martes, 28 de marzo de 2017

EL AZUD DEL TENEBROSO

Vuelve el caminante a la querencia del agua. Si el remate del pasado año fue junto a las orillas del Guadalix, en el año que ahora echa a andar, en la víspera del día de los Reyes, insiste, esta vez con río Lozoya, en la visita a otro de los cursos fluviales que, afortunadamente, permiten que la Corte pueda consumir una de las aguas más saludables de la península. Llegar al simple hecho de abrir un grifo, y que mane agua apta para el consumo, no ha resultado tarea fácil. Desde que en 1848, un Real Decreto aprobaba el anteproyecto de los arquitectos Juan Rafo y Juan de Ribera, para derivar hasta la Corte las aguas del Lozoya, muchos han sido los pasos hasta llegar a la realidad actual.

En las Cortes, en sesión celebrada el 18 de junio de 1855, debatieron el proyecto, que se aprobó en la sesión del día siguiente; pero, con las arcas vacías, malamente podía acometerse. Se autorizó al gobierno a realizar una emisión de títulos, de mil reales cada uno, con un interés del ocho por ciento. El pago de estos intereses y, por supuesto, del principal, se garantizó con la autorización de una partida de cuatro millones de reales, concedida al departamento que, para el proyecto, se creó dentro de ministerio de Fomento. Se contó, además, con la previsión de ingresos generados por la venta del agua en el interior de la ciudad y sus arrabales y, por si no llegaba, se autorizó un recargo sobre los portazgos, que ya se cobraban, a los productos que a diario entraban en la Corte, siempre que no fueran de primera necesidad.

Tres años después de aquella sesión, y diez desde que se aprobara el anteproyecto, a las 18:30 del 24 de junio de 1858, Isabel II, tras acomodarse en el palco instalado frente a la entrada de aguas, dio autorización a Lucio del Valle, principal gestor de la obras, para que se abrieran las compuertas de la Casa Partidor. En pocos segundos, un torrente de agua se precipitó por los escalones de la entrada, formando una violenta cascada. Salvas de artillería y repique de campanas anunciaron a los madrileños tan magno acaecimiento. Dos horas más tarde, se procedió a la inauguración de una fuente, situada frente a la iglesia de Montserrat, en la calle de San Bernardo. La multitud quedó absorta al ver como la tremenda presión elevaba, hacia el cielo madrileño, un surtidor de noventa pies de altura. El Museo Romántico de Madrid, guarda un óleo de Eugenio Lucas que recoge el acontecimiento.

No duró demasiado el regocijo. La presa del Pontón de la Oliva, construida sobre calizas muy fragmentadas, comenzó a perder agua, por lo que hubo que determinar algunas acciones que paliaran el desastre. Además de la acción inmediata de llevar agua de otros ríos hasta el canal primitivo, se optó por la construcción, seis quilómetros aguas arriba de la primigenia presa, de un azud en la zona de Navarejos. Mas como las desgracias siempre llegan en cuadrilla, surgió el problema de las aguas turbias. La deforestación acaecida por las obras, y la roturación de parte de los términos de los municipios cercanos, dejaron el terreno a merced de las tormentas. Los arrastres de tierras colmataban la presa de Navarejos, lo que obligó a proyectar la que sería la mayor innovación constructiva de la época: la presa del Villar. Inaugurada en 1882, el acierto de su ubicación en una profunda garganta de gneis, solucionó durante un tiempo el abastecimiento a la capital. Peros los arrastres de sedimentos arcillosos al lecho del río continuaban siendo una complicación. Entre las medidas tomadas para su solución destacan el aislamiento, mediante canalizaciones a cielo abierto, del vaso de la presa del Villar y, sobre todo, la construcción, legua y media aguas arriba, de una nueva presa: Puentes Viejas. Severino Bello, director de la época del Canal de Isabel II, dejaba clara la situación: “Ambos embalses constituyen un sistema combinado: si el agua traída por el río es clara, pasa de Puentes Viejas a El Villar por un canal de aguas claras; si es ligeramente turbia, se deposita y aclara en Puentes Viejas, antes de pasar a El Villar; si es muy turbia, no se aprovecha y se desvía, desde Puentes Viejas por un canal de aguas turbias, para verterla al río por debajo de la presa de El Villar. En este manejo interviene la presa auxiliar de El Tenebroso, situada entre los dos grandes embalses”. [1] Y el caminante, al que, en igual medida, sobrecogen y atraen las grandes acumulaciones de agua, en una luminosa víspera del día de los Reyes, se propone visitar esa presa intermedia a la que aludía Severino Bello.

Con una puntualidad que va siendo laudable norma en los servicios del Consorcio, a las ocho sale el autobús desde el intercambiador de la Plaza de Castilla. Tras la complicada salida por el farragoso tráfico de la Corte, llega el caminante a Buitrago del Lozoya, tras casi dos horas de viaje. Por una calle con el equívoco nombre de Miralrío, ya que no hay río al que mirar, pues el lecho del Lozoya se encuentra sumido bajo las aguas del embalse de Puentes Viejas, llega hasta una zona recreativa, lugar en el que principia una senda que se cuelga sobre la rocosa orilla del embalse. Cuatrocientos metros de un vistoso recorrido, protegido por el municipio con una sólida baranda de madera, desde donde las vistas del casco amurallado resultan interesantes. Terminado el paseo, el caminante vuelve atrás la mirada para despedirse de las viejas torres del castillo de La Beltraneja, y de la coracha que se sumerge en las oscuras aguas del embalse.



A cierta distancia del agua, la traza de un camino carretero recorre, en dirección al saliente, la orilla del embalse. Pero el caminante, que no se conforma con el regalado caminar que ofrece el carril, opta por pegarse a la orilla del agua. El accidentado trazado de la margen derecha del embalse, con el inevitable paso de varios arroyos, va a suponer el aumento de la distancia a recorrer, pero seguro que el esfuerzo añadido merecerá recompensa. Unas veces por los arenales, y otras por mullidas praderas, el caminante progresa en su afán hasta llegar a un espigón rocoso, desde el que tiene la impresión de poder alcanzar el  viejo torreón de las ruinas del palacio de Osuna.






Sin abandonar la ribera, y tras vadear dos nuevos arroyos, su objetivo próximo es el paso bajo una línea de alta tensión que cruza desde la orilla opuesta. Es el lugar donde, tras renunciar a la compañía del agua, toma un camino en busca de la carretera que pasa por la coronación de la presa de Puentes Viejas, y que une las localidades de Paredes de Buitrago y Manjirón. Al otro lado de la carretera, tras una cancela sin candar, se abre un carril que se orienta en busca de la lámina de agua de la presa del Villar. Al llegar a una extensa nava, donde se ubica una explotación ganadera, en un lugar donde confluyen varios caminos, el caminante toma el que se dirige hacia el septentrión. De inmediato, un viejo camino poco transitado se separa por la derecha en busca del agua. Y en algo menos de un quilómetro, el sordo rumor de las aguas del Lozoya saltando la brecha de la pared de la presa del Tenebroso. Una quebradura que los técnicos, con buen criterio, hicieron para que el agua embalsada no interfiriese el funcionamiento de la mini-central eléctrica, construida en la de Puentes Viejas durante los años noventa del pasado siglo. Y allí siguen las instalaciones: la canalización a cielo abierto, las compuertas motorizadas y los depósitos de decantación de aguas turbias.









Por un camino de servicio del Canal, vuelve el caminante hasta la carretera M-135, para tomar una vereda paralela a aquella y que progresa por el interior de una alambrada. Una vereda, a la que le queda el inexorable discurrir de un par de primaveras, para quedar engullida por el espeso jaral, y que termina en un camino carretero que se orienta hacia poniente. Ahora se trata de un tranquilo paseo de verdes praderas, donde se alternan pinares, fresnedas y regatos de agua. El bucólico paseo queda interrumpido con el sospechoso rebullir de algo desconocido en la espalda del caminante, que en evitación de males mayores no duda en quedarse como un hereje adamita, sacudir la ropa y, tras el lance, continuar el camino. Con los primeros tejados de Buitrago a la vista, el caminante abandona el muelle camino que entra en la población, para seguir el discurrir de un arroyo de aguas claras que enfila hacia el embalse. De nuevo la orilla del agua; otra vez el camino de la baranda de madera y las vistas del casco antiguo de Buitrago, esta vez con la luz diferente del ocaso.









Sólo queda recorrer la calle de nombre impropio, hasta llegar a la parada del autobús. Como en otras ocasiones, el viaje hasta La Corte tedioso y previsible, sobre todo si se compara con las notables vivencias del día.

DOR

[1] Fuente: AGUA Y CANAL. RESERVA DE VIDA (Canal de Isabel II)



lunes, 13 de marzo de 2017

EL CANAL DEL MESTO

El ser humano, en su resuelto afán por complicarse la vida, suele desdeñar las cosas sencillas por el simple hecho de que son fáciles de conseguir. A menos de una hora de autobús, de forma casi inesperada, la naturaleza ofrece un muestrario de paisajes digno de las más lejanas serranías. Es el caso del curso del río Guadalix, en su recorrido por los términos municipales de Pedrezuela y San Agustín del Guadalix. El río, que nace en la vertiente meridional del Puerto de la Morcuera, tiene, sobre todo en los términos citados, un recorrido tan escabroso, que sería muy complicado de seguir si no fuera por una instalación del Canal de Isabel II que, según atestiguan las fechas grabadas en alguna de sus piedras, se inauguró en 1859. Es el Canal del Mesto.

Es el día en que el otoño entrega el testigo al invierno, y el caminante toma el autobús que, en un servicio exprés, lo lleva, en un santiamén, hasta la localidad de Pedrezuela. Bajo una pérgola de madera, donde algunos vecinos comienzan a dar vida a las calles, comienza la andadura. Por la calle Madrid, siempre hacia el mediodía, va dejando atrás las últimas casas. Enseguida una bifurcación a la derecha, al poco otra más a la misma mano y, de repente, el barranco. Avanza el caminante por el balcón rocoso, entre un intrincado bosque de encinas y enebros, salvando arroyos y quebradas. No hay camino, sólo la referencia del serpenteante soto del río. En un punto en que los pasos comienzan a ponerse excesivamente fragosos, toma como referencias un abejar y un tendido eléctrico para llegar a la pista terriza que viene de la cercana localidad de El Molar. Tras un cuarto de hora, ahora hacia poniente, llega hasta el lugar donde se inicia el canal: el tinglado de instalaciones del antiguo Azud del Mesto.




Antes de iniciar el recorrido sobre la canalización, el caminante, a contracorriente, recorre el centenar de metros que lo separan de la pequeña presa, hoy en desuso, construida en 1906. Encajonada en el cañón, parece una joya engastada en las rocas del cauce del río. Cumplida la visita, vuelve al lugar donde comienza el recorrido sobre el canal. Algo menos de una legua de recia canalización, siempre al aire libre, con la excepción de un tramo de unos trescientos metros realizados en mina. Y cabalgando sobre el canal, en un recorrido por la umbría del cañón, el vistoso camino que acompaña a la cantarina corriente del río. Un quilómetro antes de cruzar a la otra orilla por el puente de San Antonio, en el lugar donde otra canalización, que viene del embalse del Vellón, cruza el Guadalix para trasvasar sus aguas a la que viene del de El Atazar, el caminante se descuelga por una estrecha escalerilla de piedra que baja a la Cascada del Hervidero.










Se trata de un profundo hondón, tallado en la roca, donde el río se despeña en un salto de agua, modesto en altura,…pero sobrado de encanto. Para recorrer la parte alta de la cascada, es necesario pasar a la otra orilla utilizando el acueducto del sifón. Desde las bruñidas rocas, a contracorriente, el caminante hace una pequeña incursión junto a la briosa corriente, donde, ahora desnudos, medran magníficos ejemplares de alisos (de ahí el nombre árabe del río), chopos, fresnos y arces de Montpelier. Abandonado el lugar, a tiro de piedra de la cascada, el caminante cruza a la margen derecha por el sólido puente de San Antonio. Discurre ahora el río por lugares menos escabrosos que los ya recorridos, lo que permite caminar junto a la corriente. Verdes praderas y soleados sestiles se van sucediendo, hasta llegar a una represa conocida como El Brincadero. Desde allí, el río, ahora manso y silencioso, va mostrando al caminante la belleza de sus sotos.






Al tiempo que el polígono industrial de San Agustín del Guadalix aparece sobre los cerros de la margen opuesta, el camino se encajona entre la corriente y un paredón terrizo. Por una vereda tomada por los zarzales, el caminante llega hasta el puente que da servicio a la carretera que une la población y el polígono. En su entorno, un par de pasarelas de madera cruzan de un lado al otro del río, dando vida a una cuidada área recreativa. Por una de ellas cruza el caminante la corriente. Por la otra orilla, ahora a contracorriente, entre los recios chopos de la ribera, tras pasar una vieja estación de aforo, el camino llega hasta un lugar donde es imposible continuar, y una nueva pasarela de madera invita a pasar, de nuevo, a la orilla opuesta. Toca ahora, durante casi dos quilómetros, deshacer el camino hasta llegar al puente de San Antonio, desde donde, siguiendo la conducción del sifón que sube por la ladera, llega hasta las casas abandonadas de los guardeses de las primitivas instalaciones. Desde allí, tras pasar un canal de desagüe, una nueva subida por la pendiente ladera saca los colores al caminante, hasta llegar a una almenara donde se escuchan los motores que mueven el caudal del sifón.










Recuperado el resuello, localiza una estrecha vereda que avanza entre el coscojal hasta llegar a la carreterilla asfaltada que pasa junto a la remozada atalaya de El Molar. Desde el cerro, junto a la atalaya, las vistas de la sierra resultan interesantes. No tan interesante es la llegada al caserío de El Molar; un vallado continuo obliga al caminante a transitar, durante un cuarto de hora, por el tedioso asfalto, hasta llegar al conjunto que forman el camposanto y la ermita de La Soledad. Por la calle de la Fuente, a la vera de un parquecillo ajardinado, entra el caminante en la población. Antes de que la calle pase por debajo del antiguo trazado de la A-6, se encuentra la parada del autobús, el cual, tras una embarullada entrada a la Corte, llega al intercambiador de la plaza de Castilla media hora más tarde del horario previsto. Es el peaje de la civilización.   





DOR