Peña Halcón, conocido igualmente por sus
metaplasmos Peñalcón y Peñarcón, es un mogote rocoso de escasa altura que ya
aparece, en castellano antiguo, en el Libro de la Montería: Peña Falcón es un buen monte de oso en
ivierno, et son las vocerías la una desde el camino del Helipar a Navaserrada;
et la otra como va el camino de Navaserrada a Quemada. Et es el armada al Forno
del Sotiello. Al caminante, transcurridos siete siglos desde que Alfonso XI
de Castilla mandase escribir esas líneas, le resulta gratificante el ejercicio
de identificar aquellos nombres en la toponimia de los mapas actuales.
Al saliente de la provincia de Ávila, en la linde
con la de Madrid, se encuentra el término municipal de El Hoyo de Pinares. Una
vez en el lugar, ante el paisaje que se ofrece a los ojos del visitante, es
fácil colegir el porqué de tan definitorio nombre. Un excelente trabajo,
realizado hace unos años por la Universidad Politécnica de Madrid, estimaba en
más de trescientas noventa mil las hectáreas ocupadas en España por el pino
piñonero, lo que, según la FAO, supone más del 75% del área mundial. A tan
apabullantes cifras, la provincia de Ávila aporta casi trece mil quinientas hectáreas,
de las cuales casi la mitad corresponden al término de El Hoyo.
El caminante, por aquello de poner más aliciente
aventurero a la jornada, abandona la prístina idea de seguir la ruta balizada
propuesta por el municipio abulense, y que tiene su inicio en el centro de la
población. Un oportuno estudio de los mapas lo lleva a comenzar la jornada en
terrenos de la provincia de Madrid. A tal efecto, en el intercambiador de
Moncloa, toma un autobús que pasa por Valdemaqueda, último municipio de la
provincia.
Es Miércoles Santo y se nota. No llega a una
docena los viajeros que suben al autobús que enlaza La Corte con algunas de las
poblaciones de la Sierra Oeste y que, en un acertado acuerdo interprovincial,
llega hasta Cebreros. Varios quilómetros antes de su destino, el caminante,
como si hubiese tomado un taxi de setenta plazas, queda como único viajero.
Cuando la zaga del autobús ya es solamente un
punto verde que se aleja sobre la carretera, el caminante abandona la
civilización por la última calle de Valdemaqueda. Hacia poniente, abandona el
asfalto y, con el pinar como dueño y señor del terreno, toma una primera
bifurcación hasta encontrar una senda, poco transitada, que se abre paso entre
la espesa vegetación de la ladera. Sin perder el rumbo, cruza un primer camino
de mejor traza hasta llegar a la pista que baja paralela a la límpida corriente
del Arroyo de la Hoz. En ese punto, estar en Madrid o en Ávila solo depende de
pasar de un lado al otro del puente que salva el arroyo. En el umbroso lugar,
bajo los cenicientos cortados del Risco del Águila, recapitula sobre el tramo recorrido
y, sobre todo, se inquieta ante la dificultad que presenta la escabrosa margen
derecha del arroyo, por la que tiene que continuar.
Durante dos centenares de metros, avanza a
contracorriente en busca de una senda que, marcada sobre el mapa de forma
nítida, debería sacarlo del agobiante fondo del valle. Pero el sendero, que en
otro tiempo pudo ser paso habitual de andarines y viajeros, se ha vuelto
invisible bajo la abundante vegetación de la ribera. El espeso jaral y el
lacerante ramaje de los enebros, ponen a prueba la tenacidad del caminante, que
emplea más de media hora en un trayecto de novecientos metros. Con tesón,
procurando no perder de vista la referencia inconfundible de la cima de La
Cabreruela, llega a un primer carril que le servirá como referencia y
constatación de que no ha perdido el camino correcto. Como premio a su
constancia, la naturaleza, hostil con anterioridad, ahora se muestra amable y
acogedora. Gradualmente, va desapareciendo la vegetación de porte bajo, dejando
paso a un terreno más andadero donde, para solaz del caminante, el pino
piñonero es el rey.
Ahora, entre verdes praderías en las que pastan
las vacas avileñas, un marcado carril facilita el camino hasta la ladera
oriental de Peñarcón. Junto a un añoso encerradero de ganado comienza un
estimulador recorrido que, sorteando pinos y bolos graníticos, va upando al
caminante por el único lugar por donde se puede llegar a la cima. Llega la
senda a una zona de grandes piedras, donde la subida resultaría embarazosa si
no fuese por las sirgas y peldaños metálicos que la municipalidad, para evitar inoportunos
contratiempos, instaló con criterio acertado. Nunca novecientos setenta y ocho
metros dieron tanto jugo paisajístico; y en pocos lugares, desde tan escasa
altura, se ofrecieron vistas más interesantes que las que desde aquí se disfrutan.
Sobre la minúscula meseta que forman los peñascos de la cima, con el río
Sotillo (Sotiello en Libro de la
Montería) en el fondo de los verticales voladeros de la ladera de poniente, el
panorama resulta sorprendente. Un verde océano de esbeltos pinos piñoneros, con
el único contrapunto del lejano caserío de El Hoyo, rodea la soledad del risco.
Tras el espectáculo, vuelve el caminante a los
cables de acero y los estribos metálicos que facilitan la bajada. En busca del
río, comienza el descenso por la herbosa ladera. Si gratificante fue el
recorrido aéreo, no se queda atrás el que ahora comienza. Procurando no perder
la cercanía del agua, en un continuo subir y bajar, avanza por la margen
izquierda de la corriente. Junto a la orilla, como recuerdo de quehaceres por
desgracia olvidados, se suceden las praderas de lo que en otro tiempo fueron
feraces huertos ribereños. Después de media legua de sosegado paseo, llega el
caminante al lugar donde tiene que cambiar el rumbo. Sobre las blancas espumas
de un rabión, una mixtura de piedra y madera conforman un rústico pasadero al
que un cartel de madera, grabado a fuego, identifica como Puente del Tío Fabi.
Por la otra orilla, ahora a contracorriente, el caminante vuelve a las trochas
de animales y sendas de pescadores. Otra vez los arruinados muros de los huertos
que nunca volverán a ser lo que fueron; de nuevo las verdes orillas, las rocas
bruñidas por la incansable corriente y, sobre todo, la grandiosa omnipresencia de
los pinos.
Poco a poco va asomando la rocosa cima de
Peñarcón. El riscal, sobre el que el caminante se deleitó un par de horas
atrás, aparece ahora como un objetivo de imposible alcance. Bajo su poderosa influencia
llega a un idílico lugar donde el Sotillo se encajona entre las pendientes
laderas, y que, en sonora denominación, recibe el nombre de Hoya de Martisastre.
Y es justo en ese lugar donde, para continuar la ruta, tiene que volver a
cruzar el riachuelo. La indudable complicación de salvar la corriente, queda
solventada por el concurso de un pontón, partido en dos tramos, que se asienta
sobre las firmes rocas del lecho del río. En tan plácido lugar, junto a la
rumorosa corriente, acaba con las últimas provisiones. El reparador descanso
dispone al caminante para afrontar el último tercio de la ruta. Por la pinosa
ladera se aleja de la compañía del río, en busca del punto donde inició la
subida a Peñarcón. Desde allí, desdeñando todos los excelentes caminos que lo
llevarían hasta la carretera, se aventura por sendas menos transitadas, e
incluso perdidas. Ahora, cuando, para no extraviarse en aquel mar de pinos,
solamente sirve la brújula para llegar a la provincia de Madrid, se topa con
una cerca de alambre que le impide continuar. Extrañado, pues no tiene noción
de haber entrado en ningún lugar acotado, tras echar la mochila al otro lado,
supera el obstáculo pasando por debajo de los pinchudos alambres. Es en ese
lugar donde, por desgracia, se acaba la aventura. Solamente queda seguir el camino
que, paralelo a la carretera, entra en Valdemaqueda por el mismo lugar donde
inició la jornada.
Durante la tediosa espera del autobús, pega la
hebra con un catalán cuya mayor gloria, según confesión propia, es haber vivido
y trabajado durante cuarenta años en Madrid.
-
Y
ahora, después de la jubilación, he venido a vivir a este pueblo para descansar
y para que se me quite la polilla.
Y tenía razón. Con el sol escondido tras las
copas de los pinos, una heladora brisa comienza a bajar desde el Cerro de Santa
Catalina. Al caminante, que había pasado gran parte de la jornada en mangas de
camisa, no le queda más remedio que echar mano de la ropa de abrigo. En ese
momento, en la lejanía, aparece el autobús que lo llevará hasta La Corte.
DOR
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