Ahora que vuelve a
rebullir el fervoroso sentimiento de pertenencia a naciones que nunca fueron, recuerdo
la anterior embestida de los nacionalismos de cercanías. A pesar de mi mala
memoria, apostaría que pudo ser hace cinco o seis años, y fue tal el tiberio
que, como ahora, todo giró alrededor del berrenchín separatista. No existía más
noticia; pareció que todos los medios de comunicación vivían aquella faramalla
con unas anteojeras puestas. Por esas fechas, con cierto desasosiego por aquel
frufrú, y con lleno hasta la bandera, asistí a una charla-conferencia en la que
se intentó explicar ese popurrí histórico que atiende por España. Como colofón
de aquella disertación, de entre los asistentes, surgió la pregunta del millón:
Entonces,
¿la España que ahora conocemos, puede romperse? La conferenciante,
después de unos instantes de duda razonable, aventuró: No. Yo, tan escéptico
como siempre, pensé: Amén.
A los pocos días,
mi recelo sobre el asunto me llevó a pergeñar un corto apunte que ahora, pasado
un sexenio y tal como se escribió, pongo a disposición del lector.
EL ARCANO HISPÁNICO
“Los pueblos que olvidan
su historia, están condenados a repetirla”
Excelente fue la
puesta en escena de la conferencia “Pluralidad
social y política de España”. La idea del mapa de España, tachonado de
pegatinas con los nombres de los sucesivos pueblos y culturas que han ido
dejando su impronta, me pareció comprensible y esclarecedora.
El planteamiento
propuesto ratificó algo que todo el mundo conoce pero que, poco a poco, se va
desvaneciendo en lo más oscuro de ese bargueño al que llamamos memoria. Quedó
bien claro que somos el resultado de fundir, en el crisol de la historia, todas
las pegatinas que, esa tarde, fueron superponiéndose sobre el mapa de España.
Una vez terminada
la conferencia, como es natural, comenzó la fase de cogitación, o sea, la de
hacer suposiciones. Traté de imaginar las consecuencias si alguien, con un
poder omnímodo, arrancase gran parte de las pegatinas que se fueron
superponiendo en el mapa, y que han conformado mi cultura y mi patria (1).
Estaba en esos pensamientos,
cuando una noticia en una cadena de televisión me sacó de la abstracción: el
régulo de los turdetanos había decidido asumir la competencia exclusiva del
agua de la cuenca del río Betis, dejando con un palmo de narices a las tribus
vecinas.
Espantado por la
noticia cambié de emisión, pero el panorama empeoró por momentos: una confusa confederación
de ilergetes, indigetes, lacetanos y layetanos, obligaban a aprender su lengua
a las tribus vecinas que, desde antiguo, intentaban establecerse en el territorio
de aquellos para realizar transacciones
comerciales.
El reyezuelo de los
ilercavones, creyéndose dueño del Íber, conminaba a sus súbditos para que no
proporcionasen agua a sus vecinos contestanos
y edetanos.
Un caudillo
carpetano, absorto en la construcción de senderos y veredas, ha talado cientos
de árboles, muchos de ellos centenarios. Ni siquiera la oposición de la viuda
de un importante cortesano centroeuropeo ha conseguido apartarlo de su tarea.
En un cenáculo de
tribus ibéricas de lengua común, un representante de una de las tribus
pirenaicas, de no más de 9.300 individuos, en un claro desprecio a la mayoría,
hace su discurso en jerigonza aranesa; los representantes de las demás tribus
se quedan in albis.
Los vascones,
incapaces de solucionar los problemas de forma civilizada, siguen pagando a
sicarios para mover la noguera.
Dieciséis siglos
después, un descendiente de Heremigario, el caudillo que pasó a la historia por
el saqueo de Emérita Augusta, para después ahogarse en el río Ana, exige retomar
los valores de los invasores suevos, despreciando la huella de civilizaciones
posteriores. Así, se ha quejado de la utilización del latín en las estelas
funerarias de los panteones del territorio, exigiendo el abandono de su
utilización y su permuta por el galaico.
Ante estos partos montunos,
si algún antepasado ibérico, hispanorromano después de haber sido desasnado por
la colonización y la cultura romanas,
levantase la cabeza, seguramente exclamaría: ¿Quo vadis, Hispania?
DOR
(1) Hermosa
palabra de connotaciones claramente revolucionarias (léase la letra de La Marsellesa , himno de la República Francesa ),
y que el panfilismo político ha convertido en reaccionaria.
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