El caminante revisa
el cajón de rutas pendientes y, en la jornada en que se celebra el Día
Internacional del Migrante, se decide por bajar desde el Puerto de Navacerrada
hasta Cercedilla, recorriendo la Cuerda de la Cabrillas. Es ésta una modesta
línea de elevaciones que arranca o termina -según la voluntad y orientación del
que la quiera recorrer- en la las cotas más bajas del Ventisquero de la
Estrada. Con orientación norte-sur, la sucesión de mogotes rocosos conforma una
deleitosa cuerda, con hitos tan conocidos como el Risco de los Emburriaderos,
Peña Horcón, Peña Pintada,…
Tratando de
encontrar el significado del topónimo, bucea en el DRAE en busca de una
explicación razonable para tan curioso nombre. No encuentra nada relacionado
con la orografía pero, en la acepción 6ª de la entrada cabrilla, encuentra, quizá imbuido por la fantasía, una imaginativa
justificación a la media legua de alturas que se dibujan en el horizonte: “Olas pequeñas, blancas y espumosas
que se levantan en el mar cuando este empieza a agitarse”
El duendecillo que
vive dentro de las máquinas de venta de bill etes de la estación de Atocha, no
está por la labor que tiene encomendada. La pelea contra algunas de ellas acaba
con la paciencia del caminante que, rendido ante tan desigual lucha, termina
tomando el tren sin billete en el mismo momento en que las puertas se cerraban.
En Villalba, un amable interventor soluciona la cuestión extendiendo un título
de viaje, con un descuento por tarjeta dorada cosa que nunca hubiera hecho el
negligente duendecillo maquinal.
No es festivo; pero,
aún así, le parece extraño el menguado número de senderistas que toman el tren
de montaña que sube hasta Los Cotos. En su destino del Puerto de Navacerrada
solamente se apean tres personas. En el puerto, abandona el camino cementado
que sube hasta las antenas de La Bola del Mundo y, orientado hacia el meridión,
toma el PR que lo llevará hasta el punto más alto de la cuerda. Las bajas
temperaturas de la noche anterior han convertido la nieve pisada de las zonas
umbrosas en una resbaladiza capa de hielo que obliga al caminante a avanzar por
la nieve virgen. Ya en la cuerda, con la tenebrosa vista de la Garganta del
Infierno al saliente, el caminante se detiene para recrearse ante el profundo
tajo que parte en dos el ventisquero. Más allá, hacia la salida del sol, una
sucesión de pequeñas alineaciones montañosas - Las Buitreras, Los Almorchones,
Los Porrones- todas con origen en la imponente cima de La Maliciosa, cuya
particular apariencia asemeja al cuerno de un dormido rinoceronte que llevase millones
de años tumbado en aquel privilegiado sestil.
El caminante da la
espalda a las nevadas cumbres, comenzando un suave descenso salpicado de rocosos
toboganes, que lo obligarán a retroceder en algunas ocasiones, pero que, en
definitiva, le harán disfrutar de la travesía. Podría tomar la senda que, por
la ladera de La Barranca, sigue la herrumbrosa tubería que bajaba el agua hasta
el, hoy desaparecido, Real Sanatorio de Tuberculosos, pero haciendo honor al
título de esta crónica prefiere seguir por la divisoria, siguiendo los hitos
que, unas veces por la solana y otras por la umbría, marcan la entretenida
ruta.
Del Risco de los
Emburriaderos se desciende por una canal que, más que natural, parece la
perfecta labra de un gigantesco jayán. Un descanso en el collado del mismo
nombre y, enseguida, nuevas subidas y bajadas, siembre con el aliciente de
tener que buscar los pasos menos dificultosos. Al Llegar a Peña Pintada vuelve
detenerse para contemplar el camino recorrido. Desde allí una descarnada senda
desciende hasta el Mirador de las Canchas. Ha terminado la parte agreste del
día.
No tiene ninguna
intención de utilizar la pista terriza que baja hasta la carretera que sube al
puerto. Como tiene por costumbre, orientado por la brújula, marca el rumbo
sobre el mapa y se adentra en el frondoso pinar. Entre las copas de los pinos
distingue los tejados de una pequeña colonia de edificaciones de montaña que muestran
un decadente abandono. Desde allí llega a la carretera en el lugar conocido
como El Ventorrillo. De la trasera de las instalaciones que guardan la
maquinaria utilizada para limpiar la nieve de los viales, se descuelga un
sombreado camino que llevará al caminante hasta la corriente de agua que baja
desde su nacedero en el puerto. Pero antes de llegar al arroyo se topa con la
historia reciente. Orillado al carril, con cerca de doscientos años de vida, el
vivo testimonio de amor a la naturaleza y reconocimiento a la figura paterna:
el Pino de la Cadena. Como la intención del caminante es la de no añadir nuevas
palabras a las empleadas en el cartel explicativo, intenta transcribir la
leyenda que éste contiene:
“Fue en el verano de 1924, cuando Ricardo Urgoitiz,
director del diario El Sol, pasaba sus vacaciones en la Sierra de Guadarrama.
Era socio del Club Alpino y se hospedaba en un chalet que la entidad posee en
la zona de El Ventorrillo. Fue en ese verano, leyendo bajo el pino, cuando le
llegó la noticia de la muerte de su padre. Ricardo quiso rendir homenaje a su
progenitor comprando el pino que estaba marcado para cortar, y lo rodeó con una
cadena con la fecha del nacimiento y de la muerte de aquél. Gracias a este
gesto, este árbol no solo es el más viejo de su entorno sino que, a pesar de no
ser un ejemplar monumental, se le ha considerado singular por ser testigo de
una bonita historia”
La Comunidad de
Madrid, que catalogó el pino como árbol singular en 1992, añade en el cartel
que la cadena tiene varios eslabones de más, y son los guardas forestales los
encargados de modificar la posición del candado para permitir el crecimiento
del tronco. El escueto epitafio de metálicas letras que el periodista dedica a
su padre dice simplemente: A SU QUERIDA MEMORIA 1840-1924.
Vuelve el caminante
a su fajina llegando hasta la orilla del tonante arroyo, donde parte de la
saltarina corriente se eleva en forma de humedad. Los tímidos rayos de sol no
consiguen subir la temperatura ambiental. Sin resultado, recorre la ribera en busca
de un lugar que le permita saltar a la orilla opuesta, que es por donde
continúa su camino. Dedica más de media hora a la búsqueda de un paso sin
peligro y, al final, tiene que decidirse por descalzarse y cruzar por uno de
los vados. Tras la incidencia, cambia momentáneamente el frío entorno del
arroyo por la agradable solana de una pradera, donde dará buena cuenta del
bastimento. Vuelve a la querencia del agua, que ya no abandonará hasta que el
arroyo se represa en el embalse de Navalmedio.
Entra en Cercedilla
envuelto en los últimos rayos de sol de la tarde. Antes de perderse entre
viejos muros, corralizas y fachadas de piedra, echa el último vistazo a la
perfecta alineación de cumbres que se upan sobre el Cóncavo de Siete Picos. Es
entonces cuando entiende la razón de Ricardo Urgoitiz para dejar la memoria de
su padre enredada en aquellos paisajes.
DOR
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