lunes, 14 de octubre de 2013

EL CASTILLO DE MANQUEOSPESE, Y EL MONTE GEOMÉTRICO

“Manque os pese la veré”; dice la tradición abulense, fue la respuesta del capitán Álvar Dávila, señor de Sotalbo, al conde Diego de Zúñiga, ante la rotunda negativa de éste a permitir las visitas de aquél a su hija Guiomar. El capitán, que debía disfrutar de una excelente visión, erigió un castillo en lo más alto del riscazo de su señorío, a unos dieciséis kilómetros de Ávila en línea recta, desde donde, dicen, veía a su amada asomada al balcón. Las maneras del amor son sorprendentes.

El día 25 del pasado mes de septiembre, con el otoño recién estrenado, y el castillo en el horizonte, crucé el río Adaja con dirección a la soledad de Mironcillo. Un cartel en la calle Cerrillo anuncia el camino hasta la fortaleza. El caminante, al leer que se puede llegar en vehículos de doble tracción, piensa en volverse a la cama, pero ya tiene grabada en la retina la silueta del castillo, y opta por buscar las angostas trochas que, ceñidas entre olorosos cantuesos, dejan la pista terriza a manderecha. La senda sube y baja, sorteando formaciones graníticas de caprichosas formas, hasta que aparecen las espectaculares torres emergiendo de la sólida muralla.


El castillo roquero de Manqueospese, aunque más cerca de Sotalbo, se encuentra situado en el término municipal de Mironcillo. Adosado a un estilizado, a la vez que sólido berrueco, presenta un aspecto exterior aceptable. El interior, al que me aventuré a entrar por la gatera de la candada puerta, ha sufrido dos desgracias muy comunes en la actualidad: la fachosa ¿remodelación? realizada por el último dueño, y el furibundo ataque de los grafiteros. La primera, a Dios gracias, fue parada a tiempo por la Junta; la segunda paró cuando se acabó el espacio donde pintar.





Empapado de historia y de leyenda, el caminante, animado por el fresco viento que llega de la Sierra de la Paramera, enfila hacia la Peña Bermeja. Desde allí, contempla la infinita paciencia del hombre para repoblar los yermos cerros. El sinfín de líneas de bancales, paralelas a las curvas de nivel, dan la impresión de que un ser colosal ha peinado las laderas de forma cuidadosa, dejándolas con la apariencia de una estudiada geometría. Hacia el SE, en una cerrada curva del ascendente camino, la verde mancha de un pequeño soto se eleva sobre el pinar. Una cuidada pista, a la que solo le falta el peaje, lleva al caminante hasta la arboleda donde se encuentra el manadero de Aguas Frías. Una berroqueña fuente de abundante chorro hace honor a su nombre y, entre chopos canadienses, álamos temblones y serbales, proporciona un merecido descanso en medio de aquella espartana soledad.



El caminante, poco amigo de corsés, decide improvisar. Pliega el mapa y, animoso, toma el camino que se inicia justo por encima de la talanquera del recinto de la fuente. Sabe que es posible que no lo lleve a ningún sitio, pero no le importa. La idea de volver a la impersonal pista lo anima a continuar. El camino se adentra de lleno en el monte geométrico configurado por la repoblación, hasta llegar a una alambrada donde desaparece. Sin resultado, busca alguna trocha salvadora que lo lleve hasta el valle por donde discurre el incipiente río de la Garganta. Por entre los bancales, festoneados de vigorosos pimpollos, sin camino definido, se deja caer hacia su objetivo. Según va descendiendo, varios bandos de perdices levantan su vigoroso vuelo y planean hasta lugares más seguros. Entonces se da cuenta de que no todos los plantones arraigaron, y que las marras son abundantes. Lástima.


Una vez en el valle, con el camino hermanado al cristalino riachuelo, la fresca brisa desaparece y el caminante, con la única compañía de las negras vacas avileñas, dedica diez minutos a refrescar sus pies en la corriente, y media hora a terminar con el pábulo. Al llegar a Mironcillo, la  soledad seguía siendo la dueña de las calles.



Ya en Madrid, el aroma de tomillo y cantueso, que desprendían las botas al limpiarlas, me hizo recordar las andanzas del día. En aquel afán, pensé en la fortuna de no haberme topado con ningún bípedo motorizado junto al castillo.

DOR

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