Al saliente de la
Sierra de Gredos, en el tramo que va desde el puerto de Lagarejo al de Mijares,
tres sierras, que bien podrían ser una sola, enhebran sus picos y collados
hacia el NE. Tres sierras cuyo cordal es la divisoria de aguas entre los valles
del Alberche y el Tietar, y que, a su vez, sirven para separar los términos
municipales de Pedro Bernardo, Gavilanes y Mijares, en la parte meridional, y Serranillos
y Navarrevisca en la septentrional. Tres sierras que, para hacer más sencillo
el recuerdo de sus nombres, cada una de ellas toma el nombre de una de sus
alturas prominentes: El Cabezo, La Centenera y El Artuñero.
Ya el 13 de
septiembre de 2014, en una inolvidable jornada, el caminante subió al cordal
por la ladera meridional. Desde el área recreativa del Horcajo, a medio camino
entre la población de Mijares y el puerto del mismo nombre, inició un interesante
trayecto por el verde rabioso de los prados de la ladera de La Centenera, hasta
llegar al Collado de los Pozos. Desde el collado, siempre hacia el NE, recorrió
el cordal de las sierras de La Centenera y El Artuñero , dejando a su espalda
las cumbres que componen la Sierra del Cabezo. Aquel día, cuando en el Puerto
de Mijares revisó los mapas de la zona, se fijó la tarea de volver. Casi cuatro
años después, con la lógica merma de fuerzas pero con la ilusión intacta, ha
llegado el momento de completar aquella visita.
En el segundo
jueves del mes de junio, a una semana justa de la terminación de una primavera
borrascosa, el caminante, a lomos de la máquina infernal, se dirige hacia la
población abulense de Serranillos. Abandona las tierras madrileñas por el
término municipal de San Martín de Valdeiglesias, para entrar en el valle del
Alberche por el embalse del Burguillo. Tras cruzarlo por el puente de La
Gaznata, al que, en paralelo, le están construyendo una versión más
actualizada, la carretera que va a Ávila comienza a alejarse de la lámina del
agua. Abandona ésta en el quilómetro 103, para tomar la que lleva a Navaluenga,
cuya traza vuelve a arrimarse a la ribera septentrional del embalse. La citada
Navaluenga, Burgohondo, Navarrevisca y, por fin, Serranillos, donde es día de
mercadillo y un buhonero, bien pertrechado de toda suerte de mercaderías,
atiende a la parroquia. Al otro lado de la carretera, en un lugar de previsible
sombra vespertina, estaciona la máquina infernal.
Tras doscientos
metros por el asfalto, pasada la elevada ermita de San Pedro, un vial
encementado se descuelga, por la izquierda, en busca de la corriente de la
Garganta del Puerto de San Esteban. Cruzado el pontón, el cemento termina al
tiempo que lo hacen los viejos muros de piedra, que guardan prados y huertos.
Sale el camino al valle de otro curso de agua: la Garganta del Puerto de Pedro
Bernardo, cuyo sordo murmullo acompañará al caminante hasta el piedemonte del
Risco de Miravalles. Hora y media de moderado esfuerzo y constante subida hasta
el Puerto de Lagarejo, que servirá de preámbulo para lo que a continuación
llegará. Antes de comenzar la ascensión al risco, el caminante se asoma a la
parte meridional de puerto, por donde se pierden las profundas barranqueras de
la Garganta Eliza, ya en el término municipal de Pedro Bernardo. Sin duda un
paisaje sorprendente.
Vuelve el
caminante a la llanada del collado, desde donde, sin anestesia, comienza la
subida. Aunque no resulta fácil dado lo pedregoso del terreno, procura seguir los hitos que señalan el
ascenso por la ladera. Una ascensión que, en algunos de sus tramos, supera
desniveles del 40%, y que saca los colores al caminante. Antes de perderse
entre los riscos, hace una parada para sosegar la respiración. Vuelve su mirada
al puerto para entender la idoneidad del nombre del riscal: Miravalles. Es una
tierra recia, áspera, inhóspita, donde la vegetación de porte alto es un lujo que
sólo, en contados tramos, se permiten los sotos de los vallejos.
Superado el
esfuerzo, cuando pasan ocho metros de los dos mil, el primer tramo del cordal
se manifiesta parejo y andadero. Al frente, sobre el mar de piornos, se eleva
el conjunto rocoso formado por el Cerro del Cabezo, que pertenece al municipio
de Gavilanes, y La Picota, agudo crestón que lo es del de Serranillos. Según
refieren las crónicas, sobre la ladera rocosa de La Picota, cayó, el 8 de
diciembre de 1936, el junkers JU-52 tripulado por el teniente Liegnitz, el
alférez Hornschuh, el sargento Ullmann y el cabo primero Seitz. Los lugareños
aseguran que todavía se pueden encontrar restos de aquel derribo. El caminante
se asoma a tan grandioso balcón, pero sólo encuentra la imagen de Serranillos
en el fondo del valle. Vuelve a la senda que, entre las rocas, se encarama
sobre la cima del Cerro del Cabezo, la más alta del cordal de las tres sierras.
A falta de vértice geodésico oficial, los gavilaniegos han señalizado la
cúspide con la representación metálica del escudo de la población, sobre la que
descansa una rapaz, que se supone será un gavilán. En la figura corrigen al
IGN: lo renombran como Cabezo de Gavilanes, quizá para diferenciarlo de otro
Cabezo que se encuentra más adelante, y modifican su altura dejándola en 2189
metros, dos metros menos que los 2191 oficiales.
Ahora, la
panorámica del camino que aún queda resulta estremecedora. Un quebrado canchal
se interpone entre el caminante y el siguiente objetivo, que no es otro que los
2187 metros de la cima del Cabezo. Extremando el cuidado, lo que aumentará el
tiempo de recorrido, ataca el canchal por su parte septentrional hasta llegar
al piornal del Collado de los Niños. Después la pedregosa cresta del Cerro del
Tambor, para, enseguida, llegar al imponente hito que, a falta del oficial,
abatido por los vándalos, hace las veces de vértice geodésico. Termina aquí el
recorrido por la Sierra del Cabezo, a la que, puesto que son dos, no hubiera
resultado impropio nombrar como la de los Cabezos. Al SO queda el impresionante
paisaje que dibuja el cordal recorrido; hacia el NE, entre el piornal, el
camino a recorrer que, en apariencia, parece más hacedero que anterior, y que
ya es la Sierra de la Centenera.
En un continuo ir
y venir, en busca de las trochas por las que avanzar, no resulta sencillo
caminar entre los piornos, muy crecidos a causa de tan lluviosa primavera. Tras
el paso por la redondeada cima de La Centenera, el Collado de la Cumbre resulta
un tramo de descanso para el caminante. Más allá, se distinguen los grandes
hitos que coronan la cima de la última dificultad de la jornada: Cabeza Santa.
Los hitos, con su curiosa colocación, le parecieron, hace cuatro años, y
vuelven a hacerlo ahora, los estertores de una grandiosa partida de ajedrez, en
la que sobreviven los últimos trebejos sobre el tablero. Tan grandioso miradero
será el lugar elegido para terminar con las provisiones.
Tras el merecido
descanso y aligerada la mochila, el siguiente afán será encontrar el camino de
descenso hasta el valle. Casi coincidente con la raya que separa los términos
de Serranillos y Navarrevisca, un viejo muro de mampuestos desciende por la
ladera. Una buena opción, si no fuera porque toda su traza se encuentra rodeada
de piornos, y el caminante ya está estragado del olor dulzón de sus flores. Como
continuación del anterior, un nuevo muro, que separa los términos de
Navarrevisca y Mijares, baja hasta el collado que antecede al los riscales de
La Peluca, donde un macho montés vigila expectante los movimientos del intruso.
Desde el collado, por el vallejo del arroyo Peluca, comienza un descenso que,
tras un tramo de piornos, recorre los verdes pastizales de la ribera del
arroyo. Aún así, se trata de un bregado descenso, recompensado por el frescor y
murmullo de la corriente.
Una vez en el
valle, con la imagen de la población en el horizonte próximo, y cuando todo indicaba
que serían un par de horas de terreno favorable, el minifundio rural complicara
el recorrido. El caminante, con la poderosa imagen de La Picota siempre a la
siniestra, acaba perdiendo la cuenta de los muros, alambradas, arroyuelos y marjales,
que tiene que salvar hasta llegar al camino que, durante un tramo, corre
paralelo al arroyo de Pedro Maza. Un camino cuya traza va mejorando a medida
que se aproxima al caserío de Serranillos, y que salva la corriente de la
Garganta del Cabezo. Ya en la carretera, una última parada en una fuente de dos
caños, donde el caminante se refresca y repone agua para el viaje de regreso a
La Corte.
En el regreso, nuevamente
la carretera que serpea por la orilla del embalse del Burguillo, al que,
aparentemente, no le cabe un buche más.
DOR
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