jueves, 25 de diciembre de 2014

EL RÍO INVISIBLE

Decididamente no existen rutas menores. Dentro del abanico de recorridos que el caminante, permanentemente, mantiene en disposición, el de hoy, sin explicación especial, siempre se había quedado postergado. Aprovechando que la máquina infernal se encuentra en el herrero, decide que ya es tiempo de comprobar los paisajes que se esconden en una parte de lo que actualmente se conoce como Ruta Imperial, o sea, la que seguía Felipe II en sus viajes de ida o vuelta desde Madrid al Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial. En el día en que celebran su onomástica los que tengan la ventura de llamarse Córdula o Abercio, toma un autobús del Consorcio que en algo más de una hora lo deja en la Plaza del Dos de Mayo de Navalagamella.   

La mañana está fresca. El sol comienza a desperezarse sobre las añosas encinas, y la previsión es que, en este verano a contrapelo que nos han dejado los Santos Arcángeles, la temperatura alcance valores inusuales para estar a escasas fechas del Día de los Santos. Sale del pueblo encajonado entre musgosos muros, por un camino que fue carretero y al que ahora la vegetación ha dejado en angosta vereda. La bondad del sendero le permite distraer su pensamiento con los curiosos topónimos por los que avanza: Las Ánimas, Prado Carrero, El Encinar, La Anastasiona,…


Al salir de los muros, el camino vuelve a tomar una traza más amplia y cruza una pista que coincide con la soterrada conducción de agua Picadas-Valmayor. Tras media hora de onduloso caminar entre chaparros y enebros, una valla metálica y numerosos carteles, advirtiendo del peligro de voladuras controladas, indican al caminante que está llegando a la cantera a cielo abierto que aparece en los mapas. Con la precaución que le produce el vértigo, se asoma a la inmensa herida abierta en el terreno. El ensordecedor ruido de la maquinaria será el molesto compañero hasta llegar a la carretera de Quijorna. El caminante, que durante el recorrido no ha entrado en propiedad privada alguna, por uno de esos misterios de difícil explicación, al llegar a la carretera, se encuentra una valla de alambre cerrada con una cancela metálica que no tiene más remedio que saltar.


La distancia ha apagado el ruidoso trajinar de la cantera. Siempre hacia el saliente, el camino avanza en dirección al río Perales, hasta llegar a un cerradísimo meandro justo en el lugar que responde al acertado topónimo de La Retuerta. Desde la altura del barranco el río se escucha pero no se ve. La cerrada vegetación lo mantiene invisible. La pronunciada pendiente obliga al caminante a buscar la manera más cómoda de bajar hasta el cauce. Una vez en él, avanza sobre el húmedo herbazal de la orilla derecha. Sigue escuchando el rumor de la escondida corriente discurriendo hacia el mediodía. El caminante, tenaz en la porfía, procura no apartarse de la orilla, lo que conlleva una paciente lucha contra los pinchudos zarzales. Su perseverancia para no apartarse de la corriente queda recompensada cuando, de vez en cuando, fresnos, zarzamoras y cornicabras, abren el tupido bosque de galería y dejan el río a la descubierta.





En uno de esos claros, cuando el río comienza a enriscarse, aparece una de las sorpresas del día. Ninguno de los mapas manejados por el caminante señala su existencia, pero allí está. Con una rehabilitación más que aceptable, el puente del Pasadero lleva en aquel encajonamiento del Perales desde que los musulmanes lo construyeran como parte del camino que unía Talamanca del Jarama con el valle del Tietar. Río arriba, casi engullidos por la vegetación, comienzan a aparecer los restos de lo que en su momento fue una floreciente actividad de temporada: los molinos harineros movidos por la fuerza de la corriente. Aunque se resiste, el caminante tiene que abandonar la orilla del río. Ahora no es la vegetación, sino la valla de una finca particular la que le obliga a dar un rodeo hasta la presa de Cerro Alarcón.



Vuelve a las aguas del Perales, ahora represadas en el embalse. Una senda de pescadores bordea la orilla, hasta que el agua vuelve a hacerse río. Es entonces cuando el paisaje aparece en todo su esplendor; desaparece la cerrada vegetación y la corriente discurre por un terreno rocoso que hace que el agua se torne cristalina y bullidora. Durante más de una legua, el caminante, en un continuo disfrute, avanza a contracorriente. Sube, baja, busca los pasos ocultos entre la rocas, procurando no separase de la orilla. En su camino, arrimados a la corriente, encuentra los restos de algunos molinos, cuyos recios cubos de piedra siguen dejando constancia de la actividad perdida y que, según la información del municipio, fueron cinco: el Molino Alto, el de Baltasar, el Serrano y el del Real Monasterio, todos ellos de una sola piedra, y el de Navacerrada de dos piedras.











Cuando la colada que sigue el río se encuentra con la Cañada Real Leonesa, llega el momento de abandonar el rumbo norte que hasta ahora traía el caminante. En ese cuadrivio se encuentran los arruinados restos del puente medieval que salvaba la corriente, y del que solamente quedan, como testigos mudos de su perdida importancia, los arranques de los dos pequeños arcos que conformaban su fábrica. Entre centenarias encinas y, sobre todo, entre enebros de gran porte, avanza por la Cañada hasta un hondón sombreado de fresnos donde descansa durante media hora. Antes de entrar en Navalagamella, el animoso caminante aún tiene arrestos para realizar un acercamiento hasta la zona donde todavía se conservan algunos restos de la Guerra Civil.






A la hora prevista llega el autobús que viene de Colmenar del Arroyo y que, en algo más de una hora y tras un maratón de pueblos serranos, llevará al caminante hasta la Corte. 

DOR

miércoles, 26 de noviembre de 2014

EL CAÑÓN DEL MESA

-          Puede beber el agua del río.

Al caminante, al escuchar la sugerencia, se le debió quedar tal cara de desconcierto que el lugareño, ya entrado en años, recalcó:

-          Puede beberla, no está contaminada.

El cansancio acumulado durante la jornada no le permite cavilar con presteza. Por un momento queda pensativo observando el lento caminar de aquel buen hombre, alejándose hacia la plaza. El caminante, que ha visto el resurgimiento del río Mesa a la altura de la ermita de San Pascual Bailón, y ha acompañado su discurrir hasta el pueblo, regresa al puente para volver a observar la corriente. No puede decirse que sea un río turbio, pero no tiene la cristalina claridad de un arroyo de montaña. Definitivamente, mientras en el reloj de la iglesia suenan las campanadas de las seis de la tarde, resuelve no hacer caso a la proposición, y decide beber y hacer sus abluciones en una fuente de cuatro caños, que se encuentra un par de metros por debajo del nivel de la carretera.


El río Mesa tiene la particularidad, compartida con el río Piedra del que es afluente, de nacer en la provincia de Guadalajara y, por causa de la orogénesis, desdeñar su muerte en la cuenca del Tajo y hacerlo en el Jalón, tributario del Ebro. Ambos discurren por terrenos calizos, conteniendo sus aguas una elevada concentración de carbonato cálcico. El Mesa, de caudal irregular durante el verano, lleva miles de años apareciendo y desapareciendo a su antojo, labrando cañones y hoces sobre aquellos terrenos calcáreos. El caminante, en una extensa jornada, va a recorrer parte de esos escarpados cañones.

Llega a Mochales, en el tercer día del mes de octubre, tras atravesar un océano de sabinas. Estaciona la máquina infernal en la soledad de la inmensa plaza, en la que se conjugan todos los poderes fácticos del municipio: el religioso, en la forma de la iglesia de la Virgen de los Remedios; un ruinoso edificio, en cuyo balcón ondea la bandera nacional, y que el caminante entiende representa el poder municipal; el verdoso frontón, en el centro de la plaza, representación del poder popular; y sobresaliendo por encima de todos ellos, en lo alto del otero, los últimos sillares de lo que fue un castillo roquero propiedad del poder feudal. La plaza está dedicada a la memoria de Antonio Alba, alcalde de la localidad que fue ahorcado por las tropas francesas, acusado de suministrar bastimentos a la Junta de Defensa de Molina de Aragón.


Decir que se sale o entra a Mochales por un barranco resulta, a la vez, obvio y redundante. Su situación a la orilla del río y rodeada de cerros, obliga a los mochaleros a buscar la salida aprovechando los barrancos que rodean a la población. Por uno de ellos, el de los Moledores, inicia el caminante su andadura. Un minúsculo San Cristóbal enrejado en la picota de un sencillo humilladero, que aquí, en el Señorío de Molina, se conoce como pairón, despide al caminante. Orillada al camino la pertinaz rivalidad entre sabinas y nogueras, siendo estas últimas, abandonadas por sus dueños, las que van perdiendo la batalla por el terreno. Avanza por el que en los antiguos mapas figura como camino de Mochales a Amayas, hasta que llega a un sólido muro de contención construido para controlar imprevistas avenidas del barranco. En ese momento abandona el camino y toma una senda que va ganando altura a la vera de una arroyada. Sale de la barranquera por unos labrantíos resguardados en las faldas de dos cerros simétricos, y avanza unos metros más hasta llegar a un lugar desde el que se divisa la ermita de Santa Bárbara, perteneciente al municipio de Amayas.



El caminante, un tanto tibio en lo religioso, entiende el miedo atávico hacia las tormentas y comprende que, desde antiguo, el hombre haya buscado protección ante sus devastadores efectos. Para hacerse una idea del terreno protegido por el manto protector de la santa, sube, campo a través, hasta la sencilla ermita para recrearse en la visión del inmenso sabinar. Por la ladera opuesta a la de subida, ahora por el camino natural, baja hasta la carretera. Al otro lado del asfalto se inicia un ancho camino al que, un par de máquinas, están dejando como una pista de aterrizaje. Afortunadamente, cuando comienza a estar harto de tanta lisura, su camino se desvía hacia unas viejas corralizas. Junto a ellas, una vieja construcción para albergar ganado llama su atención. La rústica cubierta de troncos y ramas queda sustentada por un muro de altura variable, y por el seco tronco de una recia sabina que sirve como pilar central.



El camino termina en el lugar donde se encuentra el último corral. Ahora, el caminante tiene que avanzar por el campo abierto hasta llegar a un barranco que, de seguirlo, lo llevaría hasta el río. Pero ese no es su camino. Cruza el barranco por el lugar más practicable, en busca de la ancha pista que bordea el cañón del Mesa por su parte aérea. Al llegar a Peñacova, como si la pista tuviese miedo de los hondos barrancos, se distancia del cañón para llegar, ya entre labrantíos, hasta la población de Anchuela del Campo. Llega a Anchuela al mismo tiempo que las nubes. Es algo más de mediodía y el único atisbo de vida que encuentra es el de unos operarios reparando la cubierta de un viejo caserón. Le hubiera gustado ruar por sus calles, pero aún le quedan casi tres leguas de camino, y desconociendo las dificultades que puede encontrar en el cañón, prefiere ganar tiempo y pasar de largo.




Tras dejar a la siniestra la sólida iglesia de San Miguel, el caminante busca el barranco del arroyo Concha. Durante el descenso, las paredes del barranco van tomando altura y el camino batalla con el seco arroyo cruzándolo en varias ocasiones. Tras media hora de agradable paseo, el caminante llega al río Mesa, cuya exigua corriente vadea en un par de ocasiones hasta llegar a las ruinas de un antiguo molino harinero que, según las crónicas, funcionó hasta mediados del siglo XX. En sus inmediaciones, como si se hubiera producido un sortilegio, la escasa corriente del río desaparece entre las rocas kársticas del fondo del cañón. El caminante avanza a favor de la desaparecida corriente, siguiendo las marcas blancas y rojas del GR-66 y las blancas y azules de una senda local.





Al dejar atrás las ruinas de un segundo molino, llega a una zona de hoces angostas y pronunciadas, donde parece que el camino va a quedarse cortado en alguna de aquellas paredes verticales. Llega a un punto en que el río, encajonado entre los cortados, pierde las orillas. La señalización, ante la imposibilidad de seguir en las épocas en las que el río lleva agua, comienza a elevarse sobre el cañón. El caminante se detiene durante unos instantes con objeto de solventar la duda que le produce la nueva situación. Lo seguro: continuar siguiendo las marcas del GR; lo aventurado: arriesgarse a continuar por el profundo cañón, caminando sobre las albas piedras del seco cauce. Aún sopesando la posibilidad de que, más adelante, la corriente volviera a aparecer dificultando la marcha, el caminante no lo duda y elige la opción más comprometida.



Avanza con precaución, salvando los troncos y la maleza arrastrados durante la crecida de la pasada primavera. El profundo silencio, solamente roto por el sordo y pesado alear de los asustadizos buitres elevándose hacia el cielo, hace recordar al caminante el impagable oxímoron incluido en un verso de San Juan de la Cruz: la música callada / la soledad sonora.         


Ha tenido suerte. Ha podido salir de las hoces sin encontrarse con el agua. Es en ese punto donde se reencuentra con las marcas del GR que abandonó media legua atrás, y que ahora vuelven a la orilla del río. El cañón se ensancha un tanto al llegar al Tormo Melero. El Tormo de Mochales, que también se conoce por este nombre, es una formación rocosa, a la que la erosión ha modelado de forma curiosa. Bajo su ojo de cíclope, la huella del hombre vuelve a hacerse presente. Vuelven las nogueras y, adosado a su base, un curioso abejar cuyo zumbido se escucha varios metros a la redonda. A cierta distancia, el caminante hace la parada de la comida bajo la tamizada sombra de una vieja sabina. Esta vez el menú habitual se completa con algunas nueces que parece ya nadie cosecha, y con las moras de los zarzales que se ofrecen a ambos lados del camino carretero que ahora se inicia.







El camino vadea el río en varias ocasiones. Para cruzarlo en la época que lleva agua, el municipio colocó unas pesadas pasaderas de roca caliza, que la fuerza de la corriente se ha encargado de desperdigar por el cauce. Los altos paredones calcáreos se van alejando del río y las tierras de labor van ganando terreno a los eriazos. Pero aún, en la distancia, es posible disfrutar del verde paisaje, con el contrapunto de las rojizas manchas de los arces de Montpelier en su fase otoñal. Como quedó dicho, a la altura de la ermita de San Pascual, el Mesa aflora de nuevo, y el camino, orillado al río, entra en Mochales entre huertos y girasoles.






Durante el regreso a la Corte, el caminante, ahora sobre la máquina infernal, recuerda la placa adosada a uno de los muros de la iglesia, en la que se rinde homenaje al alcalde Antonio Alba. Y se imagina el escenario: unos fantoches, de brillantes corazas y embetunadas botas, que habían hecho una revolución para librarse de un poder absoluto, obligando, por la fuerza, a varias naciones europeas, entre ellas España, a asumir un poder absoluto. En su esfuerzo por emular a aquellos revolucionarios, que envolvían el pescado con las hojas de los incunables de las abadías y catedrales, no dudaron en asesinar, saquear y destruir. Pero nunca pensaron en que encontrarían gentes como el valiente alcalde mochalero homenajeado, con toda justicia, por sus paisanos.    

DOR


martes, 21 de octubre de 2014

LAS SIERRAS DE LA CENTENERA Y DEL ARTUÑERO

El caminante, cuando se cumplen algo más de dos años desde que conoció el lugar, cumple la promesa que se hizo en aquel momento: volver para perderse en la agreste soledad de aquellos paisajes. Fue en junio de 2012 cuando, en compañía de otros catorce orates, hizo una primera aproximación desde Mijares. Si en aquella ocasión la ruta nunca rebasó la cota 1400, ahora se trataba de trataba de caminar sobre los cordales de las sierras de la Centenera y del Artuñero. Los insensatos de entonces, ahora con un criterio más prosaico y quizá más acertado, han recuperado la cordura y prefieren darse un chute proteínico -chuletillas, panceta y patatas al calderillo- bajo las frescas sombras del área recreativa del Horcajo. Tras algunas jornadas de duda sobre la decisión a tomar, el caminante, que siempre ha entendido que hay que comer para vivir y no lo contrario, se decide por aceptar el reto que en su momento le propusieron aquellos altivos picos, y se lanza a la aventura.

Llega al área recreativa a primera hora de la mañana. Antes ha recorrido una estrecha y sinuosa carretera, con las cunetas recamadas de alcornoques, cuyos rojizos troncos recién pelados refulgen bajo los primeros rayos del sol, haciendo un extraño contraste con los verdes erizos de los castaños. Nadie ha llegado todavía. Mientras prepara la impedimenta solamente escucha el sordo susurro del arroyo que se descuelga desde las faldas del Artuñero.  

De la cuarta curva del camino de tierra que se inicia junto al área recreativa, sale una desdibujada senda que, con dirección hacia poniente, inicia un recorrido ascendente. Con la cuerda de la sierra siempre a manderecha, la vereda se abre camino entre las sombras del pinar, hasta que, después de una media hora, abandona la vegetación de porte alto para salir a la luminosa claridad de canchales, escobas y piornos. Bajo los amenazantes 2051 metros de La Peluca, el caminante sigue tomando altura hasta llegar a las praderas de La Centenera.


A pesar del agostador verano, las praderas -praeras, dicen por aquí- mantienen el verdor de los pastos, donde tranquilamente sestean los animales. El caminante, agobiado por la subida y por la soleada mañana, va encontrando consuelo y refresco en cada uno de los manaderos que encuentra a su paso. Se sitúa sobre unas rocas y, en aquel privilegiado mirador, se detiene durante unos minutos para intentar, si ello es posible, retener y no olvidar aquel paisaje.


Ahora, sin camino definido, el caminante se orienta hasta el rústico muro de piedra que separa los términos de Mijares y Gavilanes. La cerrada vegetación hace tan dificultosa la ascensión que, como un aprendiz de funámbulo, utiliza el inestable muro para progresar hasta el cordal. Cuando llega a terreno abierto, ya sin dificultad, se dirige hasta la cima del techo de la ruta: El Cabezo.




En lugar del vértice geodésico -destrozado por el vandalismo-, los visitantes han ido construyendo el gigantesco hito de piedras que corona la cima. Desde allí, a 2187 metros de altitud, en una visión cuasi cenital, el caminante domina los valles del Alberche, al norte, y del Tietar, al sur. Es entonces cuando debe orientarse hacia el saliente, para regresar al punto de inicio. La marcada senda recorre la línea divisoria de aguas, que coincide con la linde de los municipios de Serranillos y Navarrevisca.




Tras media hora de ondulado camino, llega a la cima de Cabeza Santa donde encuentra varios hitos de piedra, colocados de tal forma que parece que alguien, con un poder privilegiado, estuviese jugando una gigantesca e intemporal partida de ajedrez. En mitad del imaginario tablero, hace un alto para cotejar el camino recorrido desde El Cabezo, y el que todavía le queda por delante. Distingue claramente el vértice geodésico sobre La Peluca, y la sucesión de picos y collados que se alinean hasta el Puerto de Mijares. Parece un camino dificultoso, pero la realidad es que solamente hay que seguir el muro de piedra que sirve de separación entre los términos municipales. La senda continúa dejando el Risco del Artuñero a la derecha y la Peña de la Bandera a la izquierda. En este punto, en una pradera colgada sobre el balcón del Tietar, hace un nuevo alto y trata de acercarse, sin resultado, a una manada de asustadizos caballos. En la lejanía, por el camino que el caminante debe seguir, una pareja de andariegos avanza hacia el puerto.









El caminante, que ha tenido que conformarse con fotografiar a los caballos desde la distancia, comienza la bajada. Han desaparecido las escobas, y ahora son los lacerantes piornos los que dificultan la progresión por la estrecha senda. Llega al puerto casi a la par que la pareja que iba por delante y, como es de ley entre senderistas, pega la hebra para comentar la jornada. Ellos ya han llegado a su destino, pues tienen una maquina infernal en el lugar. En el maletero una nevera con varias botellas de agua fresca que comparten con el caminante.




El mapa del IGN señala una antigua fuente en la bajada del puerto, en sentido contrario al camino marcado en la ruta. Aunque ahora no necesita agua, siempre resulta interesante conocer los recursos del entorno. Orillada a la carretera que baja a Villanueva de Ávila y Navarrevisca, la fuente parece haber conocido tiempos mejores. Bajo la verde ladera que sube hasta la cima del Púlpito, con el manadero prácticamente perdido entre pisadas de ganado, el exiguo caño no merece la confianza del caminante para beber. Se refresca y vuelve al puerto donde debe encontrar el camino de bajada.

Tras una cancela metálica, sin esperarlo, la agradable sorpresa de la jornada. Un joven lugareño se ha propuesto la restauración de otra fuente de abundante y fresco caño. Para la reconstrucción ha movido piedras de más de setenta kilos, las ha canteado y, lo que es más importante, las ha colocado sin más ayuda que el ingenio y el esfuerzo. Aprovechando el desnivel del terreno ha hecho rodar una roca de grandes dimensiones, con la que piensa construir el pilón para la fuente. El mijariego, además de buen cantero, resulta un excelente conocedor de los caminos de la zona. Durante un buen rato hablan sobre ellos, y sobre la posibilidad de bajar por el marcado vallejo que baja en dirección a Mijares por debajo de la carretera.

El caminante deja al cantero con su entretenida faena y comienza el descenso. Sin camino definido, siguiendo el reguero de agua que baja de la fuente, llega hasta una de las cerradas curvas de la carretera. Allí, ahora más marcado, encuentra el viejo camino del puerto que, como una serpiente, se va adaptando al desnivel del terreno y cruza el arroyo -cada vez con más caudal- en un par de ocasiones. El caminante, que de seguir por el camino llegaría al pueblo, en uno de esos cruces, abandona la compañía del agua y, ahora sin camino, se orienta hacia poniente con la intención de llegar al Horcajo. La cerrada vegetación le obliga a avanzar lentamente por la ladera. Al llegar al punto que estima conveniente, inicia la subida hasta la carretera, la cruza y, orientado por la brújula, se interna en un cerrado pinar, por el que camina sobre una mullida alfombra de pinocha hasta llegar al área recreativa. Cuando llega son más de las siete de la tarde, y los comensales, ahora en la merienda, apuran las últimas provisiones.

Más tarde, cuando la luz comienza perderse, de nuevo la sinuosa carretera, los castaños, los alcornoques y el agradable recuerdo de diez horas de caminos, trochas y veredas.



Algunos días después, cuando ya tenía prácticamente cerrada la crónica, la serendipia pone en conocimiento del caminante un curioso suceso acaecido hace casi ocho décadas. El ocho de diciembre de 1936, el Junkers JU-52 del teniente Werner Hornschuch, de la Legión Cóndor, fue derribado sobre la ladera del Cabezo que baja hasta Serranillos, y que en la zona se conoce como La Picota. El informador del caminante, a la sazón nieto del alcalde de la población en el año del suceso, asegura que todavía quedan restos del avión. Habrá que volver para constatarlo.

DOR