Un día antes del
solsticio de verano, con las nubes bajas dueñas del Puerto del Paular, comencé
una gratificante travesía que me habría de llevar hasta San Ildefonso. Cuando
la senda del Batallón Alpino me sacó del pinar, la vista de Peñalara, desde Peña
Citores, me trajo a la memoria mi primera porfía con la mítica cima y sus
aledaños.
Fue aquella en un
mes de julio de hace demasiados años, y el día elegido no resultó el más
apropiado. El calor y las fuertes rachas de viento suponían dificultades
añadidas a la áspera ascensión. Cuando, desde la redondeada cima de Peñalara,
intenté el paso por el angosto risco de Los Claveles, las desafiantes ráfagas
de viento me zarandearon de un lado a otro. No me quedó otro remedio que
descender algunos metros, y realizar el paso por el canchal de la parte
segoviana. No reparé en la quemazón en la cara que me produjo la exposición al
viento y al sol; mi único pensamiento era desquitarme de aquel afrentoso gatillazo
montuno. En el trayecto que el tren hace entre las estaciones de Cotos y
Cercedilla, las musas, siempre al quite, me apuntaron el soneto que resume la derrota
de aquel día.
Al
Olimpo pedí que me dejara,
aplicando
en ello gran empeño,
cumplir,
al fin, mi antiguo sueño,
de
tocar el cielo en Peñalara.
Y
los dioses dejaron que llegara
a
sentir el viento que, sin dueño,
pintaba,
bajo el cielo madrileño,
el
color del sol sobre mi cara.
Mas
no pude completar mi apuesta;
abandoné,
marchitos, los laureles,
aplazando
la resulta de la gesta.
El
ocaso agrió las dulces mieles,
y
de la tarde no tuve más respuesta
que
a Eolo furioso en Los Claveles.
DOR
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