viernes, 20 de septiembre de 2013

EL ARCANO HISPÁNICO

Ahora que vuelve a rebullir el fervoroso sentimiento de pertenencia a naciones que nunca fueron, recuerdo la anterior embestida de los nacionalismos de cercanías. A pesar de mi mala memoria, apostaría que pudo ser hace cinco o seis años, y fue tal el tiberio que, como ahora, todo giró alrededor del berrenchín separatista. No existía más noticia; pareció que todos los medios de comunicación vivían aquella faramalla con unas anteojeras puestas. Por esas fechas, con cierto desasosiego por aquel frufrú, y con lleno hasta la bandera, asistí a una charla-conferencia en la que se intentó explicar ese popurrí histórico que atiende por España. Como colofón de aquella disertación, de entre los asistentes, surgió la pregunta del millón: Entonces, ¿la España que ahora conocemos, puede romperse? La conferenciante, después de unos instantes de duda razonable, aventuró: No. Yo, tan escéptico como siempre, pensé: Amén.
A los pocos días, mi recelo sobre el asunto me llevó a pergeñar un corto apunte que ahora, pasado un sexenio y tal como se escribió, pongo a disposición del lector. 

EL ARCANO HISPÁNICO

“Los pueblos que olvidan su historia, están condenados a repetirla”

Excelente fue la puesta en escena de la conferencia “Pluralidad social y política de España”. La idea del mapa de España, tachonado de pegatinas con los nombres de los sucesivos pueblos y culturas que han ido dejando su impronta, me pareció comprensible y esclarecedora.
El planteamiento propuesto ratificó algo que todo el mundo conoce pero que, poco a poco, se va desvaneciendo en lo más oscuro de ese bargueño al que llamamos memoria. Quedó bien claro que somos el resultado de fundir, en el crisol de la historia, todas las pegatinas que, esa tarde, fueron superponiéndose sobre el mapa de España.
Una vez terminada la conferencia, como es natural, comenzó la fase de cogitación, o sea, la de hacer suposiciones. Traté de imaginar las consecuencias si alguien, con un poder omnímodo, arrancase gran parte de las pegatinas que se fueron superponiendo en el mapa, y que han conformado mi cultura y mi patria (1).
Estaba en esos pensamientos, cuando una noticia en una cadena de televisión me sacó de la abstracción: el régulo de los turdetanos había decidido asumir la competencia exclusiva del agua de la cuenca del río Betis, dejando con un palmo de narices a las tribus vecinas.
Espantado por la noticia cambié de emisión, pero el panorama empeoró por momentos: una confusa confederación de ilergetes, indigetes, lacetanos y layetanos, obligaban a aprender su lengua a las tribus vecinas que, desde antiguo, intentaban establecerse en el territorio de aquellos para  realizar transacciones comerciales.
El reyezuelo de los ilercavones, creyéndose dueño del Íber, conminaba a sus súbditos para que no proporcionasen agua a sus vecinos contestanos  y edetanos.
Un caudillo carpetano, absorto en la construcción de senderos y veredas, ha talado cientos de árboles, muchos de ellos centenarios. Ni siquiera la oposición de la viuda de un importante cortesano centroeuropeo ha conseguido apartarlo de su tarea.
En un cenáculo de tribus ibéricas de lengua común, un representante de una de las tribus pirenaicas, de no más de 9.300 individuos, en un claro desprecio a la mayoría, hace su discurso en jerigonza aranesa; los representantes de las demás tribus se quedan in albis.
Los vascones, incapaces de solucionar los problemas de forma civilizada, siguen pagando a sicarios para mover la noguera.  
Dieciséis siglos después, un descendiente de Heremigario, el caudillo que pasó a la historia por el saqueo de Emérita Augusta, para después ahogarse en el río Ana, exige retomar los valores de los invasores suevos, despreciando la huella de civilizaciones posteriores. Así, se ha quejado de la utilización del latín en las estelas funerarias de los panteones del territorio, exigiendo el abandono de su utilización y su permuta por el galaico.
Ante estos partos montunos, si algún antepasado ibérico, hispanorromano después de haber sido desasnado por la colonización y la cultura  romanas, levantase la cabeza, seguramente exclamaría: ¿Quo vadis, Hispania? 

DOR
   
(1) Hermosa palabra de connotaciones claramente revolucionarias (léase la letra de La Marsellesa, himno de la República Francesa), y que el panfilismo político ha convertido en reaccionaria.      

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