miércoles, 26 de noviembre de 2014

EL CAÑÓN DEL MESA

-          Puede beber el agua del río.

Al caminante, al escuchar la sugerencia, se le debió quedar tal cara de desconcierto que el lugareño, ya entrado en años, recalcó:

-          Puede beberla, no está contaminada.

El cansancio acumulado durante la jornada no le permite cavilar con presteza. Por un momento queda pensativo observando el lento caminar de aquel buen hombre, alejándose hacia la plaza. El caminante, que ha visto el resurgimiento del río Mesa a la altura de la ermita de San Pascual Bailón, y ha acompañado su discurrir hasta el pueblo, regresa al puente para volver a observar la corriente. No puede decirse que sea un río turbio, pero no tiene la cristalina claridad de un arroyo de montaña. Definitivamente, mientras en el reloj de la iglesia suenan las campanadas de las seis de la tarde, resuelve no hacer caso a la proposición, y decide beber y hacer sus abluciones en una fuente de cuatro caños, que se encuentra un par de metros por debajo del nivel de la carretera.


El río Mesa tiene la particularidad, compartida con el río Piedra del que es afluente, de nacer en la provincia de Guadalajara y, por causa de la orogénesis, desdeñar su muerte en la cuenca del Tajo y hacerlo en el Jalón, tributario del Ebro. Ambos discurren por terrenos calizos, conteniendo sus aguas una elevada concentración de carbonato cálcico. El Mesa, de caudal irregular durante el verano, lleva miles de años apareciendo y desapareciendo a su antojo, labrando cañones y hoces sobre aquellos terrenos calcáreos. El caminante, en una extensa jornada, va a recorrer parte de esos escarpados cañones.

Llega a Mochales, en el tercer día del mes de octubre, tras atravesar un océano de sabinas. Estaciona la máquina infernal en la soledad de la inmensa plaza, en la que se conjugan todos los poderes fácticos del municipio: el religioso, en la forma de la iglesia de la Virgen de los Remedios; un ruinoso edificio, en cuyo balcón ondea la bandera nacional, y que el caminante entiende representa el poder municipal; el verdoso frontón, en el centro de la plaza, representación del poder popular; y sobresaliendo por encima de todos ellos, en lo alto del otero, los últimos sillares de lo que fue un castillo roquero propiedad del poder feudal. La plaza está dedicada a la memoria de Antonio Alba, alcalde de la localidad que fue ahorcado por las tropas francesas, acusado de suministrar bastimentos a la Junta de Defensa de Molina de Aragón.


Decir que se sale o entra a Mochales por un barranco resulta, a la vez, obvio y redundante. Su situación a la orilla del río y rodeada de cerros, obliga a los mochaleros a buscar la salida aprovechando los barrancos que rodean a la población. Por uno de ellos, el de los Moledores, inicia el caminante su andadura. Un minúsculo San Cristóbal enrejado en la picota de un sencillo humilladero, que aquí, en el Señorío de Molina, se conoce como pairón, despide al caminante. Orillada al camino la pertinaz rivalidad entre sabinas y nogueras, siendo estas últimas, abandonadas por sus dueños, las que van perdiendo la batalla por el terreno. Avanza por el que en los antiguos mapas figura como camino de Mochales a Amayas, hasta que llega a un sólido muro de contención construido para controlar imprevistas avenidas del barranco. En ese momento abandona el camino y toma una senda que va ganando altura a la vera de una arroyada. Sale de la barranquera por unos labrantíos resguardados en las faldas de dos cerros simétricos, y avanza unos metros más hasta llegar a un lugar desde el que se divisa la ermita de Santa Bárbara, perteneciente al municipio de Amayas.



El caminante, un tanto tibio en lo religioso, entiende el miedo atávico hacia las tormentas y comprende que, desde antiguo, el hombre haya buscado protección ante sus devastadores efectos. Para hacerse una idea del terreno protegido por el manto protector de la santa, sube, campo a través, hasta la sencilla ermita para recrearse en la visión del inmenso sabinar. Por la ladera opuesta a la de subida, ahora por el camino natural, baja hasta la carretera. Al otro lado del asfalto se inicia un ancho camino al que, un par de máquinas, están dejando como una pista de aterrizaje. Afortunadamente, cuando comienza a estar harto de tanta lisura, su camino se desvía hacia unas viejas corralizas. Junto a ellas, una vieja construcción para albergar ganado llama su atención. La rústica cubierta de troncos y ramas queda sustentada por un muro de altura variable, y por el seco tronco de una recia sabina que sirve como pilar central.



El camino termina en el lugar donde se encuentra el último corral. Ahora, el caminante tiene que avanzar por el campo abierto hasta llegar a un barranco que, de seguirlo, lo llevaría hasta el río. Pero ese no es su camino. Cruza el barranco por el lugar más practicable, en busca de la ancha pista que bordea el cañón del Mesa por su parte aérea. Al llegar a Peñacova, como si la pista tuviese miedo de los hondos barrancos, se distancia del cañón para llegar, ya entre labrantíos, hasta la población de Anchuela del Campo. Llega a Anchuela al mismo tiempo que las nubes. Es algo más de mediodía y el único atisbo de vida que encuentra es el de unos operarios reparando la cubierta de un viejo caserón. Le hubiera gustado ruar por sus calles, pero aún le quedan casi tres leguas de camino, y desconociendo las dificultades que puede encontrar en el cañón, prefiere ganar tiempo y pasar de largo.




Tras dejar a la siniestra la sólida iglesia de San Miguel, el caminante busca el barranco del arroyo Concha. Durante el descenso, las paredes del barranco van tomando altura y el camino batalla con el seco arroyo cruzándolo en varias ocasiones. Tras media hora de agradable paseo, el caminante llega al río Mesa, cuya exigua corriente vadea en un par de ocasiones hasta llegar a las ruinas de un antiguo molino harinero que, según las crónicas, funcionó hasta mediados del siglo XX. En sus inmediaciones, como si se hubiera producido un sortilegio, la escasa corriente del río desaparece entre las rocas kársticas del fondo del cañón. El caminante avanza a favor de la desaparecida corriente, siguiendo las marcas blancas y rojas del GR-66 y las blancas y azules de una senda local.





Al dejar atrás las ruinas de un segundo molino, llega a una zona de hoces angostas y pronunciadas, donde parece que el camino va a quedarse cortado en alguna de aquellas paredes verticales. Llega a un punto en que el río, encajonado entre los cortados, pierde las orillas. La señalización, ante la imposibilidad de seguir en las épocas en las que el río lleva agua, comienza a elevarse sobre el cañón. El caminante se detiene durante unos instantes con objeto de solventar la duda que le produce la nueva situación. Lo seguro: continuar siguiendo las marcas del GR; lo aventurado: arriesgarse a continuar por el profundo cañón, caminando sobre las albas piedras del seco cauce. Aún sopesando la posibilidad de que, más adelante, la corriente volviera a aparecer dificultando la marcha, el caminante no lo duda y elige la opción más comprometida.



Avanza con precaución, salvando los troncos y la maleza arrastrados durante la crecida de la pasada primavera. El profundo silencio, solamente roto por el sordo y pesado alear de los asustadizos buitres elevándose hacia el cielo, hace recordar al caminante el impagable oxímoron incluido en un verso de San Juan de la Cruz: la música callada / la soledad sonora.         


Ha tenido suerte. Ha podido salir de las hoces sin encontrarse con el agua. Es en ese punto donde se reencuentra con las marcas del GR que abandonó media legua atrás, y que ahora vuelven a la orilla del río. El cañón se ensancha un tanto al llegar al Tormo Melero. El Tormo de Mochales, que también se conoce por este nombre, es una formación rocosa, a la que la erosión ha modelado de forma curiosa. Bajo su ojo de cíclope, la huella del hombre vuelve a hacerse presente. Vuelven las nogueras y, adosado a su base, un curioso abejar cuyo zumbido se escucha varios metros a la redonda. A cierta distancia, el caminante hace la parada de la comida bajo la tamizada sombra de una vieja sabina. Esta vez el menú habitual se completa con algunas nueces que parece ya nadie cosecha, y con las moras de los zarzales que se ofrecen a ambos lados del camino carretero que ahora se inicia.







El camino vadea el río en varias ocasiones. Para cruzarlo en la época que lleva agua, el municipio colocó unas pesadas pasaderas de roca caliza, que la fuerza de la corriente se ha encargado de desperdigar por el cauce. Los altos paredones calcáreos se van alejando del río y las tierras de labor van ganando terreno a los eriazos. Pero aún, en la distancia, es posible disfrutar del verde paisaje, con el contrapunto de las rojizas manchas de los arces de Montpelier en su fase otoñal. Como quedó dicho, a la altura de la ermita de San Pascual, el Mesa aflora de nuevo, y el camino, orillado al río, entra en Mochales entre huertos y girasoles.






Durante el regreso a la Corte, el caminante, ahora sobre la máquina infernal, recuerda la placa adosada a uno de los muros de la iglesia, en la que se rinde homenaje al alcalde Antonio Alba. Y se imagina el escenario: unos fantoches, de brillantes corazas y embetunadas botas, que habían hecho una revolución para librarse de un poder absoluto, obligando, por la fuerza, a varias naciones europeas, entre ellas España, a asumir un poder absoluto. En su esfuerzo por emular a aquellos revolucionarios, que envolvían el pescado con las hojas de los incunables de las abadías y catedrales, no dudaron en asesinar, saquear y destruir. Pero nunca pensaron en que encontrarían gentes como el valiente alcalde mochalero homenajeado, con toda justicia, por sus paisanos.    

DOR