“Manque
os pese la veré”; dice la tradición abulense, fue la
respuesta del capitán Álvar Dávila, señor de Sotalbo, al conde Diego de Zúñiga,
ante la rotunda negativa de éste a permitir las visitas de aquél a su hija
Guiomar. El capitán, que debía disfrutar de una excelente visión, erigió un
castillo en lo más alto del riscazo de su señorío, a unos dieciséis kilómetros
de Ávila en línea recta, desde donde, dicen, veía a su amada asomada al balcón.
Las maneras del amor son sorprendentes.
El día 25 del pasado mes de septiembre, con el
otoño recién estrenado, y el castillo en el horizonte, crucé el río Adaja con
dirección a la soledad de Mironcillo. Un cartel en la calle Cerrillo anuncia el
camino hasta la fortaleza. El caminante, al leer que se puede llegar en
vehículos de doble tracción, piensa en volverse a la cama, pero ya tiene
grabada en la retina la silueta del castillo, y opta por buscar las angostas
trochas que, ceñidas entre olorosos cantuesos, dejan la pista terriza a
manderecha. La senda sube y baja, sorteando formaciones graníticas de
caprichosas formas, hasta que aparecen las espectaculares torres emergiendo de
la sólida muralla.
El castillo roquero de Manqueospese, aunque más
cerca de Sotalbo, se encuentra situado en el término municipal de Mironcillo. Adosado
a un estilizado, a la vez que sólido berrueco, presenta un aspecto exterior
aceptable. El interior, al que me aventuré a entrar por la gatera de la candada
puerta, ha sufrido dos desgracias muy comunes en la actualidad: la fachosa ¿remodelación?
realizada por el último dueño, y el furibundo ataque de los grafiteros. La
primera, a Dios gracias, fue parada a tiempo por la Junta; la segunda paró
cuando se acabó el espacio donde pintar.
Empapado de historia y de leyenda, el caminante,
animado por el fresco viento que llega de la Sierra de la Paramera, enfila
hacia la Peña Bermeja. Desde allí, contempla la infinita paciencia del hombre
para repoblar los yermos cerros. El sinfín de líneas de bancales, paralelas a
las curvas de nivel, dan la impresión de que un ser colosal ha peinado las
laderas de forma cuidadosa, dejándolas con la apariencia de una estudiada
geometría. Hacia el SE, en una cerrada curva del ascendente camino, la verde
mancha de un pequeño soto se eleva sobre el pinar. Una cuidada pista, a la que
solo le falta el peaje, lleva al caminante hasta la arboleda donde se encuentra
el manadero de Aguas Frías. Una berroqueña fuente de abundante chorro hace
honor a su nombre y, entre chopos canadienses, álamos temblones y serbales,
proporciona un merecido descanso en medio de aquella espartana soledad.
El caminante, poco amigo de corsés, decide
improvisar. Pliega el mapa y, animoso, toma el camino que se inicia justo por
encima de la talanquera del recinto de la fuente. Sabe que es posible que no lo
lleve a ningún sitio, pero no le importa. La idea de volver a la impersonal
pista lo anima a continuar. El camino se adentra de lleno en el monte
geométrico configurado por la repoblación, hasta llegar a una alambrada donde
desaparece. Sin resultado, busca alguna trocha salvadora que lo lleve hasta el
valle por donde discurre el incipiente río de la Garganta. Por entre los
bancales, festoneados de vigorosos pimpollos, sin camino definido, se deja caer
hacia su objetivo. Según va descendiendo, varios bandos de perdices levantan su
vigoroso vuelo y planean hasta lugares más seguros. Entonces se da cuenta de
que no todos los plantones arraigaron, y que las marras son abundantes.
Lástima.
Una vez en el valle, con el camino hermanado al
cristalino riachuelo, la fresca brisa desaparece y el caminante, con la única
compañía de las negras vacas avileñas, dedica diez minutos a refrescar sus pies
en la corriente, y media hora a terminar con el pábulo. Al llegar a Mironcillo,
la soledad seguía siendo la dueña de las
calles.
Ya en Madrid, el aroma de tomillo y cantueso, que
desprendían las botas al limpiarlas, me hizo recordar las andanzas del día. En
aquel afán, pensé en la fortuna de no haberme topado con ningún bípedo
motorizado junto al castillo.
DOR
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