lunes, 30 de septiembre de 2013

UN MAR DE MONTAÑAS

La península ibérica, para desgracia de sus comunicaciones terrestres, y para alegría de caminantes, presenta una orografía demasiado quebrada. Tal es así, que basta observar el mapa político de cualquier región, para advertir que el topónimo “de la Sierra” es uno de los más utilizados.

El último día del mes de agosto, aprovechando los coletazos de una gota fría que rebajó la temperatura en casi diez grados, me dirigí a la zona donde se enseñorea, y sirve de linde entre Madrid y Guadalajara, el joven y brioso Jarama. Allí, con infinita paciencia, lleva, junto a sus numerosos tributarios, millones de años labrando los negros esquistos. Al preparar la ruta observé que, en una zona no demasiado extensa, se cumple con creces lo expuesto anteriormente. Son numerosas las localidades que añaden el “de la Sierra” para dejar constancia del lugar en que se encuentra ubicados. En la provincia de Madrid aparecen: Horcajuelo, Horcajo, Montejo y La Puebla, todos ellos con el apellido citado. La provincia de Guadalajara, para no quedar a la zaga, ofrece: Alpedrete, Valdepeñas, El Cardoso, Colmenar y Peñalba.

Peñalba de la Sierra – el lugar elegido para la visita del caminante-, es actualmente una pedanía de El Cardoso de la Sierra, que se encuentra recamada junto al arroyo del Cañamar, a algo menos de media legua del río Jaramilla. Se llega a Peñalba por una serpenteante carretera de montaña que muere – quizá agotada por tanta contorsión- en la plaza del pueblo. Cuenta Peñalba con un caserío a medio construir, una rústica iglesia, la reliquia de un añoso robledal de magníficos ejemplares  y, sobre todo, una fresca fuente de dos caños que, a la sombra de una frondosa noguera, hace la obra de misericordia de dar de beber al sediento. Parece que la localidad ha conocido mejores tiempos; Pascual Madoz, en su diccionario de poblaciones de 1845, le reconoce 225 almas y una capacidad productiva de 4.288.572 reales.


La mañana amaneció fresca. Al pasar por las umbrías de La Hiruela, la humedad del Jarama bajó la temperatura hasta los siete grados. Demasiado poco para ser el último día de agosto, aunque más tarde, para desgracia del caminante, aumentaría considerablemente.

A Peñalba se entra después de cruzar un paso canadiense. Cuando buscaba un lugar para aparcar, un vecino, que desconocía mi intención, me advirtió algo que yo ya sabía:

-          Tenga en cuenta que no hay salida, que aquí acaba la carretera.

Le dí las gracias, y me volví para aparcar junto a la iglesia.

Mi primera intención era la de acercarme hasta la chorrera del Cañamar, pero una amable vecina me quitó la idea.

-          Ahora no merece la pena; el arroyo lleva poca agua. Venga usted en la primavera y verá algo llamativo.

Un infructuoso intento de subir a la Loma de las Cabezas por un espeso jaral, me obligó a retroceder y utilizar el espacio abierto del cordel ganadero de La Quesera. Ya en el cordal, la difuminada senda sigue la línea ascendente de riscos hasta llegar al punto más alto de la ruta: el pico de la Cebosa. Si la mañana comenzó fresca, el sol de mediodía se encargó de caldearla. Mientras ascendía por el solejar, me pareció escuchar voces. En un principio pensé en algún ganadero vigilante de las reses que, perdidas en los agostados pastos de altura, bocezan placidamente mientras miran con curiosidad al forastero. Cuando volví a escucharlas, levanté la vista hacia la ladera de la loma del Rocín. Sin orden ni concierto, una docena de orates de ambos sexos descendía por el pedregal, algunos de pantalón corto, sorteando los pinchudos piornos, sin darse cuenta de la evidente senda que baja desde la cima. La curiosidad me hizo esperar a que llegasen hasta donde me encontraba. Habían comenzado en el Puerto de la Quesera e iban a terminar junto al Jaramilla, donde disponían de un par de coches para volver al punto del inicio.






En lo alto de la loma, el camino comienza un giro hacia el sur, siguiendo la línea de cumbres, donde se encuentran curiosos ejemplares de formaciones geológicas. Es un continuo subir y bajar enhebrando cimas de unos dos mil metros, hasta llegar a los 2048 del pico de La Cebosa. Desde su maltrecho vértice geodésico, el caminante tiene la sensación de estar ante un rizado mar con el oleaje petrificado. Desde allí, ya en claro descenso, siguiendo el antiguo camino de Riaza, el sendero sigue la linde de un pinar de repoblación, hasta llegar a la pista que llega desde las verdes praderas donde nace el Cañamar. 





Con el pueblo a la vista, atroché hasta cruzar la carretera y, siguiendo la traza de un camino poco utilizado, entré en el pueblo a la vera del camposanto. La poca altura del muro de lajas de pizarra, permite comprobar la estudiada disposición de los enterramientos, todos orientados hacia el saliente, como colgados de la ladera en la que se encuentran. Con el convencimiento de que los que allí moran son más inofensivos que muchos de los que andan fuera, el caminante, aprovechando el frescor de la espesa sombra del robledal que rodea el doliente lugar, apura las provisiones y las reservas de agua, con el pensamiento puesto en la noguera, y en la fresca fuente que mana de sus viejas raíces.



DOR


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