos, el caminante debe poner toda su atención para no perder la débil marca de la vereda. Se trata del lugar más escabroso de la jornada, coincidente con la confluencia de dos arroyos que bajan del cordal: el Reajo Hondo y el Reajo Sastre. Tras cruzar el primero de ellos, algunos hitos marcan el camino hasta llegar a un viejo muro. Pegado a él, el caminante desciende hasta llegar al hondón tallado por el segundo arroyo. Desde allí, no hay camino que valga.







Para salir del rocoso vallejo hay que armarse de paciencia. En un resumen quizá algo simplista, abandonar el lugar consistiría en subir unos centenares de metros orientado hacia el poniente; pero la naturaleza no lo pone fácil. Tras varios intentos, el caminante logra abrirse paso entre los riscos y la vegetación hasta llegar a la fuente de Reajocil, la cual, tras un verano sin lluvias, todavía tiene arrestos para llenar el pilón donde abreva el ganado. Junto a la fuente, la clara traza del camino que baja hasta Lozoya, marca la linde entre el robledo y el pinar. Se trata del camino que tiene marcado en su ruta, pero que, como era de esperar, el caminante va a modificar ante la nueva e interesante opción que se le presenta.




A cien metros de la fuente, a manderecha, un viejo camino se adentra en el pinar. El caminante revisa los mapas para comprobar como la variante recorre la cota 1650, hasta llegar hasta la cabecera del arroyo de la Mata del Tirón, quinientos metros por encima del camino que tenía marcado. Y, quizá como premio al atrevimiento, la decisión resultó ser el acierto de la jornada. Entre el espeso pinar de repoblación, salpicando la ladera, ahogados entre el bosque de troncos, el caminante va encontrando a los últimos supervivientes de lo que fue un centenario robledal. Sorprendido por el encuentro, zigzaguea por la ladera de un ejemplar a otro, con la congoja de no poder encontrarlos a todos. Por encima de la rumorosa corriente del arroyo, recostado sobre el musgoso tronco de uno de aquellos añosos robles, el caminante cierra los ojos tratando de imaginarse la estampa de aquella misma ladera hace un par de siglos, antes de que llegasen el carboneo y las talas para la fabricación de traviesas.




Tras la bucólica y el descanso, entre el melojar, el caminante, sin camino definido, sigue el curso descendente del arroyo, hasta llegar a un carril que abandona la compañía del arroyo y se encajona entre muros de piedra que parcelan pequeñas praderías. Es la señal evidente que la civilización está a tiro de piedra. Tras la última imagen del embalse, llega al camino de Navarredonda donde inició la jornada. De nuevo las vaquerías, la gasolinera, el rocódromo y las tirolinas.




Y Peñalara sigue perdida entre las nubes.     

DOR