jueves, 16 de junio de 2016

PEÑARCÓN

Peña Halcón, conocido igualmente por sus metaplasmos Peñalcón y Peñarcón, es un mogote rocoso de escasa altura que ya aparece, en castellano antiguo, en el Libro de la Montería: Peña Falcón es un buen monte de oso en ivierno, et son las vocerías la una desde el camino del Helipar a Navaserrada; et la otra como va el camino de Navaserrada a Quemada. Et es el armada al Forno del Sotiello. Al caminante, transcurridos siete siglos desde que Alfonso XI de Castilla mandase escribir esas líneas, le resulta gratificante el ejercicio de identificar aquellos nombres en la toponimia de los mapas actuales.

Al saliente de la provincia de Ávila, en la linde con la de Madrid, se encuentra el término municipal de El Hoyo de Pinares. Una vez en el lugar, ante el paisaje que se ofrece a los ojos del visitante, es fácil colegir el porqué de tan definitorio nombre. Un excelente trabajo, realizado hace unos años por la Universidad Politécnica de Madrid, estimaba en más de trescientas noventa mil las hectáreas ocupadas en España por el pino piñonero, lo que, según la FAO, supone más del 75% del área mundial. A tan apabullantes cifras, la provincia de Ávila aporta casi trece mil quinientas hectáreas, de las cuales casi la mitad corresponden al término de El Hoyo.

El caminante, por aquello de poner más aliciente aventurero a la jornada, abandona la prístina idea de seguir la ruta balizada propuesta por el municipio abulense, y que tiene su inicio en el centro de la población. Un oportuno estudio de los mapas lo lleva a comenzar la jornada en terrenos de la provincia de Madrid. A tal efecto, en el intercambiador de Moncloa, toma un autobús que pasa por Valdemaqueda, último municipio de la provincia.

Es Miércoles Santo y se nota. No llega a una docena los viajeros que suben al autobús que enlaza La Corte con algunas de las poblaciones de la Sierra Oeste y que, en un acertado acuerdo interprovincial, llega hasta Cebreros. Varios quilómetros antes de su destino, el caminante, como si hubiese tomado un taxi de setenta plazas, queda como único viajero.

Cuando la zaga del autobús ya es solamente un punto verde que se aleja sobre la carretera, el caminante abandona la civilización por la última calle de Valdemaqueda. Hacia poniente, abandona el asfalto y, con el pinar como dueño y señor del terreno, toma una primera bifurcación hasta encontrar una senda, poco transitada, que se abre paso entre la espesa vegetación de la ladera. Sin perder el rumbo, cruza un primer camino de mejor traza hasta llegar a la pista que baja paralela a la límpida corriente del Arroyo de la Hoz. En ese punto, estar en Madrid o en Ávila solo depende de pasar de un lado al otro del puente que salva el arroyo. En el umbroso lugar, bajo los cenicientos cortados del Risco del Águila, recapitula sobre el tramo recorrido y, sobre todo, se inquieta ante la dificultad que presenta la escabrosa margen derecha del arroyo, por la que tiene que continuar.





Durante dos centenares de metros, avanza a contracorriente en busca de una senda que, marcada sobre el mapa de forma nítida, debería sacarlo del agobiante fondo del valle. Pero el sendero, que en otro tiempo pudo ser paso habitual de andarines y viajeros, se ha vuelto invisible bajo la abundante vegetación de la ribera. El espeso jaral y el lacerante ramaje de los enebros, ponen a prueba la tenacidad del caminante, que emplea más de media hora en un trayecto de novecientos metros. Con tesón, procurando no perder de vista la referencia inconfundible de la cima de La Cabreruela, llega a un primer carril que le servirá como referencia y constatación de que no ha perdido el camino correcto. Como premio a su constancia, la naturaleza, hostil con anterioridad, ahora se muestra amable y acogedora. Gradualmente, va desapareciendo la vegetación de porte bajo, dejando paso a un terreno más andadero donde, para solaz del caminante, el pino piñonero es el rey.



Ahora, entre verdes praderías en las que pastan las vacas avileñas, un marcado carril facilita el camino hasta la ladera oriental de Peñarcón. Junto a un añoso encerradero de ganado comienza un estimulador recorrido que, sorteando pinos y bolos graníticos, va upando al caminante por el único lugar por donde se puede llegar a la cima. Llega la senda a una zona de grandes piedras, donde la subida resultaría embarazosa si no fuese por las sirgas y peldaños metálicos que la municipalidad, para evitar inoportunos contratiempos, instaló con criterio acertado. Nunca novecientos setenta y ocho metros dieron tanto jugo paisajístico; y en pocos lugares, desde tan escasa altura, se ofrecieron vistas más interesantes que las que desde aquí se disfrutan. Sobre la minúscula meseta que forman los peñascos de la cima, con el río Sotillo (Sotiello en Libro de la Montería) en el fondo de los verticales voladeros de la ladera de poniente, el panorama resulta sorprendente. Un verde océano de esbeltos pinos piñoneros, con el único contrapunto del lejano caserío de El Hoyo, rodea la soledad del risco.












Tras el espectáculo, vuelve el caminante a los cables de acero y los estribos metálicos que facilitan la bajada. En busca del río, comienza el descenso por la herbosa ladera. Si gratificante fue el recorrido aéreo, no se queda atrás el que ahora comienza. Procurando no perder la cercanía del agua, en un continuo subir y bajar, avanza por la margen izquierda de la corriente. Junto a la orilla, como recuerdo de quehaceres por desgracia olvidados, se suceden las praderas de lo que en otro tiempo fueron feraces huertos ribereños. Después de media legua de sosegado paseo, llega el caminante al lugar donde tiene que cambiar el rumbo. Sobre las blancas espumas de un rabión, una mixtura de piedra y madera conforman un rústico pasadero al que un cartel de madera, grabado a fuego, identifica como Puente del Tío Fabi. Por la otra orilla, ahora a contracorriente, el caminante vuelve a las trochas de animales y sendas de pescadores. Otra vez los arruinados muros de los huertos que nunca volverán a ser lo que fueron; de nuevo las verdes orillas, las rocas bruñidas por la incansable corriente y, sobre todo, la grandiosa omnipresencia de los pinos.








Poco a poco va asomando la rocosa cima de Peñarcón. El riscal, sobre el que el caminante se deleitó un par de horas atrás, aparece ahora como un objetivo de imposible alcance. Bajo su poderosa influencia llega a un idílico lugar donde el Sotillo se encajona entre las pendientes laderas, y que, en sonora denominación, recibe el nombre de Hoya de Martisastre. Y es justo en ese lugar donde, para continuar la ruta, tiene que volver a cruzar el riachuelo. La indudable complicación de salvar la corriente, queda solventada por el concurso de un pontón, partido en dos tramos, que se asienta sobre las firmes rocas del lecho del río. En tan plácido lugar, junto a la rumorosa corriente, acaba con las últimas provisiones. El reparador descanso dispone al caminante para afrontar el último tercio de la ruta. Por la pinosa ladera se aleja de la compañía del río, en busca del punto donde inició la subida a Peñarcón. Desde allí, desdeñando todos los excelentes caminos que lo llevarían hasta la carretera, se aventura por sendas menos transitadas, e incluso perdidas. Ahora, cuando, para no extraviarse en aquel mar de pinos, solamente sirve la brújula para llegar a la provincia de Madrid, se topa con una cerca de alambre que le impide continuar. Extrañado, pues no tiene noción de haber entrado en ningún lugar acotado, tras echar la mochila al otro lado, supera el obstáculo pasando por debajo de los pinchudos alambres. Es en ese lugar donde, por desgracia, se acaba la aventura. Solamente queda seguir el camino que, paralelo a la carretera, entra en Valdemaqueda por el mismo lugar donde inició la jornada.









Durante la tediosa espera del autobús, pega la hebra con un catalán cuya mayor gloria, según confesión propia, es haber vivido y trabajado durante cuarenta años en Madrid.

-          Y ahora, después de la jubilación, he venido a vivir a este pueblo para descansar y para que se me quite la polilla.

Y tenía razón. Con el sol escondido tras las copas de los pinos, una heladora brisa comienza a bajar desde el Cerro de Santa Catalina. Al caminante, que había pasado gran parte de la jornada en mangas de camisa, no le queda más remedio que echar mano de la ropa de abrigo. En ese momento, en la lejanía, aparece el autobús que lo llevará hasta La Corte. 

DOR