miércoles, 18 de febrero de 2015

LA CUERDA DE LAS CABRILLAS Y EL PINO DE LA CADENA

El caminante revisa el cajón de rutas pendientes y, en la jornada en que se celebra el Día Internacional del Migrante, se decide por bajar desde el Puerto de Navacerrada hasta Cercedilla, recorriendo la Cuerda de la Cabrillas. Es ésta una modesta línea de elevaciones que arranca o termina -según la voluntad y orientación del que la quiera recorrer- en la las cotas más bajas del Ventisquero de la Estrada. Con orientación norte-sur, la sucesión de mogotes rocosos conforma una deleitosa cuerda, con hitos tan conocidos como el Risco de los Emburriaderos, Peña Horcón, Peña Pintada,…

Tratando de encontrar el significado del topónimo, bucea en el DRAE en busca de una explicación razonable para tan curioso nombre. No encuentra nada relacionado con la orografía pero, en la acepción 6ª de la entrada cabrilla, encuentra, quizá imbuido por la fantasía, una imaginativa justificación a la media legua de alturas que se dibujan en el horizonte: “Olas pequeñas, blancas y espumosas que se levantan en el mar cuando este empieza a agitarse”

El duendecillo que vive dentro de las máquinas de venta de billetes de la estación de Atocha, no está por la labor que tiene encomendada. La pelea contra algunas de ellas acaba con la paciencia del caminante que, rendido ante tan desigual lucha, termina tomando el tren sin billete en el mismo momento en que las puertas se cerraban. En Villalba, un amable interventor soluciona la cuestión extendiendo un título de viaje, con un descuento por tarjeta dorada cosa que nunca hubiera hecho el negligente duendecillo maquinal.  

No es festivo; pero, aún así, le parece extraño el menguado número de senderistas que toman el tren de montaña que sube hasta Los Cotos. En su destino del Puerto de Navacerrada solamente se apean tres personas. En el puerto, abandona el camino cementado que sube hasta las antenas de La Bola del Mundo y, orientado hacia el meridión, toma el PR que lo llevará hasta el punto más alto de la cuerda. Las bajas temperaturas de la noche anterior han convertido la nieve pisada de las zonas umbrosas en una resbaladiza capa de hielo que obliga al caminante a avanzar por la nieve virgen. Ya en la cuerda, con la tenebrosa vista de la Garganta del Infierno al saliente, el caminante se detiene para recrearse ante el profundo tajo que parte en dos el ventisquero. Más allá, hacia la salida del sol, una sucesión de pequeñas alineaciones montañosas - Las Buitreras, Los Almorchones, Los Porrones- todas con origen en la imponente cima de La Maliciosa, cuya particular apariencia asemeja al cuerno de un dormido rinoceronte que llevase millones de años tumbado en aquel privilegiado sestil.






El caminante da la espalda a las nevadas cumbres, comenzando un suave descenso salpicado de rocosos toboganes, que lo obligarán a retroceder en algunas ocasiones, pero que, en definitiva, le harán disfrutar de la travesía. Podría tomar la senda que, por la ladera de La Barranca, sigue la herrumbrosa tubería que bajaba el agua hasta el, hoy desaparecido, Real Sanatorio de Tuberculosos, pero haciendo honor al título de esta crónica prefiere seguir por la divisoria, siguiendo los hitos que, unas veces por la solana y otras por la umbría, marcan la entretenida ruta.





Del Risco de los Emburriaderos se desciende por una canal que, más que natural, parece la perfecta labra de un gigantesco jayán. Un descanso en el collado del mismo nombre y, enseguida, nuevas subidas y bajadas, siembre con el aliciente de tener que buscar los pasos menos dificultosos. Al Llegar a Peña Pintada vuelve detenerse para contemplar el camino recorrido. Desde allí una descarnada senda desciende hasta el Mirador de las Canchas. Ha terminado la parte agreste del día.





No tiene ninguna intención de utilizar la pista terriza que baja hasta la carretera que sube al puerto. Como tiene por costumbre, orientado por la brújula, marca el rumbo sobre el mapa y se adentra en el frondoso pinar. Entre las copas de los pinos distingue los tejados de una pequeña colonia de edificaciones de montaña que muestran un decadente abandono. Desde allí llega a la carretera en el lugar conocido como El Ventorrillo. De la trasera de las instalaciones que guardan la maquinaria utilizada para limpiar la nieve de los viales, se descuelga un sombreado camino que llevará al caminante hasta la corriente de agua que baja desde su nacedero en el puerto. Pero antes de llegar al arroyo se topa con la historia reciente. Orillado al carril, con cerca de doscientos años de vida, el vivo testimonio de amor a la naturaleza y reconocimiento a la figura paterna: el Pino de la Cadena. Como la intención del caminante es la de no añadir nuevas palabras a las empleadas en el cartel explicativo, intenta transcribir la leyenda que éste contiene:




“Fue en el verano de 1924, cuando Ricardo Urgoitiz, director del diario El Sol, pasaba sus vacaciones en la Sierra de Guadarrama. Era socio del Club Alpino y se hospedaba en un chalet que la entidad posee en la zona de El Ventorrillo. Fue en ese verano, leyendo bajo el pino, cuando le llegó la noticia de la muerte de su padre. Ricardo quiso rendir homenaje a su progenitor comprando el pino que estaba marcado para cortar, y lo rodeó con una cadena con la fecha del nacimiento y de la muerte de aquél. Gracias a este gesto, este árbol no solo es el más viejo de su entorno sino que, a pesar de no ser un ejemplar monumental, se le ha considerado singular por ser testigo de una bonita historia” 

La Comunidad de Madrid, que catalogó el pino como árbol singular en 1992, añade en el cartel que la cadena tiene varios eslabones de más, y son los guardas forestales los encargados de modificar la posición del candado para permitir el crecimiento del tronco. El escueto epitafio de metálicas letras que el periodista dedica a su padre dice simplemente: A SU QUERIDA MEMORIA 1840-1924.

Vuelve el caminante a su fajina llegando hasta la orilla del tonante arroyo, donde parte de la saltarina corriente se eleva en forma de humedad. Los tímidos rayos de sol no consiguen subir la temperatura ambiental. Sin resultado, recorre la ribera en busca de un lugar que le permita saltar a la orilla opuesta, que es por donde continúa su camino. Dedica más de media hora a la búsqueda de un paso sin peligro y, al final, tiene que decidirse por descalzarse y cruzar por uno de los vados. Tras la incidencia, cambia momentáneamente el frío entorno del arroyo por la agradable solana de una pradera, donde dará buena cuenta del bastimento. Vuelve a la querencia del agua, que ya no abandonará hasta que el arroyo se represa en el embalse de Navalmedio.





Entra en Cercedilla envuelto en los últimos rayos de sol de la tarde. Antes de perderse entre viejos muros, corralizas y fachadas de piedra, echa el último vistazo a la perfecta alineación de cumbres que se upan sobre el Cóncavo de Siete Picos. Es entonces cuando entiende la razón de Ricardo Urgoitiz para dejar la memoria de su padre enredada en aquellos paisajes.  



DOR