viernes, 29 de junio de 2018

CABEZA SANTA



Al saliente de la Sierra de Gredos, en el tramo que va desde el puerto de Lagarejo al de Mijares, tres sierras, que bien podrían ser una sola, enhebran sus picos y collados hacia el NE. Tres sierras cuyo cordal es la divisoria de aguas entre los valles del Alberche y el Tietar, y que, a su vez, sirven para separar los términos municipales de Pedro Bernardo, Gavilanes y Mijares, en la parte meridional, y Serranillos y Navarrevisca en la septentrional. Tres sierras que, para hacer más sencillo el recuerdo de sus nombres, cada una de ellas toma el nombre de una de sus alturas prominentes: El Cabezo, La Centenera y El Artuñero.

Ya el 13 de septiembre de 2014, en una inolvidable jornada, el caminante subió al cordal por la ladera meridional. Desde el área recreativa del Horcajo, a medio camino entre la población de Mijares y el puerto del mismo nombre, inició un interesante trayecto por el verde rabioso de los prados de la ladera de La Centenera, hasta llegar al Collado de los Pozos. Desde el collado, siempre hacia el NE, recorrió el cordal de las sierras de La Centenera y El Artuñero , dejando a su espalda las cumbres que componen la Sierra del Cabezo. Aquel día, cuando en el Puerto de Mijares revisó los mapas de la zona, se fijó la tarea de volver. Casi cuatro años después, con la lógica merma de fuerzas pero con la ilusión intacta, ha llegado el momento de completar aquella visita.

En el segundo jueves del mes de junio, a una semana justa de la terminación de una primavera borrascosa, el caminante, a lomos de la máquina infernal, se dirige hacia la población abulense de Serranillos. Abandona las tierras madrileñas por el término municipal de San Martín de Valdeiglesias, para entrar en el valle del Alberche por el embalse del Burguillo. Tras cruzarlo por el puente de La Gaznata, al que, en paralelo, le están construyendo una versión más actualizada, la carretera que va a Ávila comienza a alejarse de la lámina del agua. Abandona ésta en el quilómetro 103, para tomar la que lleva a Navaluenga, cuya traza vuelve a arrimarse a la ribera septentrional del embalse. La citada Navaluenga, Burgohondo, Navarrevisca y, por fin, Serranillos, donde es día de mercadillo y un buhonero, bien pertrechado de toda suerte de mercaderías, atiende a la parroquia. Al otro lado de la carretera, en un lugar de previsible sombra vespertina, estaciona la máquina infernal.

Tras doscientos metros por el asfalto, pasada la elevada ermita de San Pedro, un vial encementado se descuelga, por la izquierda, en busca de la corriente de la Garganta del Puerto de San Esteban. Cruzado el pontón, el cemento termina al tiempo que lo hacen los viejos muros de piedra, que guardan prados y huertos. Sale el camino al valle de otro curso de agua: la Garganta del Puerto de Pedro Bernardo, cuyo sordo murmullo acompañará al caminante hasta el piedemonte del Risco de Miravalles. Hora y media de moderado esfuerzo y constante subida hasta el Puerto de Lagarejo, que servirá de preámbulo para lo que a continuación llegará. Antes de comenzar la ascensión al risco, el caminante se asoma a la parte meridional de puerto, por donde se pierden las profundas barranqueras de la Garganta Eliza, ya en el término municipal de Pedro Bernardo. Sin duda un paisaje sorprendente.






Vuelve el caminante a la llanada del collado, desde donde, sin anestesia, comienza la subida. Aunque no resulta fácil dado lo pedregoso del terreno,  procura seguir los hitos que señalan el ascenso por la ladera. Una ascensión que, en algunos de sus tramos, supera desniveles del 40%, y que saca los colores al caminante. Antes de perderse entre los riscos, hace una parada para sosegar la respiración. Vuelve su mirada al puerto para entender la idoneidad del nombre del riscal: Miravalles. Es una tierra recia, áspera, inhóspita, donde la vegetación de porte alto es un lujo que sólo, en contados tramos, se permiten los sotos de los vallejos.





Superado el esfuerzo, cuando pasan ocho metros de los dos mil, el primer tramo del cordal se manifiesta parejo y andadero. Al frente, sobre el mar de piornos, se eleva el conjunto rocoso formado por el Cerro del Cabezo, que pertenece al municipio de Gavilanes, y La Picota, agudo crestón que lo es del de Serranillos. Según refieren las crónicas, sobre la ladera rocosa de La Picota, cayó, el 8 de diciembre de 1936, el junkers JU-52 tripulado por el teniente Liegnitz, el alférez Hornschuh, el sargento Ullmann y el cabo primero Seitz. Los lugareños aseguran que todavía se pueden encontrar restos de aquel derribo. El caminante se asoma a tan grandioso balcón, pero sólo encuentra la imagen de Serranillos en el fondo del valle. Vuelve a la senda que, entre las rocas, se encarama sobre la cima del Cerro del Cabezo, la más alta del cordal de las tres sierras. A falta de vértice geodésico oficial, los gavilaniegos han señalizado la cúspide con la representación metálica del escudo de la población, sobre la que descansa una rapaz, que se supone será un gavilán. En la figura corrigen al IGN: lo renombran como Cabezo de Gavilanes, quizá para diferenciarlo de otro Cabezo que se encuentra más adelante, y modifican su altura dejándola en 2189 metros, dos metros menos que los 2191 oficiales. 




            

Ahora, la panorámica del camino que aún queda resulta estremecedora. Un quebrado canchal se interpone entre el caminante y el siguiente objetivo, que no es otro que los 2187 metros de la cima del Cabezo. Extremando el cuidado, lo que aumentará el tiempo de recorrido, ataca el canchal por su parte septentrional hasta llegar al piornal del Collado de los Niños. Después la pedregosa cresta del Cerro del Tambor, para, enseguida, llegar al imponente hito que, a falta del oficial, abatido por los vándalos, hace las veces de vértice geodésico. Termina aquí el recorrido por la Sierra del Cabezo, a la que, puesto que son dos, no hubiera resultado impropio nombrar como la de los Cabezos. Al SO queda el impresionante paisaje que dibuja el cordal recorrido; hacia el NE, entre el piornal, el camino a recorrer que, en apariencia, parece más hacedero que anterior, y que ya es la Sierra de la Centenera.





En un continuo ir y venir, en busca de las trochas por las que avanzar, no resulta sencillo caminar entre los piornos, muy crecidos a causa de tan lluviosa primavera. Tras el paso por la redondeada cima de La Centenera, el Collado de la Cumbre resulta un tramo de descanso para el caminante. Más allá, se distinguen los grandes hitos que coronan la cima de la última dificultad de la jornada: Cabeza Santa. Los hitos, con su curiosa colocación, le parecieron, hace cuatro años, y vuelven a hacerlo ahora, los estertores de una grandiosa partida de ajedrez, en la que sobreviven los últimos trebejos sobre el tablero. Tan grandioso miradero será el lugar elegido para terminar con las provisiones.






Tras el merecido descanso y aligerada la mochila, el siguiente afán será encontrar el camino de descenso hasta el valle. Casi coincidente con la raya que separa los términos de Serranillos y Navarrevisca, un viejo muro de mampuestos desciende por la ladera. Una buena opción, si no fuera porque toda su traza se encuentra rodeada de piornos, y el caminante ya está estragado del olor dulzón de sus flores. Como continuación del anterior, un nuevo muro, que separa los términos de Navarrevisca y Mijares, baja hasta el collado que antecede al los riscales de La Peluca, donde un macho montés vigila expectante los movimientos del intruso. Desde el collado, por el vallejo del arroyo Peluca, comienza un descenso que, tras un tramo de piornos, recorre los verdes pastizales de la ribera del arroyo. Aún así, se trata de un bregado descenso, recompensado por el frescor y murmullo de la corriente.







Una vez en el valle, con la imagen de la población en el horizonte próximo, y cuando todo indicaba que serían un par de horas de terreno favorable, el minifundio rural complicara el recorrido. El caminante, con la poderosa imagen de La Picota siempre a la siniestra, acaba perdiendo la cuenta de los muros, alambradas, arroyuelos y marjales, que tiene que salvar hasta llegar al camino que, durante un tramo, corre paralelo al arroyo de Pedro Maza. Un camino cuya traza va mejorando a medida que se aproxima al caserío de Serranillos, y que salva la corriente de la Garganta del Cabezo. Ya en la carretera, una última parada en una fuente de dos caños, donde el caminante se refresca y repone agua para el viaje de regreso a La Corte.




En el regreso, nuevamente la carretera que serpea por la orilla del embalse del Burguillo, al que, aparentemente, no le cabe un buche más.     

                                     

DOR

miércoles, 6 de junio de 2018

PUERTO MARCHÉS


Puerto Marchés, también Marches, o Marchez, o Mathés, que de tan variadas formas puede encontrarse en los textos que lo mencionan a lo largo de su historia, es un paso de montaña que, desde antiguo, ha servido para comunicar, salvando la barrera de los Montes de Toledo, las tierras al sur de la provincia de Toledo con las del norte de la de Ciudad Real. Por él corre la Cañada Real Segoviana, aquella que une los agostaderos burgaleses de la Sierra de la Demanda con los invernaderos extremeños de Granja de Torrehermosa, siendo, además, el paso natural desde Menasalbas, y San Pablo de los Montes, hasta Retuerta del Bullaque y la raña de Cabañeros. Desde el descansadero de Las Navillas, la cañada inicia la subida hasta el puerto por la margen derecha del arroyo Marchés, cuyo nacedero se encuentra en las inmediaciones del puerto homónimo.

El subsuelo, rico en minerales, fue explotado por los romanos, en el siglo III d.C. Así lo atestiguan las escombreras y otros restos de las minas que se localizan junto al puerto. También, la abundancia de vegetación, bravos arroyos y manaderos de aguas salutíferas, hicieron de estas tierras un lugar de abejares, molinos harineros y balnearios, algunos de éstos últimos todavía en uso.  

La trascendencia histórica del lugar, y de su entorno, ha quedado reflejada en una gran cantidad de reseñas escritas. En la primera mitad del siglo XIV, el Libro de la Montería facilita no pocas referencias de los Montes, así como testimonio de la abundancia de osos y jabalíes en sus parajes. Entre otros muchos topónimos fácilmente identificables en la actualidad, aparece Puerto Mathés (sic) como uno de los lugares donde se iniciaban los ojeos de las monterías. Pero, como era común en cualquier proceso de repoblación, el accidentado relieve y la soledad de caminos y pasos de montaña propiciaron la aparición de los salteadores de caminos, originarios de diferentes partes de la península, y que fueron conocidos como los golfines. Los colonos y habitantes de las poblaciones del entorno, comenzaron a formar grupos armados que fueron el antecedente de las Hermandades. Con anterioridad al Libro de la Montería, un documento dejaba constancia de la preocupación por la vigilancia de los caminos: "Los vecinos de Toledo que han algo en los montes veyendo los muchos males et estragamientos que los golfines et los otros omes malos facen ne lo suyo et en las nuestras cosas, et entendiendo que era servicio de Dios et de nuestro señor el rey don Fernando, et pro et guardo de Toledo et de su término, acordaron de catar y manera de como se pudiese esto escarmentar, et ficieron hermandad entre sí en tal manera que doquiera que supieren que andan los golfines e otros omes malos en la nuestra tierra que vayan en pos de ellos et que los prendan et los tomen tambén a ellos como a los que los encubieren porque so faga en ellos escarmiento et la tierra sea guardada".

En el siglo XVI, Felipe II da orden para la confección de una obra estadística conocida como Relaciones Topográficas de los Pueblos de España. En ella, en la entrada referida a la localidad de San Pablo de los Montes, se anota: “Se localiza junto a unas sierras altas, llamadas Morra Alba, Morrilla y Morrón del Collerón. Dichas sierras vienen de Consuegra y van a dar a Portugal, pasando por el Puerto Marchez (sic). En este término se localiza el referido puerto, por él va el camino real, vigilado por la Santa Hermandad Vieja, porque en él se producen asaltos de los ladrones, que son prendidos por ésta”. Por las crónicas se conoce que la financiación de la Santa Hermandad se realizaba a través de la asadura, tasa que pagaban los dueños de los rebaños, en una relación de una res por cada cierto número de cabezas. Cuando, en las Relaciones Topográficas de los Pueblos de España, se habla de la localidad de Menasalbas, se dice: “Pagan, por cada cien ovejas o cabras, una asadura; cuando pasan de esa cantidad pagan dos ovejas una parida y otra vacía; cuando no pasan de veinte no pagan nada”. Además de la vigilancia de caminos y puertos, la Hermandad perseguía, con todos los medios a su alcance, a los incendiarios que ponían en peligro el importante patrimonio apícola, cuya economía era uno de los fundamentos de la institución. Conviene resaltar, y así lo recogen las crónicas de la época, que uno de los gremios cofundadores de la Hermandad era el de los colmeneros, al que preocupaba el cuidado del manto vegetal aprovechable por las abejas. De ahí que otro ingreso, aunque de menor importancia, era el pago que colmeneros debían hacer, siempre dependiendo del número de colmenas.

Aunque la dedicación de la Hermandad, la reinserción social y los perdones reales por los servicios de armas prestados como mercenarios, hicieron disminuir la delictiva actividad de los golfines, todavía en 1832, el Diccionario Geográfico Universal hace una referencia, realista y poética a partes iguales, de la pedanía de Las Navillas: “Aldea de 12 vecinos, parroquia de Menasalbas, de la que dista dos leguas, provincia y arzobispado de Toledo. Situada en el gran valle que forma el puerto Marchez (sic), que es de los más frecuentados de esta sierra, por dar paso al camino que, desde Toledo, se dirige a Andalucía y Extremadura, cuya situación requiere una población más numerosa, por ser el puerto uno de los más expuestos a los malhechores. El terreno que circunda a Las Navillas, está sembrado de gruesísimas moles de piedra berroqueña, cuyas extravagantes formas y posiciones embelesan la vista e imaginación del caminante, haciéndole olvidar, por algunos momentos, sus molestias y privaciones…”

Todo aparentaba estar tan controlado que, el 15 de enero de 1835, se suprimen las hermandades del reino, desapareciendo la Hermandad Vieja de Toledo. Pero no fue así; en 1874, ante el nuevo aumento de los casos de bandolerismo, se declara un estado de excepción en los Montes de Toledo y provincias limítrofes. En 1875 es tal el incremento de actos de bandidaje que, el 9 de julio se reúnen en Menasalbas diecisiete de los alcaldes de las poblaciones de la zona. En esa reunión se crea la llamada Fuerza de Escopeteros de los Montes, cuya financiación ya no era en especie, sino con el pago de una tasa de un real por habitante de cada uno de los pueblos firmantes. Adquirieron fama las bandas de El Castrola, Los Purgaciones, Los Juanillones y la del bandido Moraleda. Todo fue apaciguándose con las ejecuciones de los últimos cabecillas y, sobre todo, al asignar la vigilancia de puertos y caminos a la Guardia Civil, que había sido creada en 1844.

El último día del mes de mayo, día de la celebración del Corpus toledano, después de que las tormentas la pospusieran en varias ocasiones, el caminante aprovecha la clara concedida por un mes borrascoso para hacer realidad la visita a tan renombrado lugar. Como era previsible, el transporte público existente no llega al lugar de inicio del recorrido, por lo que, de nuevo, se ve obligado a depender de la máquina infernal.

Quizá por aquello de la proximidad, o tal vez por intereses administrativos, resulta un tanto extraño llegar a Las Navillas desde San Pablo de los Montes, y no desde Menasalbas, de la que aquella es pedanía. El lugar, que ya aparece en algunos documentos del siglo XVII, podría tener su origen en un descansadero de la Mesta, última parada de los rebaños antes de superar el cordal de los Montes de Toledo. Ante el presentimiento de que el sol calentará durante las horas centrales del día, deja la máquina infernal bajo la cerrada sombra de una morera. Vuelve el caminante hasta el lugar donde la carretera entra en el caserío, desde donde un amplio camino terrizo enfila, siempre hacia en SO, con dirección a la cadena montañosa. Un camino que avanza sobre las noventa varas, fielmente respetadas, de la cañada Real Segoviana.


Por la margen derecha de la cañada, alejada del camino principal, una vereda se abre paso entre gamones y cantuesos hasta llegar al robledal. Bien marcada sobre el pradal, la vereda lleva al caminante hasta la orilla del arroyo Marchés, cuyas claras aguas tienen su origen en las proximidades del puerto del mismo nombre. Bajo el bosque de ribera, con los rayos del sol perdidos sobre las copas, comienza un gratificante recorrido donde, admitida de la supremacía del roble, también medran fresnos, majuelos, quejigos, arces de Montpellier, cerezos…, y algunos otros que el caminante lamenta no conocer. Tras vadear el arroyo en varias ocasiones, el caminante abandona tan grata compañía ochocientos metros antes del puerto.









Varios son los caminos que convergen en Puerto Marchés; tantos que el caminante, aún consultando los mapas, pierde la noción de sus destinos y orígenes. Lo que sí tiene claro es que ninguno de ellos será el que siga cuando abandone el lugar. Hacia el saliente, difuminada sobre un cortafuego, al que la vegetación está haciendo perder su condición de tal, una senda se eleva hacia la cima del cordal de Las Majadillas. Antes abandonar tan histórico lugar, toma nota de la explicación contenida en un cartelón informativo, que abunda en lo señalado anteriormente en relación con los bandoleros y salteadores de caminos, y que por su curiosa información merece ser transcrita: “[…a finales del siglo XII, aparecieron los golfines, que al amparo del monte cometieron toda clase de fechorías…] [El puerto fue el lugar donde se celebraban los juicios…]  [Únicamente el hombre, en pleno uso de sus facultades, fue quién supo instalar en su mismo centro un lugar para el patíbulo…] […después de celebrar una suculenta comida, los reos eran atados a los árboles, o colgados de ellos, para ser asaeteados…] [Terminado el ajusticiamiento los dejaban allí para servir de comida a las aves de rapiña. Pasado algún tiempo, cuando los huesos caían al suelo, se depositaban en el arca, osario de forma cuadrada, de tres metros de lado, que estaba ubicado en las inmediaciones del puerto…]”


A mitad de la ascensión, sobre una morra rocosa, el caminante vuelve la vista hacia poniente, desde donde se divisa el puerto, bajo el dominio de la imponente silueta de Cerro Vicente. Vuelve a la senda en busca del riscal que conforma la parte más alta del cordal. Entre el laberinto de cuarcitas, el afán del caminante consiste en buscar el lugar idóneo para contemplar el polícromo paisaje de la raña de Cabañeros, y la espejada lamina de agua del embalse Torre de AbrahamEntre un mar de cantuesos y peonías llega a la última cota, desde donde se divisa el tinglado de antenas de una estación de control ambiental. Por la suave ladera, entre jaras, brezos y santolinas, la vereda desciende hasta el puerto del Robledillo. Por el lugar, además de un sinfín de caminos, corre la carretera que comunica San Pablo de los Montes con el balneario de Robledillo y Retuerta del Bullaque. Tras saludar a varios ciclistas, el caminante comienza el descenso por la ladera septentrional de Los Montes. Tras desdeñar una excelente pista y un camino de herradura, se decide por tomar una pedregosa vereda que se adentra en el coscojal con dirección al profundo valle, por donde corre el arroyo de Los Molinos. En quince minutos, vereda y caminante llegan a las instalaciones de los Baños del Sagrario, lugar de recreo a los que ahora, de forma un tanto rimbombante, llaman de turismo activo. Superada la instalación por su parte exterior, el caminante acomete las rampas que suben, en dirección a poniente, por el vallejo del arroyo. Un arroyo cuya corriente ha sido canalizada para dar servicio a las instalaciones y piscina del complejo, pero que en su momento movió la maquinaria de una docena de molinos. Famosos fueron: el de La Rondeña, el del Rubio, el de Valentín, el de Rambaila, el de Heredia, el del Tío Monedas, el de Quijada, el de Pascual y el de Santiago.
















Bajo un imponente robledal, recamado por algunos ejemplares de castaño, la vereda insiste en la subida hasta llegar al collado formado por las laderas de Las Majadillas y la que será la última subida de la jornada: Peña Gorda. Desde el collado, entre una espesa vegetación, no resulta sencillo encontrar la senda que sube hasta la cima. Localizada ésta, su traza recorre el otero desde donde el caminante vuelve a dominar el valle del Marchés. Comienza, entonces, el descenso por la margen izquierda del arroyo de La Chaparra, que, entre un frondoso coscojal, lo llevará hasta el fondo del valle, por donde corren, a la par, camino y cañada real.







Por el camino, el caminante retrocede unos metros hasta llegar al sugerente lugar donde se encuentra la fuente de La Canaleja, manadero de salutíferas aguas conocido, y reconocido, por todas las poblaciones de los alrededores. Es el lugar perfecto para refrescarse, reponer agua y terminar con el abasto. Por delante, sólo queda recorrer algo más de media legua hasta llegar a Las Navillas. Un recorrido entre berruecos, vistosas encinas, añosos robles, centenarios fresnos e imponentes quejigos, que le hacen recordar lo atinado de la referencia que el Diccionario Geográfico Universal hace del sitio: “El terreno que circunda a Las Navillas, está sembrado de gruesísimas moles de piedra berroqueña, cuyas extravagantes formas y posiciones embelesan la vista e imaginación del caminante, haciéndole olvidar, por algunos momentos, sus molestias y privaciones…”












De nuevo en el caserío, antes de sacar la máquina infernal de la sombra de la morera, el caminante visita la pequeña iglesia del lugar, que a esa hora se encuentra cerrada. De escaso valor arquitectónico, su mérito destacable es el de guardar una imagen de la Virgen, dizque románica, y del siglo XII, que el caminante debe conformarse con ver a través de uno de los ventanucos de la puerta.


DOR