martes, 11 de febrero de 2014

LAS MANSAS LOMAS DE LA SIERRA OESTE

El año 2013 terminó de la misma forma que los anteriores: numerosas y excesivas comidas con amigos y familiares, y vacuos deseos de buenaventura de los que no nos acordaremos cuando llegue el mes de febrero. Además, el mes de diciembre nos trajo un rosario de frentes atlánticos -los temporales de toda la vida-, a los que ahora, quizá para acojonar al personal, llaman ciclogénesis explosivas, borrascas extratropicales o bombas meteorológicas. Ahí es nada.

En el quinto día del recién estrenado año, el caminante, ahíto de turrón del duro y demás especialidades navideñas, aprovecha la tregua anunciada por los meteorólogos, y se dispone a retomar la saludable costumbre de las caminatas camperas. Para coger tono y comenzar el año sin sobresaltos, elige la zona que corresponde al ángulo occidental de la base del triángulo al que se asemeja la Comunidad de Madrid, y que es conocido como Sierra Oeste.

Es domingo y el autobús, prácticamente vacío, lo deja el Puente de San Juan, allí donde el Alberche es represado dos veces: una en el embalse de San Juan, y otra, de inmediato, en el de Picadas. Tras pasar sobre el antiguo puente, cruza la transitada carretera y entra en la naturaleza por el camino que fuera trazado para tender la línea férrea Madrid-Arenas de San Pedro, y que, de seguirlo, llega hasta la presa de Picadas. Pero el camino de hoy es otro.

La ruta marcada se inicia junto a la depuradora, y sigue, derecho como cordón de lámpara, sobre una monótona pista que más parece una autovía. Antes de iniciar aquel suplicio, escudriña el entorno y descubre una trocha salvadora que culebrea hasta uparse sobre el cerro que se alza al saliente. Una vez arriba, tras sosegar el resuello, se asoma a la estrecha garganta que embalsa al Alberche, y combinado varios carriles llega hasta una torre de vigilancia contra incendios. Desde aquel otero, siempre en dirección austral, un diáfano horizonte de mansas lomas se presenta ante los ojos del caminante. Quedan a su espalda, como muestra de la inquietud humana por procurarse el suministro de agua, las gigantescas torres de equilibrio de la conducción Picadas-Valmayor. Además, la multitud de caminos le permite cambiar la ruta en varias ocasiones, lo que la hace más interesante.




El paisaje, como si de un oxímoron campestre se tratase, resulta, a la vez, simple y magnífico. Las copas aparasoladas de los pinos, dibujan sus esbeltas siluetas sobre los cerros cubiertos de carrascas. Las marcadas rodadas de lo que parece un atajo, lo llevan hasta un coloreado abejar de más de un centenar de colmenas por donde, aunque la actividad no es la de la primavera, pasa con ligereza y precaución. Tras un cruce de caminos, junto a una lagunilla artificial, la ruta comienza una tendida subida con dirección al Cerro Rojo, hasta llegar al collado en el que se encuentra la raya del término municipal de Villa del Prado. Desde allí, el cómodo camino comienza un suave descenso entre regatos de cristalinas aguas.







Con el caserío de Villa del Prado a la vista, un afilado bóreas obliga al caminante a buscar cobijo para la comida. Encuentra trascacho en un afloramiento rocoso al que engalanan dos añosos enebros y, mientras come, observa las rápidas evoluciones de un zorro que, confiado en la soledad de aquellos parajes, se mueve entre los matojos. En un instante, como por ensalmo, el animal desaparece entre la cerrada vegetación. El caminante, iluso, termina el pábulo a la carrera pensando que va a encontrar la zorrera. Busca y rebusca, pero resulta inútil. Harto de dar vueltas sin resultado, regresa al camino para entrar en el arrabal de la población junto a la ermita del Cristo de la Sangre. Más tarde, después de confirmar que tiene tiempo suficiente hasta la salida del próximo autobús, la obligada visita al exterior de la iglesia de Santiago Apóstol, que, como la ermita, fue construida a caballo de los siglos XV y XVI, según los cánones del gótico tardío.





Durante el viaje de regreso, el caminante, al recapitular sobre los avatares del día, se da cuenta de que, en algo menos de quince kilómetros, se ha paseado por cuatro términos municipales de paisaje común: Navas del Rey, Pelayos de la Presa, San Martín de Valdeiglesias y Villa del Prado. ¿Alguien da más?  

DOR